Obviamente, siempre que nos declaramos anarquistas o defendemos las ideas libertarias, estamos rechazando de manera implícita la existencia en sí de la realeza y la aristocracia, así como el papel privilegiado que se les asigna en esta sociedad. Según la Constitución, “el Rey es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado”, símbolo por tanto de un régimen que rechazamos. Tan obvio es que, en algunas ocasiones, incluso se echa en falta la articulación de un cuestionamiento explícito de semejante aberración. Y decimos aberración, no sólo por lo que subjetivamente nos puede parecer desde un punto de vista libertario, sino porque la permanencia de estas instituciones supone un desvío incluso dentro de la “lógica” que nos intenta vender el propio sistema.
En el modelo clasista e injusto en el que vivimos, en el que las diferencias entre ricos/as y pobres son más que palpables, la paz social se sustenta en gran parte por la idea de la igualdad de oportunidades. Supuestamente, cualquiera que nazca en una familia pobre, si se esfuerza lo suficiente, puede llegar a lo más alto. La llamada “meritocracia” fomenta la competitividad y ayuda a minar la conciencia de clase, cosa que no es poco. Además, dentro de esta dinámica, supuestamente uno/a está donde está porque es lo que merece. Y, si no estamos contentos/as, siempre nos queda soñar con llegar a algo mejor en lugar de unirnos y luchar por cambiar las cosas. Incluso, con las modernidades introducidas en la nobleza en el siglo XX, cualquier plebeyo/a puede permitirse el lujo de soñar con llegar a ser duque o princesa. Y sin embargo, con toda la potencia que creamos en este sistema de méritos, se sigue tragando con el absurdo de que algunas personas, sólo por el hecho de haber nacido en determinada familia, estén destinadas a ser reyes o reinas de todos/as los/as demás; gente que tendrá un sueldo vitalicio pagado con dinero público; gente que será obsequiada con regalos y privilegios allá donde vaya, a quienes los/as demás harán genuflexiones y tratarán de Excelentísimo/a o Ilustrísimo/a Señor/a.
Acabar con la existencia de la nobleza per sé, no sólo no cambiaría en nada los fundamentos del capitalismo, sino que incluso podría actuar como cortina de humo, conseguir que pareciera que se ha hecho un gran avance sin necesidad de hacer ningún cambio en lo esencial. Por ello, no es nuestra intención desde estas líneas proponer esta reforma como solución en sí misma, ni mucho menos defender la instauración de un régimen republicano como respuesta a todas las desigualdades económicas y de clase. Únicamente creemos que es interesante pararse a hacer un pequeño análisis sobre este elefante en la habitación: estamentos medievales que siguen siendo tolerados en el siglo XXI y cuyo peso se nos obliga a aguantar a quienes estamos en lo más bajo de la pirámide social.
El rancio abolengo
En el Estado español, actualmente, existen más de 2.000 personas con títulos nobiliarios. Algunos/as han nacido y otros/as, por la gracia del Rey (que tampoco tiene nada de meritorio), se han hecho. Por debajo de la Casa Real están los Ducados, Marquesados, Condados, Vizcondados, Baronías, Señoríos, Caballeros de diferentes Órdenes e Hidalgos de Cota de Armas. Aparte de esto, existen cerca de 40 títulos extranjeros, la mayoría de ellos pontificios, autorizados por el Ministerio de Justicia. Según publica este organismo en su página web (aunque son palabras que perfectamente podrían constar en un pergamino lacrado), “las Grandezas y Mercedes nobiliarias nacen por concesión soberana del Rey”. Posteriormente, se van transmitiendo por adquisición legal, y son derechos meramente honoríficos con los que no se puede comerciar. Aún así, no es poco frecuente que los miembros más pudientes de las familias nobles, paguen a los herederos/as directos/as para que les cedan la sucesión. También son usuales los litigios para recuperar o arrebatar títulos. ¿Por qué tantas molestias por algo que supuestamente es simbólico?
En 36 años de reinado, Juan Carlos I ha otorgado 51 títulos, algunos vitalicios (que no pueden ser transmitidos) a miembros de su familia, y otros tantos a personalidades por “los servicios prestados”. Entre estas personalidades se encuentran políticos que facilitaron la Transición, como Arias Navarro y Calvo Sotelo, a los que se concedió sendos marquesados; editores de prensa conservadora como el Marqués de Luca de Tena, de ABC, y el Conde de Godó, de La Vanguardia; literatos como Mario Vargas Llosa, e incluso el entrenador Vicente del Bosque, nombrado marqués en 2011. Los méritos de muchas de estas personas para ser declaradas -eso sí, siempre simbólicamente-, superiores a los/as demás, están bastante claros y responden a ciertos patrones de perpetuación de ideales patrióticos, entre otras cosas. Por otro lado, gran parte de la nobleza que se prodiga y hace uso del título, comparte una tendencia hacia el conservadurismo más atroz: van de cacerías y monterías, acuden a corridas de toros, pertenecen o simpatizan con sectas religiosas como Opus Dei o Legionarios de Cristo, hacen carrera militar, y posan en revistas del corazón para presentar sus palacios y mansiones. Sin embargo, no dejarán de decirnos que son “ciudadanos/as” como nosotros/as, y que trabajan mucho para poder mantener la carga de su patrimonio.
