Relato breve de ficción que publicamos para conmemorar la NO conquista de la antigua ciudad de Tenochtitlán, actual México D.F., hace 500 años en el día de hoy por Hernán Cortés. Actualmente está celebrándose la Gira por la Vida de los zapatistas mexicanos, que han decidido hacer el camino inverso a través del océano y estar en una fecha como el 13 de agosto de 2021 en la ciudad de Madrid. En palabras del EZLN: ‘Que hablaremos al pueblo español. No para amenazar, reprochar, insultar o exigir. No para demandarle que nos pida perdón. No para servirles ni para servirnos’.
Las zapatistas tapan su rostro con un pasamontañas para mostrarnos al mundo su corazón.
Han pasado demasiados años de mi vida en la misma casa, en la cuadra que denominaron Fray Juan de Torquemada. Ese vibrar rutinario consigue que se adquieran hábitos medianamente placenteros, pequeños deleites de la vida que se puede otorgar un viejo sin más oficio que vivir. Mi día tras día es contemplar el ajetreado tránsito de los habitantes de México D.F., quienes se mueven alocadamente en busca de sus propias rutinas. Me gusta observar a jóvenes muchachos que andan con la patineta bajo el brazo, a tenderos que embriagan la ciudad con su aroma a tacos, a mujeres que gritan el precio de los tamales y el elote. En mi viaje diario en autobús a la Plaza de las Tres Culturas, me entretengo prestando atención a conversaciones ajenas; a veces ni siquiera reparo en los diálogos, sino en los códigos de comunicación tan distintos que utilizan ahorita las personas. Otras ocasiones incluso entablo conversación con gente que me regalan un poquito de su confianza y que les interesa escuchar algunas de mis viejas historias…
Mi nombre es Tzihualpopoca. y me ha sido encomendada la labor de transcribir la historia, esa historia que desde nuestros más antiguos ancestros se ha transmitido de manera oral por los teōmahqueh, los portadores de los deseos de los dioses. La huella en el camino que marcaron nuestros antepasados nos ha guiado hasta el esplendor actual con el Huey Tlatoani, el gran orador Moctezuma. Después de la última gran migración desde la tierra del noreste en Chicomóztoc, partimos hacia las tierras de los lagos, y nuestro altépetl, el territorio que nos protege, ha ido creciendo gracias al vigor aportado en las batallas por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. En un islote al poniente del lago de Texcoco nos esperaba el águila devorando una serpiente sobre el nopal, revelando el dominio sobre los enemigos y la tierra.
Mi vida al servicio del gran orador, será pronto alterada por una inminente batalla con los enemigos tlaxcaltecas, me espera una muerte heroica antes del término del ciclo temporal, siempre que los dioses nos favorezcan en la eterna victoria. El informante principal de Moctezuma en los últimos tiempos, ha tenido presagios que avecinan importantes cambios; la ruina, la muerte y la destrucción de nuestro mundo tal y como lo conocemos. Es por eso, que nuestro gran orador reúne a sus más prestigiosos nigrománticos para averiguar los detalles de los desastres imprevistos que pudieran ocurrir. Sin embargo, a pesar de utilizar todos los métodos de adivinación, nada se ha podido resolver.
Un muchacho de un pueblo de la zona costera anuncia haber visto grandes montañas flotando sobre el mar grande. Nuestro gran orador teme que se trate de Quetzalcóatl, de apariencia blanca como el atole y abundantemente barbudo; pues algunos dioses siempre nos advirtieron de su regreso por el Este. He sido llamado por Moctezuma a su palacio. Nos envían a las tierras del mar para comprobar el hecho que ha relatado el muchacho, y entregarle unos valiosos dones a Quetzalcóatl y su séquito. Ellos deben quedar tranquilos, y nosotros queremos estar en paz con los dioses. Antes de partir me despido de mi familia. Mis hijas y hermanas me hacen regalos para que tenga suerte en mi viaje; yo le entrego el huehuetl, mi instrumento de percusión en las danzas rituales, a mi más preciado nieto. Al mirar hacia atrás por última vez, mi sangre quema al ver a mi nieto hacerlo resonar. Consigue despertar un estallido tan solo equiparable al latido del corazón de la tierra.
Parto inmediatamente con otros nobles hombres hacia las tierras del mar en busca de respuestas y el encuentro con los dioses. En Mictlancuauhtla, nos reciben con jubilosas danzas colectivas, aunque se podía leer el miedo en las caras de los más ancianos por la llegada de hordas de los dioses blancos y barbudos. Algunos de ellos visten ropas metálicas; otros, vestidos con sacos de color pardo o verde, y sombreros también de metal que reflejan el sol. Se suben en bestias marrones o negras de cuatro patas finas y cuello alargado con pelo en sus cabezas, esas bestias que echan a correr velozmente como si de espíritus se tratase.
