La historia, y nos atreveríamos a decir, casi la totalidad de las ciencias sociales en la manera que se estudian en la narrativa oficial, ha sido instrumentalizada desde el siglo XVIII para aportar únicamente a la creación del concepto estado-nación, y cortar cualquier camino que llevase a una emancipación social. La historia de los estallidos y revueltas del siglo XIX en la construcción del Estado español es un relato lineal de gobiernos, militares, constituciones y reinas consortes, entonces nos preguntamos: ¿había más allá de esto acciones populares, organizaciones y estrategias con autonomía propia de los desposeídos de la sociedad? Seguramente sea lo más complejo de indagar en fuentes históricas, que han atesorado las grandilocuencias del poder político, y no han explorado estos caminos, estas brechas en las que había también un componente de conciencia popular en dichos estallidos. Sin estas experiencias a mediados de siglo XIX, no podrían haber arraigado pocas décadas después las ideas del movimiento obrero internacional. En este artículo acercaremos los hechos de la Revolución de 1854 en Madrid, una rebelión popular que estalló en la capital con un fuerte cariz antiaristocrático.
Los acontecimientos políticos en julio de 1854
La Revolución de 1854 se la conoció también bajo el nombre de la Vicalvarada, iniciada con un clásico pronunciamiento militar, y el enfrentamiento armado entre las tropas sublevadas del general Leopoldo O’Donell y las tropas gubernamentales en las cercanías de la población madrileña de Vicálvaro. De hecho en ese municipio había sido creado diez años antes por la reina Isabel II, y bajo la coordinación del Duque de Ahumada, el primer cuerpo de caballería de la Guardia Civil, institución represora que pretendía hacer frente al bandolerismo en el ámbito rural español. Este levantamiento durante el verano de 1854 tuvo como consecuencia el fin de la conocida como «década moderada» (1844-1854) y el inicio del «bienio progresista» (1854-1856), pero sobre todo una insurrección popular en Madrid. Este pronunciamiento militar se produjo por las distintas disputas parlamentarias internas en el seno de la ideología liberal y sus facciones partidarias, encabezadas por distintos burócratas civiles pero también por aristócratas y militares, que establecían alianzas puntuales entre ellos, y también con la Corona.
Dicho pronunciamiento militar iniciado por el general O’Donnell fue realizado el 28 de junio de 1854, resultando indeciso el enfrentamiento en Vicálvaro dos días después contra las tropas fieles al gobierno. Las tropas de O’Donnell se retiraron hacia el sur, llegando hasta La Mancha encaminándose a Portugal aguardando que se sumasen al movimiento otras unidades militares. Sin embargo, en su persecución salieron las tropas gubernamentales, dejando completamente desguarnecida la ciudad de Madrid, y con el mejor escenario para que estallase una rebelión. Si bien el pronunciamiento había fracasado, sería el impulso popular el que mantendría prendida esta llama insurreccional, e hizo aparición el 7 de julio de 1854 el «Manifiesto de Manzanares», firmado en la localidad manchega homónima. El general Serrano convenció a O’Donnell que para conseguir que triunfase su pronunciamiento, debía incluir cambios políticos y sociales con reivindicaciones de las clases populares. La primera ocasión que un movimiento organizado forzaba a poner sobre la mesa cuestiones que eran del interés de las clases dominadas, aunque esta fuese una táctica de carácter reformista por parte de los militares pronunciados. Dicho manifiesto fue redactado por un joven Antonio Cánovas del Castillo, que si bien planteaba la conservación del trono, prometía rebajas de los impuestos, nuevas leyes de imprenta, convocatoria de Cortes constituyentes y el restablecimiento de la Milicia Nacional, aspiraciones progresistas que no figuraban en sus intenciones iniciales. Estas medidas se vendieron como una «regeneración liberal», es decir, aparentar que todo cambia para no cambiar absolutamente nada.
La lucha popular en las calles de Madrid
En esos días se inició la segunda fase de estos hechos, que superarían el clásico pronunciamiento militar y se convertiría en un movimiento de rebelión generalizado. El 17 de julio las clases populares madrileñas azotadas por la pobreza deciden pasar a la acción insurreccional, y de los antiguos cafés sale la voz de alarma para tomar las calles en una decidida milicia urbana. Al día siguiente la ciudad de Madrid estaba sellada por barricadas, y era el Duque de Rivas el que había tomado provisionalmente el cargo del gobierno, tratando de hacer frente a la insurrección con las pocas fuerzas leales que tenía, esperando el regreso de las que habían salido de la capital. Primeramente se asaltarán las viviendas de los ministros fugados del gobierno, sus muebles son lanzados por las ventanas y prendidos fuego. Fue relevante la quema de bienes de la Casa de Sartorius, residencia principal del Conde de San Luis, que había sido presidente del gobierno de confianza de la Corona. También se asaltó el palacete propiedad del Marqués de Salamanca en el Paseo de Recoletos, antiguo Ministro de Hacienda, que venía enriqueciéndose en lucrativos negocios ferroviarios, bancarios e inmobiliarios en alianza financiera con la familia alemana Rothschild y el francés Duque de Morny.