De los privilegios a la corrupción
Es cierto que, sobre el papel, las personas portadoras de un título nobiliario (a excepción de los títulos de la Casa Real, que se rigen por diferentes normas), no mantienen a día de hoy ningún privilegio. El último de ellos, el pasaporte diplomático de los “Grandes de España”, fue derogado en 1984. Sin embargo, aunque los títulos teóricamente hayan quedado relegados a una cuestión honorífica, a nadie se le escapa que, a todos los niveles, sigue existiendo un trato de favor hacia los miembros de la nobleza. El simple hecho de reservar mesa en un restaurante, será más fácil para la Duquesa de Alba que para cualquier persona de a pie, así que no es difícil imaginar los tejemanejes que se traerán con políticos/as y empresarios/as.
Es más, lejos de tener que imaginarlo, ahí tenemos día tras día las novedades sobre el duque de Palma y el famoso Caso Noós, la punta del iceberg de lo poco simbólico que es el poder de la aristocracia. El caso se deriva de un complejo entramado de corrupción y malversación de fondos públicos en el que están implicados los Gobiernos de Baleares y de la Comunidad Valenciana. Iñaqui Urdangarín, presuntamente, habría obtenido tratos de favor de dichos organismos para su fundación sin ánimo de lucro, el “Instituto Nóos”, y posteriormente habría blanqueado el dinero a través de diversas empresas. La Audiencia de Palma determinó que existió una “intención y el ilícito propósito” de las autoridades, de beneficiar a dicha fundación “por la presencia del yerno de Su Majestad el Rey de España”.
Desde que Iñaqui Urdangarín fuera encausado, varios han sido los indicios y declaraciones que implicaban directa o indirectamente a otros miembros de la familia real, especialmente a la Infanta Cristina, cuya imputación en su día fue suspendida. Igual de numerosos han sido los intentos por parte de la Casa Real de desviar la atención, desvincularse, e incluso hacerles salir del país, cosa que no se habría permitido tan fácilmente a cualquier persona inmersa en un proceso judicial semejante. Tampoco cualquier persona tendría una propiedad como el palacete de Pedralbes para cubrir los 6,4 millones de euros de responsabilidad civil que se exigen al Duque de Palma. A día de hoy, la investigación sigue en marcha y no dejan de salir a la luz datos que, incluso no constituyendo delito, nos ayudan a hacernos una idea de hasta qué punto estas personas viven por encima de nuestras posibilidades. En el momento de escribir estas líneas, se está estudiando la posibilidad de imputar de nuevo a la Infanta por la información extraída de las cuentas de la empresa Aizoon, una entidad compartida con su marido y a través de la cual, según los/as investigadores/as, se desviaban los ingresos de Nóos. En las cuentas de Aizoon, tal y como publicaba El País, se cargaban gastos personales como ropa, viajes a África y libros de Harry Potter.
En cualquier caso, aún sin tener en cuenta el dinero público que habrían robado para pagarse las vacaciones, la Familia Real se lleva un buen pellizco anual de las arcas estatales. A día de hoy, y a la espera de ver si esta institución se incluye o no en la futura “Ley de Transparencia”-el Partido Popular está haciendo todo lo que puede para evitar que la Corona tenga que dar explicaciones sobre sus presupuestos-, los datos sobre los gastos públicos que conlleva la existencia de la monarquía son relativamente visibles. El presupuesto que se le ha asignado a esta institución para 2014 es de 7,78 millones de euros, algo menos que en el año 2013. A esto hay que sumar el gasto que hacen otros organismos en prestar servicios a la Casa Real. Patrimonio Nacional, por ejemplo, destinó el año pasado 11.894.220 euros de su presupuesto a organizar actos de Estado. Esta institución se encarga, además, de mantener y gestionar las casas en las que residen el Rey y el Príncipe, palacios reales y colecciones de arte. El Ministerio de Presidencia, por su parte, gasta 6 millones de euros para pagar a los funcionarios de la Zarzuela, y Defensa destina más de 600.000 euros al mantenimiento de los caballos que explota la Guardia Real.
