Les Banlieues, Violencia institucional en los barrios populares de Francia

Por poco francés que sepamos, la palabra “banlieue” lleva años instalada en nuestro imaginario y siendo recordada periódicamente a través de las noticias provenientes del Estado vecino. Una palabra que, si bien se traduciría simplemente como suburbio, barrio en la periferia de las ciudades, ha sido cargada de un significado mucho mayor. Y es que si oímos hablar de las banlieues en los medios de comunicación seguramente sea para hablar de disturbios, de estallidos de rabia y revueltas juveniles en estos suburbios del extrarradio de las grandes ciudades francesas. Pero esta rabia no surge de la nada, ni es casual que estalle donde lo hace. Sus raíces son muchas y profundas, y vienen de lejos.

La exclusión planificada

Si buscamos el origen de la expulsión de las clases populares del núcleo urbano de las grandes ciudades francesas, debemos remontarnos al menos a la Comuna de París (1871). Las grandes avenidas y bulevares de París fueron creados tras esa fecha de cara a permitir los movimientos de las fuerzas militares para reprimir cualquier experiencia revolucionaria similar que pudiera darse en el futuro. Esta remodelación represiva del espacio urbano conllevaba también desplazar a la población más pobre fuera del centro de la ciudad, estableciéndose una frontera social que niega a partir de entonces el espacio urbano a las clases populares.

En el periodo de crecimiento económico que sucedió a la II Guerra Mundial tanto en Francia como en otros países europeos, las grandes ciudades francesas recibieron gran cantidad de población migrante procedente sobre todo del Sur de Europa (España, Portugal e Italia) y del Magreb (especialmente de Argelia donde, no lo olvidemos, se libraba entonces la guerra de independencia contra la colonización francesa). Ante la falta de planificación urbana, toda esta población comenzó a hacinarse en barrios de chabolas alrededor de las ciudades. Se contabilizan 255 de estos poblados en 1965, habitados por unas 75.000 personas. Ante esta situación cada vez más insalubre, ya en los años 60 el gobierno de De Gaulle pone en marcha un proyecto de realojar a toda esa masa de población en nuevas viviendas construidas al efecto. Es así como nacen estos barrios periféricos de torres de viviendas en altura tipo colmena para rentabilizar al máximo el espacio, construidas a toda velocidad y con materiales de baja calidad. Así se cumplía el doble objetivo político de afianzar la fractura social entre la periferia y el centro y concentrar a la población migrante trabajadora en espacios delimitados.

En los años 70, una cierta mejora en el empleo y los salarios, mayores facilidades en el acceso a créditos, etc., permiten a una parte de las primeras familias que habitaron las banlieues (las francesas o procedentes del Sur de Europa, es decir, blancas) desplazarse a otros barrios periféricos de mayor calidad, con viviendas unifamiliares. En cambio, las migrantes racializadas que son quienes tienen empleos menos cualificados, sufren las consecuencias de la crisis industrial y el paro y no tienen la oportunidad de salir de las colmenas. Así se culmina en los 80 este proceso de guetización que deja segregada a la población migrante no europea (y a su descendencia) en barrios de colmenas, excluidos del empleo, de la educación de calidad y de la misma ciudad.

Pas de justice, pas de paix (Sin justicia no hay paz)

“El trabajador francés tiene que soportar ver instalarse en su mismo edificio a un extranjero con tres o cuatro esposas y una veintena de críos, que cobra 50.000 francos de ayuda social sin trabajar. Si a eso le sumas el ruido y el olor…”

– Discurso pronunciado por Jacques Chirac, ex presidente de Francia, en 1991 (entonces alcalde de París).

El caldo de cultivo estaba servido. Si a la exclusión social le añadimos el racismo institucional y la violencia policial sufrida a diario por la juventud de las banlieues, cualquier chispa puede hacer estallar el conflicto. Los primeros disturbios de consideración en estos barrios se dieron ya en los años 1979 y 1981, en las afueras de Lyon. Pero sin duda la revuelta más sonada y de mayor magnitud fue la ocurrida en otoño de 2005.

La noche del 27 de octubre de ese año, en Clichy-sous-Bois (cerca de París), los adolescentes Ziad Benna y Banou Traoré murieron electrocutados al esconderse en un transformador de alta tensión mientras huían de la policía. Una vez más, morts pour rien (muertos por nada). Desde esa noche y durante las 18 siguientes, los disturbios se extendieron primero a otras banlieues de París y después por más de 300 ciudades de todo el territorio francés, además de a otros países en solidaridad. Quizás el discurso del Ministro del Interior Nicolás Sarkozy llamando “escoria” a los manifestantes ayudara a avivar la llama. El gobierno decretó el estado de emergencia y el toque de queda, en aplicación de una ley promulgada en 1955 durante la guerra de Argelia. Ardieron cerca de 10.000 vehículos y fueron detenidas miles de personas (entre 3.000 y casi 5.000 según las fuentes), varios centenares de ellas encarceladas.

