18 de agosto de este mismo año, coincidiendo con la visita del Papa a Madrid, tiene lugar en el centro de la ciudad una manifestación de protesta. En la Puerta del Sol se cruzan manifestantes y peregrinos, se produce cierta tensión y en un momento dado la policía comienza a cargar en diferentes zonas de la plaza, algunas de las cuales se encontraban en una situación de absoluta calma. Un compañero es agredido mientras camina tranquilamente, sin aviso y sin contexto de enfrentamiento alguno; la porra de los antidisturbios le abre una brecha en la cabeza de la que mana abundante sangre. Se levanta como puede y se mezcla entre la gente que abarrota el centro de Sol. Miradas de perplejidad y un sinfín de cámaras de fotos y móviles inmortalizando la escena (que por otro lado, y desgraciadamente, no tiene nada de insólita). El tiempo pasa, la gente hace fotos, al final sale un chaval que ofrece su ayuda. Nadie le secunda. Saca a nuestro compañero hasta llegar a un portal, está mareado y la sangre ofrece una estampa más aparatosa que grave. Se acercan varias personas. Primero preguntan qué ha hecho el agredido, después uno de ellos comenta: “¿Puedo sacarte fotos para mi blog?”. La respuesta no se demora: “No. ¿Puedes conseguirme una botella de agua y algo para limpiarme la herida?”. El bloguero y sus compinches desaparecen calle arriba, nunca más se supo de ellos.
Arrancar el presente texto con esta anécdota no busca simplificar hasta el absurdo el uso de cámaras y móviles en las acciones y manifestaciones de los movimientos sociales, sino partir de un hecho real que en buena medida refleja una lógica que atraviesa actualmente la sociedad. El acto compulsivo de fotografiar y grabar se repite de igual manera en el cumpleaños de un hijo, que en un evento deportivo cualquiera o en un concierto. La imagen es el irritante testimonio que nos asegura que estuvimos allí, y que además nos permite pregonarlo a los cuatro vientos (principalmente por medio del correo electrónico y las tediosas redes sociales). Un acto en apariencia intrascendente, pero que arroja un mensaje desolador sobre las formas y estrategias comunicativas que se van imponiendo. No es la intención de estas líneas hacer un análisis exhaustivo sobre la cuestión, ni siquiera se pretende llegar a una conclusión absoluta y esclarecedora. Tomar imágenes no es un hecho que tenga mayor trascendencia, es un clásico de las reuniones sociales desde entrado el siglo XX. Nosotros tan sólo planteamos que hay formas y formas de tomarlas, así como que en ciertas situaciones y en los últimos tiempos, la necesidad de elaborar un registro visual de cuanto se vive roza lo enfermizo.
¿Qué es lo que buscamos entonces? Nos contentamos con poner en evidencia la necesidad de pensar en todo esto, de hacernos preguntas sobre una dinámica que ya se da por natural. ¿Por qué se hacen fotos?, ¿a qué exigencia responde esa práctica?, ¿comunicativa?, ¿documental?, ¿artística?… ¿Hay relación entre la cantidad de imágenes que circulan entre nuestros cuerpos (alrededor de ellos, a través de ellos y sobre ellos) y el aislamiento que define la vida en la ciudad?, ¿se fotografía y graba todo porque estamos solos o estamos solos porque nos dedicamos a este tipo de conductas que nos separan y escinden de la acción real (y por tanto compartida, vivida)? ¿Podemos realmente responder a la pregunta de qué es lo que hay detrás de las imágenes?
En todo caso, y si algo tenemos claro, es que no hay que dar nada por sentado, pues de lo contrario se cae irremediablemente en la inercia, en la repetición gratuita de algo cuya finalidad ya no comprendemos. Ejemplos de este tipo de dinámicas los hay por todas partes, como la gestión del ocio, la forma de relacionarnos entre géneros o las pautas de consumo. La experiencia y el cambio de las circunstancias deben ser puntales sobre los poder construir un pensamiento crítico. Por eso queremos señalar cómo puede valorarse la toma sistemática, y adictiva, de imágenes desde estas dos perspectivas.