Según el artículo 65.1 de la Constitución, “El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma”. En 2013, de acuerdo con la web de Casa Real, al Rey se le asignó una dotación de 140.519 euros, sumados a los 152.233 en concepto de gastos de representación. El Príncipe de Asturias percibió la mitad de las cuantías asignadas al monarca y, para el resto de la Familia Real, se presupuestaron 260.000 euros “únicamente” como gastos de representación. Aunque en términos relativos no sean sueldos tan altos como cabría imaginar para la realeza, es una cantidad exagerada en comparación con lo que puede cobrar un/a trabajador/a medio. Por otro lado, muchos de los gastos básicos que podría tener cualquier otra persona (vivienda, facturas, etc.), están cubiertos por otras partidas presupuestarias. Y tampoco conviene olvidar la cantidad de regalos e invitaciones que reciben, así como los bienes patrimoniales de los que pueden hacer uso y disfrute.
Y todo esto, ¿para qué?
En un reportaje televisivo sobre la nobleza contemporánea, se preguntó a Íñigo de Arteaga, hijo del Duque del Infantado, para qué servía ser noble, a lo cual el aristócrata respondió sin titubear con esta estremecedora frase: “Sirve para servir. Para servir a España y para servir al Rey”. Esta cantinela, sin duda aprendida de memorieta, da que pensar, sobre todo cuando en secuencias posteriores del mismo reportaje, podemos ver a las criadas uniformadas que les limpian la plata a estos/as señores/as. La mayor perversión de la monarquía y la nobleza en la actualidad es que, antaño, al menos, quedaba claro que era el pueblo quien estaba al servicio de sus nobles y terratenientes. Ahora, sin embargo, se nos vende que son ellos/as quienes nos sirven a nosotros/as. Nos sirven en esas importantísimas labores diplomáticas y de representación que nadie sabe muy bien por qué son tan importantes y que, curiosamente, podría llevar a cabo cualquiera que no fuera rey. Nos sirven para entretenernos, para llenar páginas y páginas de revistas con sus pamelas, peinetas y uniformes. Nos sirven para conservar intactas las más despreciables tradiciones, para perpetuar los valores más vacíos y mantener el orden establecido.
La labor de “modernización” de la realeza en los últimos tiempos ha ido encaminada a que se extienda esta sensación de que son personas normales que realizan un trabajo. La mayoría ya se pueden casar con quien quieran; algunos/as herederos/as europeos/as llevan a sus hijos/as a colegios públicos; y, en la mayoría de casos, se ha eliminado la discriminación sexista del derecho de sucesión -en el Estado español, en cambio, todos los títulos nobiliarios se transmiten al/la primogénito/a, ya sea hombre o mujer, excepto en el caso de la monarquía, que conserva la preferencia del varón-. Todos estos “avances” contribuyen a aumentar el absurdo, esa sensación de que la nobleza conlleva una carga y hay que ir eliminándola para que puedan hacer mejor ese trabajo que hacen para todos/as nosotros/as. De este modo, la obviedad de sus privilegios queda diluida.
Don Juan Carlos dejó de parecer tan campechano el día que se le descubrió matando elefantes en Botswana con un millonario saudí, mientras sus “súbditos” se ahogaban en recortes y desahucios. Tampoco parece tan campechano Iñaki Urdangarín cuando acude engominado a declarar por sus presuntos delitos de corrupción, ni sus hijos cuando asisten a sus prácticas de vela. Muchos nobles tienen empresas millonarias, trabajan en el mundo de las finanzas, gestionan grandes terrenos para la explotación agrícola y ganadera, etc. Pero con sus actos de caridad, con saltarse de vez en cuando el protocolo y tener un gesto humano, con repetir hasta la saciedad que la intervención del Rey en el 23F nos salvó de vivir bajo una dictadura militar, se consigue que mucha gente valore y defienda su existencia, que celebren el nacimiento de sus herederos/as, -aquellos/as que por el hecho de nacer ya son superiores-, que les envíen regalos y esperen horas bajo la lluvia para poder saludarles, asumiendo que si estamos por debajo ya no es sólo porque lo merezcamos, sino porque existe un cierto orden “natural” que lo dicta así.
Un artículo interesante de leer. Me gusta el toque cívico y que no opte por decir que todo está mal, pero se agradecería que propusiera un nuevo modelo de estado si este no funciona según usted (la solución tampoco sería la república como ha dicho), ¿el comunismo? ¿Un sistema acreditado que no funciona?, ¿la anarquía?¿entonces cual?.
Un saludo.