Cualquiera que haya visto las series The Wire1 o The Corner sabe que Estados Unidos tiene un grave problema de drogas desde hace décadas, en gran parte debido a la enorme concentración de pobreza y las desigualdades sociales que asolan al país desde su fundación. La ira de barrios guetizados, condenados a la marginación y poblados principalmente por afroamericanos y latinoamericanos, se ha contenido gracias a las drogas, que se erigen como única vía de escape.
La Guerra contra la Droga
Al problema de la droga le siguió un remedio que resultó ser peor que la enfermedad: la Guerra contra la Droga, iniciada por Nixon en los 60. Según su asesor, John Ehrlichman, la idea detrás de esta ofensiva era “acabar con cualquier movimiento izquierdista y desestabilizar a las comunidades negras”. Durante los años de Reagan y Bush padre aumentaron las operaciones militares en el extranjero (Panamá, Nicaragua, Granada) y durante la Administración Clinton las penas por tráfico de drogas se dispararon con la clara e indisimulada intención de penalizar a las personas negras. Así, desde 1986, la posesión de 5 gramos de crack (que se consume con mayor habitualidad en barrios negros) se penaliza de la misma manera que la posesión de 500 gramos de cocaína en polvo (una sustancia más habitual entre gente blanca rica)2. Claramente hay una mayor tolerancia a la droga de los blancos que a la de los negros.
Los efectos de estas políticas perduran en la actualidad. Según The New England Journal of Medicine, un millón de estadounidenses son encarceladas al año como consecuencia de la Guerra contra la Droga y un 20% de todos los afroamericanos del país ha pasado por prisión en algún momento de su vida, con todo lo que ello conlleva (concretamente, la pérdida del derecho a votar y el trabajo esclavo para el Estado).
Desde la década de los 80, millones de personas han sido aplastadas por el rodillo judicial y policial en Estados Unidos; millones han muerto por culpa del consumo de la heroína, la cocaína y el crack y la falta de medios e interés en asistirles; y millones de habitantes de los pueblos de Latinoamérica, África central y del norte, el sudeste asiático y Oriente Medio han sufrido la intervención militar de este país que invierte 51.000 millones de dólares anuales en esta absurda guerra. Pero hasta aquí es business as usual, la forma que tienen los yankis de decir todo bien, don’t worry, es lo que hay.
Un nuevo fenómeno: muertes por opiáceos
Sin embargo, una nueva epidemia empezó a sacudir al país hará unos cinco años: la de los opiáceos. Se trata de medicamentos analgésicos, recetados por médicos, que tratan dolores intensos o crónicos. Pero son tan adictivos que cuando se acaba el tratamiento el paciente sale a buscarlo a la calle, donde acaba, a menudo, adquiriéndolo en forma de heroína (se estima que un 75% de los consumidores habituales de heroína lo eran antes de opiáceos legalmente recetados, como la vicodina) o fentanilo, un ingrediente que puede llegar a ser hasta cien veces más potente que el caballo y la morfina3, pero mucho más barato.
72.000 norteamericanas fallecieron en 2017 por sobredosis de drogas, entre 30 y 40.000 de ellas por opiáceos. Un aumento del 10% respecto del año anterior. Unas 2,5 millones de personas, a día de hoy, son adictas a estas sustancias. Esto ha provocado que la esperanza de vida de la población de EEUU haya ido retrocediendo paulatinamente durante los últimos años, hasta llegar a niveles de la Primera Guerra Mundial: a los 78,6 años (frente a 86,3 años en España).
Sus consumidores lo son de todos los perfiles imaginables: de entornos urbanos, rurales, de todas las etnias y clases sociales. Según un estudio de 2017, la mitad de los hombres en paro consumen estas drogas a diario, y los estados que concentran más sobredosis son los del cinturón industrial del sur del país. Pero, y aquí está la sorpresa del fenómeno, sobre todo afecta a la población blanca de clase media. De hecho, según datos del Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC), la comunidad blanca muere por sobredosis un 50% más que la negra y un 167% más que la hispana. Quizás por esto haya alarmado tanto a la opinión pública y haya llevado a Trump a decretar una emergencia nacional, algo que no ha hecho por el consumo de otras sustancias que afectan a minorías raciales.
Y ésta es la gran diferencia respecto de la epidemia del crack o del caballo: la crisis de los opiáceos se ha considerado un problema de salud pública, mientras que la de las drogas más convencionales se ha abordado como un problema de criminalidad. Nadie va a la cárcel por posesión de vicodina, pero sí por posesión de hachís, cocaína o heroína. A las adictas a los analgésicos se busca curarlas, no encerrarlas. Una noticia positiva, pero motivada por el racismo.
Buscando a los culpables más obvios
¿Cómo se ha podido llegar a esta situación? ¿Quién es el responsable de esta epidemia? Como ocurre con todo, existen diferentes culpables, con diferentes grados de responsabilidad, algunos son fáciles de identificar y otros, menos.
La respuesta más obvia es señalar con el dedo a la industria farmacéutica que manufacturó estas pastillas y las repartió entre la población. Sin duda, estos hombres malvados trajeados, sacados de la película El Jardinero Fiel, con sus millonarios beneficios y su absoluto desprecio por la vida humana, son los principales culpables.