Los casos de violencia y asesinatos policiales, seguidos o no de disturbios, continúan siendo el pan de cada día. Uno de los casos de mayor repercusión fue el de Adama Traoré, muerto el 19 de julio de 2016 en una comisaría a pocos kilómetros de París. Adama vivía en Beaumont-sur-Oise, una ciudad dormitorio de unos 10.000 habitantes situada a unos 30 minutos en Cercanías de París, donde la mayoría de su población vive en edificios de protección oficial. La policía, tras ocultar los hechos en un primer momento a su familia, les comunicó después que había muerto de un infarto y que estaba hasta arriba de alcohol y cannabis. La presión de la familia logró impedir que repatriaran el cadáver sin antes hacerle una segunda autopsia, la cual reveló que había muerto por asfixia y que no había consumido niguna sustancia. El testimonio del bombero al que llamó la Guardia Civil para reanimarlo, apunta que encontró a Adama en parada cardíaca, tumbado boca abajo, esposado. Cuando pidió explicación se le contestó que Adama estaba fingiendo un desmayo.

Desde el principio su familia fue sometida a un fuerte ensañamiento. El hermano pequeño de Adama fue condenado por abalanzarse sobre el policía que le comunicó la muerte. Otros dos hermanos de Adama fueron sentenciados por supuestas agresiones e insultos contra la policía cuando ésta les impedía a entrar (a ellos y a otros muchos manifestantes) a una reunión –pública- del ayuntamiento de su localidad. Assa Traoré, su hermana, se ha convertido en portavoz de la campaña Justice pour Adama, que continúa luchando contra la violencia y el racismo policial en los suburbios y visibilizando no sólo el caso de Adama sino todos los que le han seguido, denunciando el acoso diario y el miedo a la policía con el que viven cada día los jóvenes negros o magrebíes de las banlieues.

La legalización de la impunidad

Podríamos continuar enumerando historias de las banlieues hasta casos más recientes como el de Théodore Luhaka, apaleado y violado con una porra por la policía en febrero de 2017, o el de Aboubakar Fofana, asesinado de un tiro por un polícia en un control automovilístico en julio de 2018 en Nantes.

Si observamos las cifras de personas muertas tras una actuación de la policía en el Estado francés desde los años 80 hasta la actualidad, además de varios picos y descensos que revelan la mayor o menor inclinación securitaria de los cambios de gobierno, lo que más llama la atención es el ascenso casi continuado en los últimos cinco años, contabilizándose un mínimo de 23 muertes anuales y llegando al máximo histórico de 35 personas en 2017.

El terrorismo ha servido de excusa para legitimar esta violencia policial y otorgar aún mayor impunidad a las fuerzas del orden. A instancias del gobierno de Macron, se aprobó en 2017 la Ley de Seguridad que, entre tantos otros recortes de libertades, permite a la policía usar sus armas de fuego en cualquier ocasión en la que consideren que su vida o la de su compañero corren peligro, o tras dar dos veces el alto a un sospechoso. También trajo consigo las nuevas brigadas “anticriminalidad”, aumentando la presencia policial en los barrios populares y sometiendo aún más a sus habitantes (muy en especial a los jóvenes racializados) a identificaciones diarias, controles abusivos, insultos, vejaciones, etc. Según un estudio de la Oficina del Defensor de los Derechos Humanos, ocho de cada diez jóvenes franceses negros o árabes han sufrido un control de identidad y un registro en los últimos cinco años. En cambio, solo uno de cada diez jóvenes blancos ha sido sometido a control en la calle.

La derechización de Francia (como la del resto de Europa) y su consiguiente discurso racista anti-inmigración e islamófobo conlleva el riesgo de que esta brutalidad policial se vea cada vez más justificada y normalizada ante eso que llaman “la opinión pública”. Sin embargo, por otro lado la conflictividad social de los últimos años con las protestas contra la reforma laboral de 2016 y las de los chalecos amarillos en 2018 han hecho que la represión y la violencia policial trasciendan los suburbios y lleguen a sectores de población blanca y de clase media que no estaban acostumbrados a vivirlos en sus propias carnes, dando mayor impulso a iniciativas como las Marchas por la Justicia y la Dignidad (contra el racismo y la impunidad policial) celebradas en 2016 y 2017. Sea de una forma o de otra, las banlieues continuarán resistiendo como llevan casi 50 años haciéndolo.

Este artículo está inspirado en los programas de Barrio Canino #242 y #243 del mismo nombre. Puedes escucharlos aquí

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