Ante las revueltas en el mundo árabe –y particularmente durante los 18 días de movilizaciones previos a la caída de Mubarak en Egipto– los Gobiernos occidentales volvieron a hacer gala de su habitual hipocresía, demostrando el alcanze real de su discurso en pro de la democracia y los Derechos Humanos, que tanto gusta sacar a pasear cuando se trata de justificar intervenciones militares en Yugoslavia, Afganistán e Iraq, para citar unicamente los ejemplos más recientes.
Que el interés principal de los países occidentales es en todo momento mantener la estabilidad –es decir, el status quo que garantiza su privilegiada posición– resulta evidente. Aparte de las declaraciones de Benjamin Netanyahu, recordando el rol de aliado regional de Israel que desempeñaba Egipto y pidiendo el apoyo de EEUU al régimen de Hosni Mubarak, causaron cierto revuelo mediático las declaraciones de Silvio Berlusconi del 4 de febrero, en las que expresó que tanto él “como todos los occidentales” confían en que “pueda haber una transición hacia un régimen más democrático sin ruptura, con un presidente como Mubarak, que siempre ha sido considerado como el hombre más sabio y el punto de referencia preciso para todo Oriente Próximo”. El largo silencio del resto de líderes de la “comunidad internacional” no hace más que confirmar su malestar ante las revueltas en una región de vital importancia geoestratégica.
El tratamiento mediático de los acontecimientos también resultó revelador: el acuerdo generalizado de tratar la revuelta egipcia como una revolución democrática orquestada a través de facebook por una clase de jovenes educados/as y occidentalizados/as cuyo afán es vivir un poco más como “nosotros/as” esconde unos trasfondos mucho más complejos. Desde el inicio de las protestas, cuyo pistoletazo de salida fue una concentración en repulsa a la brutal muerte a manos de la policía del joven Khaled Salid, hasta las declaraciones de numerosos grupos de manifestantes que la caída de Mubarak solo debe suponer el principio de un proceso de transformación más radical, los acontecimientos en Egipto no pueden ser entendidos sin tener en cuenta un profundo malestar y una absoluta falta de perspectivas de una amplia parte de la población cuyas causas no serán eliminadas por la mera introducción de un régimen democrático. La persistencia de las huelgas después de la caída del Gobierno, así como las declaraciones de cientos de miles de trabajadores/as que se han negado a acudir al trabajo hasta que no mejoren sus condiciones laborales demuestra que, una vez que la población ha vivido en primera persona el potencial que se esconde en su propia movilización, no se van a contentar con cambios simbólicos, sino que aspiran a transformaciones que mejoren su nivel de vida. “Esto no es el final, esto es solo el comienzo” fue uno de los cánticos más escuchados en las celebraciones populares de la caída de Mubarak el 11 de febrero.
El impacto de las movilizaciones laborales: la experiencia de la autoorganización
Pero incluso la amplitud de la respuesta ante la muerte de Khaled Salid – torturado hasta la muerte por hallarse en posesión de material que demostraba los habituales trapicheos y la corrupción de las fuerzas represivas en Egipto – no puede ser entendida sin tener en cuenta la historia previa de movilizaciones laborales exitosas en los últimos años: huelgas como la de la mayor fábrica textil del país, Hilaturas Misr, que emplea a 24.000 personas en Al-Mahallah al Kubra, en el delta del Nilo, liderada en 2006 por un grupo de trabajadoras, fueron las que despertaron al movimiento obrero egipcio y darían origen en 2008 al Movimiento 6 de Abril, fecha de la convocatoria de la huelga contra la subida del precio de los alimentos. Aquí radica el germen de la auto-organización, aquí se encuentran las experiencias de movilización que posibilitarían, en enero-febrero 2011, una movilización tan amplia, prolongada y radical.
Según Mohammed Fathy, activista laboral en Al-Mahallah, el hecho de no haber sacado las conclusiones precisas de la oleada de pequeñas y no tan pequeñas huelgas que se venían produciendo desde 2006, fue el gran error de Mubarak, que desembocaría en la revolución que acabó con sus 30 años de gobierno autocrático: “Tuvimos suerte de que el régimen, en su arrogancia e indiferencia, no consiguió aprender la lección de las huelgas y protestas de los últimos años. Tuvimos incluso más suerte de que no comprendieran que había quejas económicas, profesionales y laborales reales y profundas. La única respuesta del régimen consistía en más y más seguridad – ningúna concesión política ni económica. No comprendieron el alcance del profundo malestar de los/as trabajadores/as del país”.
