La universidad tiene desde sus orígenes cierto halo de vanguardia, de ir un paso por delante de la sociedad o simplemente parecer el cuerpo de élite de la intelectualidad de un país, el ascensor social que todo aspirante a clase media desea. La universidad es investigación y por tanto nuevos descubrimientos. En ella se han fraguado algunos de los grandes movimientos sociales de diversas épocas, desde México a París o diversas luchas antifranquistas. Realmente eso es lo que la universidad quiere hacernos creer, la realidad es otra: precariedad laboral, segregación de clase, formas de gobierno antidemocráticas, represión sobre los grupos movilizados… Digamos que la universidad es un espacio tan progresista que ha mantenido un régimen disciplinario franquista durante 67 años. Desde que en 1954 se decretara el Reglamento de Disciplina Académica, los conflictos en la universidad se han ido resolviendo con reglamentación salida del fascismo más autoritario. Todos los rectores de la democracia se han sentido lo suficientemente a gusto con él como para no modificarlo.
Veamos una muestra de dos tipos de faltas graves de dicho Reglamento:
«Las manifestaciones contra la Religión y moral católicas o contra los principios e instituciones del Estado.«
«La incitación o estímulo, en cualquier forma, de las manifestaciones colectivas de los escolares dirigidas a la perturbación del régimen normal académico o sindical. Se estimará como agravante la comisión de la falta en el ejercicio de la función docente.«
¿Y qué podía suponer una falta grave? Inhabilitación temporal o perpetua para cursar estudios en todos los Centros docentes.
Además resulta que quienes “juzgaban” y condenaban por estos hechos eran tribunales propios de la universidad, siendo juez y parte, ni rastro de juicio justo e independiente. La realidad es que resultaba más garantista que elevaran una falta grave a delito penal o administrativo y que fuera juzgado fuera de la universidad que estar bajo el amparo de la legalidad universitaria.
Tras 67 años parece que esto cambia con la nueva Ley de Convivencia Universitaria. La Ley busca dotar a las universidades de un nuevo marco para la resolución de conflictos más adaptada a los tiempos que corren y sus problemáticas. Incorpora las problemáticas relacionadas con el acoso sexual, las violencias machistas o las novatadas, que entrarían dentro de la categoría de muy graves cuya máxima sanción sería una expulsión de dos meses hasta tres años y/o pérdida de derechos de matrícula parcial durante un curso. Sanciones bastante por debajo de la inhabilitación perpetua. Además, bajo acuerdo de todas las partes, se pueden poner en marcha procesos de mediación que eluden las sanciones, abriendo un espacio para un modelo no (tan) punitivo.
No todo puede estar bien hecho
Mientras que esta Ley supone una clara mejora respecto de lo que existía, la realidad es el proceso de mercantilización de la universidad sigue a toda velocidad. Muestra de ello son los recientes proyectos de Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (LCTI) Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU). Reformas que aunque de ámbitos diferenciados, tremendamente interrelacionados, y con un mismo espíritu de fondo: premiar las llamadas transferencias público-privadas. Es decir, que las instituciones públicas pongan la infraestructura necesaria para que las empresas privadas puedan desarrollar sus necesidades y recoger los beneficios.
Si bien la LOSU tiene un preámbulo de buenas intenciones para atajar la precariedad o dotar de una perspectiva de género a la Ley, esto no se materializa en ninguna medida concreta. Por el contrario, acentúa e institucionaliza la precariedad laboral materializada en la doble carrera profesional, la vía funcionarial y la vía laboral, donde a igual trabajo hay un diferencial de derechos. Esta doble carrera tiene efectos colaterales que van más allá de los derechos laborales básicos, genera duplicidad de estructuras en los centros de trabajo (comités de empresas, juntas y diversos órganos de representación y gobierno) dificultando la unidad de acción de las trabajadoras de un mismo centro, profundizando en crear trabajadoras de primera y de segunda categoría.
El tratamiento que recibe la universidad de parte del actual Gobierno es un claro reflejo de su proyecto. Aquello que no modifica estructuralmente el tipo de universidad que tenemos (Ley de Convivencia) puede ser mejorado y orientado hacia una perspectiva menos represora, pero aquello que realmente sienta los fundamentos del modelo de universidad, educación y trabajo no hace más que seguir la línea continuista de los anteriores gobiernos, con mayor financiación, pero con el mismo proyecto mercantilizador y de menosprecio frente a los derechos laborales.
¿¡Qué universidad!?
¿¡Qué ultraderecha!?
Los movimientos anticapitalistas organizándose y, vosotros, ¿hablando del niño de papá?
¡Sí! ¡El hijo del obrero a la universidad! Pero a una que te de instrucción para afrontar la vida, no a una que te deje idiotizado; que, por cierto, es de la que habláis en el artículo.
Todo por la pasta, todo por el título.