Algunas empresas han recibido multas cuando se las ha pillado cometiendo algún tipo de irregularidad. La farmacéutica McKesson, por ejemplo, pagó una ridícula sanción de 13 millones de dólares cuando se descubrió que en el pueblo de Kermit (West Virginia), de 400 habitantes, se estaban recetando prescripciones médicas para comprar pastillas de opiáceos desde una farmacia que las entregaba directamente en las ventanillas de los coches (no hacía falta bajarse) y se llegaron a vender 3 millones de dosis de hidrocodona. Argumentaron que sólo vendían a las vecinas, lo cual saldría a una media de 75.000 pastillas por habitante si todas las residentes de Kermit consumieran esta droga. Una investigación reveló que había personas que recorrían cientos de kilómetros para acudir a la farmacia de McKesson a comprar recetas falsas y frascos de pastillas.
Sin embargo, la responsabilidad de varias de las empresas parece una tontería al lado de la de la familia Sackler, dueña de la empresa farmacéutica Purdue Pharma, la cual dio el pelotazo económico con el lanzamiento del medicamento contra el dolor OxyContin (oxicodona) en 1996.
En un primer momento, durante la década de los 90, la mayoría de médicos del país se negaba a recetar estos analgésicos, considerando que eran demasiado fuertes y que crearían adicciones. Pero la familia Sackler desarrolló una potente campaña de promoción de su medicamento, con médicos difundiendo vídeos introduciendo el revolucionario concepto de la pseudoadicción: “la pseudoadicción es la búsqueda de huir del dolor por parte del paciente y que se confunda con adicción a la droga, cuando lo único que quiere es que acabe su sufrimiento”4.
Auspiciada por miles de médicos mercenarios a sueldo de la industria, esta droga se convirtió en un gran éxito que eliminó el dolor de muchos pacientes, a cambio de engancharlos mediante recetas que no necesitaban. Pero los Sackler son grandes filántropos del arte y han donado parte de sus gigantescos beneficios (su fortuna actualmente ronda los 14.000 millones de dólares) al Metropolitan (con su dinero se creó el ala egipcia), al Guggenheim de Nueva York, a la Universidad de Columbia, al Louvre de París y a la Tate de Londres, lo cual les ha granjeado un enorme respeto y un exquisito tratamiento mediático. Una imagen que sólo se ha visto mancillada en los últimos tiempos gracias al trabajo de denuncia de centenares de activistas.
Recientes investigaciones han descubierto que los Sackler conocían los efectos adictivos de su sustancia, pero que los ocultaron. También se sabe que Richard Sackler sobornó a miles de médicos para que recetaran sus pastillas cuando no eran necesarias, ni recomendables. Solo en 2018 se recetaron 250 millones de cajas de opiáceos en el país. Una especie de Walter White de traje y corbata y con más pelo.
Por todo esto, Purdue Pharma, convertido en el chivo expiatorio de la crisis, llegó a un pacto en marzo de este año con el gobierno por el que aceptó desembolsar 270 millones de dólares.
Unos días después, el laboratorio israelí Teva hizo lo propio y acordó pagar 85 millones de dólares. Pero el notición llegó a principios de mayo de este año, cuando un jurado de Boston condenó a John Kapoor, fundador y líder multimillonario de la farmacéutica Insys Therapeutics, por sobornar a médicos para que recetasen a sus pacientes un peligroso analgésico que no necesitaban: el aerosol Subsys. Elaborado a partir de fentanilo, el Subsys había sido aprobado para pacientes con cáncer terminal. Pero la empresa dirigió sus esfuerzos de ventas a un mercado mucho más grande y rentable: el de las personas con dolor crónico cuya vida no está en riesgo. Según el jurado, Insys contribuyó así a la epidemia de opiáceos que tantas vidas ha costado.
Los culpables invisibles
Ahora bien, por mucho que nos podamos regocijar en el hecho de que estos vampiros vayan cayendo, debemos tener muy presente que la crisis de los opiáceos no se debe exclusivamente a un malvado plan de cuatro millonarios sin escrúpulos que querían forrarse a base de aniquilar a toda una generación. El propio sistema ostenta una importante parte de la culpa. Porque en un país sin sanidad pública, en el que para operarse una persona tiene que hipotecar sus bienes y en el que un tratamiento de rehabilitación o de reducción del dolor sólo se encuentra al alcance de los más ricos, la solución inmediata y más fácil es la de empezar a tomar analgésicos para hacer la vida un poco más soportable, hasta acabar bajando al parque, completamente enganchado al jaco o a la morfina.
Si empezamos a ampliar la lista, nos quedamos sin espacio en el papel. Porque tenemos que incluir a los legisladores que se niegan a regular una sanidad pública accesible, a las aseguradoras, a los hospitales, a los lobbies, a los think-tanks ultraliberales y conservadores, a las empresas que no quieren pagar una seguridad social y a quienes en este lado del Atlántico buscan desmantelar la sanidad pública. Todos ellos son culpables.
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1Analizamos esta genial serie en www.todoporhacer.org/serie-the-wire/
2Esto se explica magistralmente en el documental 13th (www.todoporhacer.org/documental-13th/)
3Fijaos si es potente el fentanilo, que una inyección de este analgésico (junto con otras drogas) fue usada en el estado de Nebraska para ejecutar al preso Carey Dean Morre en 1997.
4Extraído del vídeo “I got my life back”, de Purdue Pharma en 1998.
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¿Sanidad pública?¿Dónde? Yo veo sanidad estatal, bajo el control de partidos que son brazos de lobbies. Nunca he conocido tal sanidad «pública» y fue el aparato estatal de las empresas farmacéuticas el que me robó 20 años de mi vida.