Raramente los/as gobernantes parecen más absurdos/as que cuando se enfrentan a una agitación popular. Cuando se quiebran la apatía y el miedo, las personas comunes –amas de casa, estudiantes, trabajadores/as de la sanidad, desempleados/as- se rehacen a sí mismas. Habiendo sido objetos de la historia, se convierten en sus agentes. Juntándose millones, reclamando el espacio público y discutiendo sobre el futuro de su sociedad, descubren en sí mismas capacidades de organización y acción que nunca habían imaginado. Detienen a los/as policías secretas, defienden sus comunidades y sus manifestaciones, organizan la distribución de la comida, el agua y los medicamentos. Excitados por nuevas muestras de solidaridad y fortalecidos al comprender que están haciendo historia, se deshacen de los viejos hábitos de deferencia y pasividad.
Es esto –la autotransformación de los/as oprimidos/as- lo que las élites nunca llegan a captar. Es eso lo que explica el verdadero carácter ilusorio del discurso del presidente egipcio Hosni Mubarak el jueves 10 de febrero, en el que balbuceó mostrando ser ajeno a los hechos de un modo surrealista. Pero mientras el anciano dictador puede quedar excepcionalmente intacto, refleja simplemente las tendencias de su clase. Es una característica general de nuestros/as gobernantes que imaginan que aquellos/as que tienen por debajo son inherentemente estúpidos/as y sumisos. Los/as alimentan con mentiras y promesas vacías y les mandan a los/as antidisturbios cuando se vuelven revoltosos/as. Y la mayoría de las veces se salen con la suya.
Es por eso que las revoluciones populares son inexplicables para ellos/as. Cuando la gente común se deshace de la resignación y la obediencia, cuando toma el control de sus comunidades y reclama las calles, se hace irreconocible para sus gobernantes. Este es el verdadero “fallo de inteligencia” de la clase dominante. Contrariamente a los términos de debate en los círculos de seguridad, no es que se les pasase algún cambio institucional; es más bien que todos sus modelos están basados en la presunción de la pasividad popular.
“Los egipcios comunes tienen reputación de fatalistas”, dijo un antiguo diplomático canadiense en Egipto los primeros días de la revolución, explicando que Egipto no tomaría el camino de Túnez, donde el dictador Ben Ali fue derrocado unas semanas antes. Al hacer esto, el diplomático evidenció no sólo su estupidez, sino también el nivel de incapacidad de las élites para comprender la fuerza del pueblo.
El nacimiento del poder popular
El filósofo Peter Hallward se encuentra entre esos/as pocos/as analistas que han captado lo que ocurrido en Egipto: “Cada paso del camino, el hecho básico del levantamiento se ha hecho más obvio y más explícito: con cada nuevo enfrentamiento, los manifestantes se han dado cuenta de, y han demostrado, que son más fuertes que sus opresores. Cuando se preparan para actuar en cantidad suficiente con suficiente determinación, la gente ha demostrado que no se les puede parar. Una y otra vez, los manifestantes eufóricos se han maravillado con el repentino descubrimiento de su propia fuerza.” Los/as participantes describen repetidamente cómo su miedo se ha evaporado. “Cuando dejamos de tener miedo supimos que podíamos ganar”, dijo Ahmad Mahmoud a un reporter. “Lo que hemos conseguido”, dice otro, “es la revolución en nuestras mentes”. La relevancia de tal revolución en los comportamientos es algo inestimable. Pero esos cambios no ocurren sólo al nivel de la conciencia; están inextricablemente relacionados con una revolución en las relaciones de la vida cotidiana –el camino del nacimiento del poder popular. Y estas nuevas formas de poder popular y democracia radical desde abajo han surgido como pasos necesarios para preservar la Revolución y seguir llevándola hacia delante.
Así pues, cuando fueron atacados/as violentamente, como ocurrió el 2 de febrero, por policías secretos/as y matones del partido en el poder con pistolas, cuchillos, cócteles molotov y demás, los/as insurgentes defendieron el terreno y devolvieron los golpes, manteniendo la Plaz Tahrir en el centro de El Cairo. En el proceso, expandieron su autoorganización de base. Los rebeldes de la Plaza Tahrir crearon prisiones populares para detener a los policías secretos, y clínicas populares para cuidar a los heridos.
En el mismo sentido, el movimiento ha formado fuerzas de Protección del Pueblo, formadas por mujeres y hombres, para proporcionar seguridad a los barrios y a los mercados y asambleas populares. En algunas ciudades, como El Arish, la mayor ciudad de la región norteña del Sinai, la policía oficial y las fuerzas de seguridad se han desvanecido para ser sustituidas por Comités Populares armados, que han mantenido la paz.