Al acercarnos prudentemente, nos miran extrañados y con desconfianza en sus miradas. No hablan náhuatl, sino que profieren unos sonidos bruscos que no entendemos.
Al acercarnos prudentemente, nos miran extrañados y con desconfianza en sus miradas. No hablan náhuatl, sino que profieren unos sonidos bruscos que no entendemos. Cinco de los nuestros avanzan para ofrecerles varios obsequios sagrados. Ellos empiezan a lanzar gritos y algunos se acercan haciendo gestos con las manos y todo su cuerpo. Uno de nuestros informantes le entrega a uno de esos seres blancos una flecha de oro, que genera una enorme sorpresa entre el resto de los suyos. Tras permanecer poco tiempo con estos seres, nos damos la vuelta para regresar al pueblo cercano. Sin embargo, un estruendo nos horroriza a todo el grupo, uno de nuestros hombres cae al suelo mientras su espíritu abandona el cuerpo. Al girarnos, vemos que los seres llevan bastones largos de los que salen lenguas de fuego y humo. A mi alrededor, comienzan a caer muchos de mis hermanos, me veo envuelto en un sonido similar al de centenares de truenos que nunca había escuchado anteriormente. Este ensordecedor ruido no cesa y sale de los bastones que portan los seres blancos.
Solamente tres de nosotros hemos podido escapar con vida de las orillas del mar grande. Al llegar al pueblo contamos lo ocurrido, y toda la comunidad sale despavorida de allí ante la llegada de los dioses. Mis tres compañeros y yo decidimos regresar al palacio de nuestro gran orador a explicarle lo ocurrido. Moctezuma se sorprende mucho ante todo lo que le contamos. Decide reunir de nuevo a todos los nigrománticos de todos los territorios, excepto los de Tlaxcala, pues se ha enterado de que allí sus informantes han sido asesinados por una revuelta de los gobernantes insumisos. Le explico que los seres que han llegado a la costa no son dioses, sino gentes con intenciones desconocidas que utilizan un tipo de magia muy superior. Ordena que acudamos rápidamente a Cholula, pueblo que está en los límites de nuestro territorio, con la misión de informar de la revuelta Tlaxcalteca y el avance de las gentes blancas. Nos sentimos con el deber de impedir la destrucción de nuestro mundo, y la eternidad de nuestro gran orador está en nuestras manos. Presentimos que estos acontecimientos quedarán recogidos en los códices sagrados algún día.
En el pueblo de Cholula nos recibe su tlaquiach, el gobernante local, que se siente bastante temeroso ante la amenaza tlaxcalteca, aunque todavía no parece saber nada de la llegada de los hombres de piel blanca. Para el día de mañana hemos organizado una expedición con la intención de internarnos en tierras tlaxcaltecas, partiremos tras solicitar la protección de Huitzilopochtli, siempre preparados para luchar hasta vencer o morir.
Antes del amanecer, abro los ojos, sobresaltado ante inmensos estruendos, me quedo completamente paralizado por el terror que siento, esos atronadores ruidos me resultan demasiado familiares. Salgo del recinto de la casa del gobernante, y la visión es inalcanzable, el pueblo se encuentra cegado por una nube inmensa de humo. Comienzo a correr, y puedo intuir las sombras de los hombres blancos con sus bastones alargados que escupen fuego y humo. Muchos cholultecas corren despavoridos, tal y como hago yo mismo; otros, están en el suelo agonizando y despidiéndose de sus espíritus entre susurros. Grandes gritos brutales salen de los labios de los seres blancos, tienen una expresión feroz, parecida a la de las más salvajes bestias. Un numeroso grupo de cholultecas, el gobernante del pueblo, su séquito, y gran parte de los informantes, estamos siendo reunidos delante de la plaza donde se abastece de elotl. Sabemos que nuestro destino es morir a manos de la magia de estos seres que nos señalan con sus bastones que lanzan fuego. En estos momentos estoy pensando que, desgraciadamente, aunque he servido de manera fiel a nuestro gran orador Moctezuma, nunca voy a poder cumplir la promesa que le hice: impedir la miseria y la muerte de nuestro pueblo.
Un muchacho joven me dice educadamente que ha llegado a su parada y debe bajarse del autobús, nos despedimos y me desea que pase un buen día. A mí aún me faltan dos paradas para llegar a la Plaza de las Tres Culturas. A través del desgastado cristal, observo el humeante cielo de la actual Ciudad de México, camino por sus avenidas cruzándome con algún músico callejero que me mira y me saluda al dejarle algunos pesos. Después de un par de horas de paseo sin rumbo por el centro de la ciudad, regreso a mi casa, subo las escaleras hasta el segundo piso y me dirijo directamente al armario de mi habitación. Decido abrir ambas puertas y me quedo observando muy detenidamente, con la mirada clavada en el objeto que más sobresale. En verdad pareciera que fue ayer cuando mi abuelo Tzihualpopoca se despidió con lágrimas de alegría y me entregó su huehuetl.
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