Desde hace cerca de un año, y con más vigor en los últimos meses, el bombardeo mediático en torno al fantasma de los MENAS es constante. Este término es el acrónimo de Menores Extranjeros/as No Acompañados/as, es decir: chicos y chicas de hasta 18 años que se encuentran en el Europa sin referentes familiares cercanos. Están solos aquí. Pese a que llevan poco tiempo sonando la alarma, ya era un fenómeno asentado hace al menos 15 años. Existen desde hace décadas varios centros de acogida en el distrito de Hortaleza, y de vez en cuando los chicos se aventuran por sus barrios. En algunas ocasiones se producen conflictos aprovechados para escribir temibles titulares sensacionalistas. Sin embargo no hace falta mucha empatía para entender que hay que estar muy jodido para aventurarse en la pesadilla de cruzar una frontera caliente y hacer kilómetros encaramado en los bajos de un camión para llegar a un sitio donde no tienes a nadie y cuyo idioma no hablas, todo esto a una edad en la que apenas sabes quién eres. Lo cierto es que muchos de esos chavales y chavalas vienen de familias disfuncionales, de situaciones de abusos, negligencia y malos tratos y que muchos ya eran niños/as de la calle en el Magreb. Resulta evidente por qué prefieren estar en la calle y desamparados en Madrid que en Fez, por ejemplo.
Según las leyes del Estado español cualquier menor que se encuentre en situación de desamparo ha de ser tutelado por la comunidad autónoma que corresponda. Esto se concreta en la red de centros de acogida en los que la administración se hace cargo de los menores a través de monitores, educadores, trabajadores sociales, psicólogos, guardias de seguridad, etc. Por un lado estos centros no están proyectados con la perspectiva social y comunitaria que requiere el cuidado y crianza de personas y por otro lado la profesionalidad a veces resulta demasiado aséptica. Algo así como si asegurar las necesidades fisiológicas y “educativas” básicas a los chavales y las chavalas ya hiciese esperable que sus “casos evolucionaran favorablemente”. Además la tendencia social a medicalizar y psiquiatrizar los problemas sociales también ha normalizado allí el suministro pautado de psicofármacos, un apoyo químico a las “contenciones físicas”. Pero la mochila que llevan estas personas (y no hablo solo de las acogidas de origen extranjero) es bastante más profunda que todo eso, y la vivencia de que no te cuidan por amor sino porque es su trabajo, por dinero, tampoco es grata. Hace años que los/as chicos/as se escapan para pasar unos días fuera, pero hoy en día en los centros destinados a menores migrantes estos llegan a triplicar el número de plazas para las fueron diseñados los espacios. Esto solo aumenta la presión, empeora las condiciones y provoca que más chicos y chicas prefieran vivir en la calle. En cualquier caso la mayor parte de estas personas tuteladas acaban allí el día que cumplen 18 años, ya que el estado no tiene ninguna responsabilidad legal sobre ellas y la red de recursos para mayores extutelados es aún más pequeña que la de menores, ya de por sí saturada.
En caso de que hayan permanecido con cierta regularidad en un centro dispondrán de un permiso de residencia de menor tutelado, que tendrán que renovar cuatro veces antes de poder solicitar el permiso de trabajo. Por lo tanto pasarán, en principio, más de cuatro años sin poder trabajar. En caso de no haber estado bajo tutela de la administración tendrán que poder demostrar haber estado en el estado español al menos tres años seguidos antes de poder pedir la primera residencia que obtienen los extutelados. ¿Qué alternativas quedan? Ninguna legal. Existe una alternativa alegal en la prostitución: para seguir con el suma y sigue de los abusos en sus vidas. La situación de calle no ayuda, y deja en peor lugar a las chicas y a los menores que se encuentran en ella. Aparte del inicio en los psicofármacos ya mencionado, de los que además existe un importante mercado negro en los países de origen, vivir en situación de calle conlleva un aumento del consumo de drogas, algunas culturalmente arraigadas como el cannabis, y de otras como el pegamento o los disolventes que simplemente son baratas y permiten olvidar y alejarse de un día a día que se les clava en el pecho.
A través del sensacionalismo con el que la prensa trata los delitos cometidos por los menores de los que hablamos, o de las personas extranjeras en general, esta apuntala un discurso de exclusión del “diferente”. Este discurso de odio obtuvo un importante empuje en las distintas elecciones celebradas después de las andaluzas. Los racistas, con placa o sin ella, se sienten más legitimados en nuestras calles que antes. Por eso no debemos dejar que nos hagan odiar al prójimo y amar al que utiliza nuestros dramas.
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