Desarrollándose al lado de estas formas de autoorganización popular, hay nuevas prácticas de democracia radical. En la Plaza Tahrir, el centro neurálgico de la Revuelta, la multitud se implica en la toma de decisiones directa, siendo a veces cientos de miles. Organizada en grupos más pequeños, la gente discute y debate, y entonces manda delegados/as elegidos/as para discutir sobre las reivindicaciones del movimiento.. La adopción de cada propuesta se basa en la proporción de reproche o aplausos que recibe de la multitud”.
Cayó Mubarak: ¿Y ahora qué?
Precisamente en la fábrica textil, de Al-Mahallah, símbolo del nacimiento de la revuelta egipcia, los/as trabajadores/as han retomado la huelga el día 16 de febrero, huelga que habían dado por finalizada tras la caída de Mubarak, para reclamar ahora mejores condiciones laborales, aumentos salariales y la destitución de los directores de la empresa. Estas huelgas se producen a pesar de los llamamientos a la “responsabilidad” lanzados por el ejército, cuyos portavoces declararon que el mantenimiento de las movilizaciones laborales tendría efectos “desastrosos” para el país. Pero el malestar de los/as trabajadores/as desaparecerá por un mero cambio de Gobierno: años de acoso policial, políticas antiobreras y pobres condiciones económicas (el sueldo medio en la fábrica de Al-Mahallah es de menos de 100€ al mes, lo que obliga a numerosos/as trabajadores/as a buscarse varios trabajos a la vez) han dejado una huella profunda en los/as trabajadores/as, que ahora se sienten partícipes de su destino y en condiciones de exigir mejoras inmediatas. Entre sus demandas se encuentra la confiscación de la enorme fortuna amasada por Mubarak (se calcula que sus cuentas personales esconden unos 70 mil millones de dólares robados al pueblo egipcio) y su red de clientes/as y su utilización en beneficio de todos/as, así como la reducción del inmenso aparato represivo estatal, sustentado por los/as trabajadores/as.
Pero las revoluciones no consisten sólo en cambiar instituciones. Más profundamente, consisten en que los/as oprimidos/as se rehacen a sí mismos. Las revoluciones son escuelas de profunda autoeducación. Acaban con la sumisión y la resignación, y desatan energías creativas que llevan mucho tiempo reprimidas –inteligencia, solidaridad, invención, autoactividad-. Al hacer esto, tejen de nuevo la fábrica de la vida cotidiana. Los horizontes de la posibilidad se expanden. Lo impensable –que las personas comunes puedan controlar sus vidas- se hace tanto pensable como práctico. Y así es en la Revolución Egipcia. Muchísimos/as trabajadores/as –del transporte, la sanidad, el textil, la educación, la industria pesada, el sector servicios- están despertando y movilizándose, construyendo el poder popular y la autoorganización.
Todo esto elude a los/as jefes/as, burócratas, generales, políticos/as y la gran mayoría de periodistas porque no entienden el corazón de un proceso genuinamente revolucionario: que habiendo subido al escenario de la historia, los oprimidos nunca vuelven a ser los mismos.
Es este error el que explica la frenética ida y venida de gobernantes que se enfrentan a una insurgencia masiva. Una vez hacen concesiones, para al siguiente momento mandar a los matones –todo creyendo que la gente común puede ser devuelta a la sumisión, o sobornada con unas migajas de las mesas de los ricos. Pero cuanto más tiempo hacen esto, más fuerzan al movimiento de masa a ampliar su base y profundizar sus luchas. Y aferrándose al poder frente a una oposición masiva, dan a los estratos más bajos de la sociedad el tiempo y el espacio para entrar en la esfera política. El resultado es que las revoluciones populares abren las puertas a fuertes recrudecimientos de la lucha de la clase obrera.
La mayoría de las huelgas actuales tienen tres objetivos: poner fin a la corrupción entre los directivos de las empresas (es decir: el despido de los directivos y el reembolso de sus salarios), aumentar los salarios mínimos a 255$ e incrementar los derechos de organización sindical en un país en el que los sindicatos tradicionalmente han sido una extensión del aparato estatal. “Si estas demandas no son realizadas pronto, los/as trabajadores/as continuaran con sus acciones hasta que la revolución se traduzca en cambios reales para sus vidas,” declaran los/as trabajadores/as en huelga.
“2011: el año de las revueltas” titula el diario El País en su especial sobre la situación en el mundo arabe. Qué así sea.