Pasemos a la primera de ellas: las circunstancias. La situación objetiva (económica, política, represiva, etc.), el escenario al que nos enfrentamos, dista bastante de la que se daba, por poner un ejemplo paradigmático, el mes de mayo del año pasado. Ya no hay elecciones a la vuelta de la esquina, y por tanto los partidos políticos se han dejado de guiños oportunistas a los movimientos sociales (recordemos las alusiones que los principales partidos -PP, PSOE e IU- hicieron al movimiento 15M en el periodo pre-electoral). El gobierno amenaza con una reforma demencial del Código Penal y quienes mandan hablan abiertamente de “forzar la ley” para adaptarla a los nuevos tiempos; como así sucedió en el caso del ingreso en prisión preventiva de huelguistas detenidos en Barcelona durante el pasado 29 de Marzo, donde la causa del ingreso no fue la comisión de delitos, sino la necesidad política de mandar un mensaje contundente a quienes protestan. Son criminalizados actos que hace bien poco eran cotidianos: cortar una calle en manifestación espontánea, realizar una sentada u ocupar espacios públicos. La manga ancha se acabó, y la única razón por la que las fuerzas policiales no arrasan las calles cada vez que hay movilizaciones parece ser la patética imagen internacional que se ofrece. Tasas de paro y desahucios que no tienen parangón, bancos en quiebra, escándalos de corrupción y además… escenas como las que tuvieron lugar en Valencia el febrero pasado, donde antidisturbios entusiasmados con su cometido daban de hostias a niños por interrumpir el tráfico rodado durante unos minutos. El frágil equilibrio que existía parece haberse roto, en los próximos años van a ir a por cualquier movimiento social que cuestione el estado de las cosas. Así pues, en este momento, ¿realmente necesitamos un registro visual exhaustivo de cada asamblea, de cada concentración, de cada acción?, ¿nos quedamos en el espectáculo o tratamos de articular un sentido a las protestas? En una situación de conflicto como la que se está configurando, no parece que tenga demasiado sentido el retratar conductas potencialmente ilegales (o llanamente ilegales, pero legítimas para muchos de nosotros) y disponerlas públicamente. No lo es por seguridad y tampoco lo es por sentido común.
Cuando en el pasado 12 de mayo, en los días previos a las movilizaciones que celebraban el primer aniversario del 15M, se pudieron ver octavillas incitando a que cada participante fuera un “reportero” y remarcando el que no había nada de qué esconderse, parece que quienes las firmaron (Democracia Real Ya en Barcelona, por ejemplo) pasaron por alto una obviedad: no hay lógica alguna en identificar el que una convocatoria sea abierta (y en la que si no se desata un enfrentamiento realmente parece no tener sentido el taparse el rostro) con el que deba ser grabada compulsivamente. ¿Cuántas fotos y cuántos vídeos son necesarios para contar cómo fue la movilización?, ¿cuál es su utilidad real? Es más: ¿adónde nos conducen este tipo de dinámicas?, ¿caminamos hacia un modelo de protesta en el que todos acudamos con nuestro dispositivo y nos grabemos los unos a los otros con una sonrisa de estupidez en la cara? Lo que en todo caso queda claro es que mientras se hacen fotos, se graba y se tuitea gratuitamente, ni se habla, ni se piensa, ni se comparte. Y por lo tanto, el espacio común se disuelve de nuevo en esa miríada de imágenes que van y vienen, que causan simpatía, pero poco más… que en definitiva, no mueven a la acción, al cambio, al compromiso para con los otros y la determinación de construir herramientas con las que afrontar lo existente.
La segunda de ellas: la experiencia. Ya hemos insistido en la necesidad de pensar el sentido real de los megas y megas de información que se almacenan en la red una vez ha pasado el evento que sea. Pero, ¿qué es lo que queda detrás? En ocasiones puede haber unas cuantas fotos que ayuden a reflejar el sentido general de la protesta (y que si están hechas con cierta reflexión jamás serán incriminatorias de nada) y otras que recojan las actuaciones de la policía (y que sirvan para denunciar sus prácticas y evidenciar su a la población cuáles son sus quehaceres reales). El resto suele ser una masa informe e ingente que no ayuda nada a la comunicación entre iguales, pero que brinda una información muy preciada a los maderos y periodistas [a este respecto vemos necesario realizar un breve inciso y llamar la atención sobre dos fenómenos cada vez más frecuentes: 1) el cómo en los telediarios y periódicos se utilizan imágenes y vídeos de la red; 2) la escena bizarra en la que medios de contrainformación, manifestantes, periodistas y la propia policía graban una situación de cierta tensión dentro de una protesta… si todos hacen lo mismo, ¿no habrá algo que sea preocupantemente común?]