De esta manera lo describía el periódico La Ilustración en julio de 1854, estando exiliado dicho Marqués de Salamanca: «Una sociedad en comandita para la explotación de todos los agios, de todos los negocios que el país había de pagar con su sangre. Capitaneábala Cristina y su gerente Salamanca, monstruo de inmoralidad; era, como el vulgo suele decir, su testaferro. Presentarse al negocio de los ferrocarriles en la España comercial y abalanzarse a todos la comandita como manada de lobos hambrientos, fue cosa que a nadie admiró, porque no era de admirar».
De hecho, también fue asaltado el Palacio de la reina madre Cristina, situado en la antigua calle de Rejas, muy cerca de donde actualmente se encuentra el edificio del Senado español, debiendo refugiarse en el Palacio de Oriente con sus hijos. Fueron también destruidos los puestos de guindillas, que era el nombre con el que se conocía a la guardia municipal entonces muy odiada por las clases populares urbanas. Su denominación procede bien por el color rojo intenso de sus uniformes, tono habitual de dichas hortalizas que destacan por su picor, o bien por la palabra ‘guindar’, es decir, robar o sustraer algunos pequeños objetos, práctica muy habitual entre la guardia municipal cuando habían requisado objetos previamente a delincuentes comunes. Paulatinamente se dan armas a las masas populares que se organizan en milicias de barrios, confluyendo en la toma de la Puerta del Sol, donde se encontraba el Ministerio de Gobernación. Pero no solamente se da el asalto a palacetes, sino también a la Cárcel del Saladero de Madrid, una cárcel política en la Plaza de Santa Bárbara, donde estaban recluidos presos políticos progresistas.
Los soldados leales al gobierno rompen fuego contra estas milicias armadas, que levantan barricadas en las principales calles, se dispara desde tejados, campanarios y balcones contra las tropas gubernamentales, y durante horas se combate cada palmo de la ciudad. Se toman carros con municiones abandonadas, y algunas piezas de artillería, mientras que en el Paseo del Prado se apresan a soldados vencidos. En esta lucha en las calles madrileñas también se podía ver a mujeres haciendo frente a las tropas y desarmando a guardias civiles, y participando del socorro a los heridos de las milicias, así como en la organización de hospitales de sangre. Sitiados los soldados gubernamentales en el Palacio Real, y habiendo tomado las milicias los principales puntos estratégicos de la ciudad, deciden capitular antes de que las masas populares quemasen los cuarteles militares. Esta sublevación popular superó la intencionalidad de los pronunciados O’Donell y Serrano, quienes inicialmente no pudieron acordar un compromiso político debido a los acontecimientos en las calles.
El final de la insurrección, el pacto por arriba de las élites liberales
Finalmente el 26 de julio de 1854, la reina Isabel II, aconsejada por su madre Cristina, llamó al general Espartero para que formase gobierno, y solicitaba a O’Donell que regresara igualmente a la Corte. La condición impuesta fue la convocatoria de unas Cortes Constituyentes, la asunción de los errores cometidos y las corrupciones protegidas por la Corona. Dos días más tarde el general Espartero hacía una entrada triunfal a Madrid, abrazándose con su antiguo enemigo O’Donell, firmando de esta manera un pacto de elites y comenzando el conocido como «bienio progresista».
Este nuevo gobierno progresista rápidamente llevó a desengaño a quienes participaron de la insurrección popular, pues había sido secundada también en otros lugares donde se habían creado juntas revolucionarias como en Valencia, Zaragoza, Logroño o Valladolid, donde tenía un carácter de motín antifiscal bajo la reivindicación: ¡Más pan, y menos cosumos! Las juntas revolucionarias provinciales fueron convertidas en organismos consultivos gubernamentales, y las medidas que hubiesen aprobado quedaban suspendidas, entre otras la abolición del «impuesto de consumos», odiado especialmente por las clases populares por ser un impuesto indirecto sobre bienes de consumo de primera necesidad. En segundo lugar, a mediados de agosto de 1854 las manifestaciones de obreros de obras públicas que solicitaban aumento de salarios y que no se permitiesen las obras a destajo, fueron reprimidas por la restaurada Milicia Nacional, en cuyos cargos ya se habían situado a responsabilidades civiles afines al nuevo orden gubernamental. Y el 25 de agosto de ese mismo año, el gobierno incumplió el compromiso de juzgar a la reina María Cristina de Borbón, a quien se la permitió marchar al exilio hacia Portugal primeramente, y después a Francia. Una lección más en la historia de cómo los pactos desde arriba y los frentes amplios progresistas no son ninguna certeza de victoria de los intereses de las explotadas de la sociedad, sino a veces su peor caballo de Troya; y la estrategia política debe estar fecunda en nuestro terreno, y no en el suyo.