Si asumimos que las cosas se van a poner peor, más nos vale que la gente vaya revisando el sentido que le da a las fotos y vídeos. Y los primeros deben ser aquellos colectivos más o menos cercanos que se dedican a estos temas en clave militante. En el pasado, fotos e imágenes suyas han servido no sólo para realizar identificaciones, sino directamente detenciones. La reforma del Código Penal supondrá una mayor posibilidad de incriminar a la gente, por lo que deberíamos cuidarnos muy mucho de las posibilidades represivas que puede desatar el contenido de las tarjetas de memoria (a menudo se argumenta que las imágenes serán modificadas para que los rostros no se vean, pero nos olvidamos de que a veces el camino hasta casa puede ser accidentado). Pero también deberíamos tener en cuenta otros aspectos, como lo son el que no siempre es del gusto de todo el mundo salir retratado. Bien es verdad que hay quienes están encantados con ello y de hecho lo persiguen con entusiasmo, pero tanto que se habla en los últimos tiempo de respeto, se debería tener en cuenta que hay a quienes no les gustan las fotos y los vídeos, quienes tienen problemas en el trabajo, por poner un ejemplo, y prefieren no ser vinculados públicamente a ciertos asuntos (y quien llegados a este punto y con la que está cayendo apele a la “valentía” o alguna estupidez semejante puede irse a la mierda) o quien no quiere que su madre se suba por las paredes cuando la llaman porque su hijo sale esposado en varias webs (y que de lo contrario nunca se habría enterado del día y medio que pasó en el calabozo).
Para lo que sí sirven las cámaras es para joder a la policía. Y ésta lo sabe. Por eso andan avisando que no dejarán grabar, que es ilegal (aunque de hecho tú puedas grabar y fotografiar funcionarios haciendo su trabajo en la vía pública siempre y cuando no se utilice el contenido en un hecho delictivo). El discurso demócrata se cae cuando los garantes de la seguridad ciudadana son retratados en estado puro. Últimamente sucede con frecuencia. Tanto es así, que los políticos apelan una y otra vez a la responsabilidad: la imagen de España no puede verse dañada. Es verdad, los polis desbocados y en éxtasis mientras revientan cabezas no parece ser una buena tarjeta de presentación cuando mendigas por medio planeta algo de credibilidad. En todo caso, recordémosles que son sus polis, que en definitiva son ellos. Sin maquillajes ni caretas. Ahora bien, grabar y fotografiar a antidisturbios no es lo mismo que pasarse una manifestación entera paseando el móvil por la cara de la gente. Implica algo más, un cierto riesgo.
Para cerrar queremos volver a traer la consigna que afirma que no puede combatirse la alienación bajo formas alienadas, o si se prefiere, que no puede combatirse un mundo vacío de significado y centrado en las imágenes precisamente con ristras de imágenes producidas en serie que no dicen nada. Se trata de ser, de construir y tejer sentido en lo común desde lo común, no de aparentar y desplegar artificios visuales. No queremos jugar en una partida que ha sido amañada de antemano. Tampoco entrar en la lógica del engaño, del disfraz, del trilero, y vender motos a la gente como si fuéramos unos publicistas más. Cuando tomamos por real lo que no existe nos perdemos entre ilusiones, cuando nos enfrentamos a lo real con la intención de que deje de existir abandonamos el reposo y echamos a andar. Las luchas que nos hacen fuertes no siempre albergan esa épica que buscan las cámaras (otras veces sí, que quede claro), pero será la solidaridad cotidiana y solo ella (expresada a través de asambleas, grupos de trabajo, conflictos laborales, etc.), con su habitual ausencia de glamour la que nos permita hacer frente a esta pesadilla.