“El ‘Todos contra el Frente Nacional’ funcionó”, reza, aliviado, el titular de un importante medio de comunicación español el pasado 14 de diciembre. Efectivamente, después de que el partido liderado por Marine Le Pen ganase la primera vuelta en las elecciones regionales francesas, socialistas y conservadores realizaron un llamamiento a mantener la unidad contra el Frente Nacional (FN) y finalmente la ultraderecha no ha ganado en ninguna región en la segunda vuelta. Eso sí, se ha consolidado como primera fuerza política de Francia, con un 27% de los votos, frente a un 20% de sus rivales.
El éxito del Frente Nacional
En la primera vuelta, el FN venció en seis de las trece regiones en que ahora está dividida Francia. En ellas superó el 30%. En dos, el 40%.
El triunfo del FN se explica en gran parte con el miedo a la inmigración y al terrorismo. Pero no son los únicos ingredientes de este cóctel ideológico que explica su éxito. Y es que en una sociedad dominada por unas élites bipartidistas, Marine Le Pen se presenta como lo opuesto a la clase dominante: la campechana encarnación de la nación, del pueblo. Tras deshacerse de algunos de los elementos más abiertamente racistas de su partido (incluyendo a su padre, Jean Marie Le Pen, al que trató de expulsar tras hacer públicos unos comentarios antisemitas) su discurso xenófobo ha virado hacia lo económico, por impulso del número dos del FN, Florian Philippot, el cual, por cierto, es homosexual. Se presenta como un partido moderno, nacional y que rechaza “lo árabe” (término que abarca tanto al musulmán como al extranjero en general) por considerar que el Islam es incompatible con los valores de Francia. Dejando atrás el antiguo y desfasado racismo burdo, su suavizada xenofobia institucional busca restablecer las fronteras nacionales (proteccionimo económico) y fronteras interiores promoviendo la “preferencia nacional”, es decir, reservando las ayudas sociales exclusivamente a los franceses y acabar con el espacio Schengen. Añora la Gran Francia blanca, previa a la inmigración, a la crisis y a la globalización.
¿Y la oposición? Pues la verdad es que ni los Republicanos de Sarkozy, ni los Socialistas de Hollande distan mucho del FN en sus propuestas en materia de inmigración, como ya ha señalado la prensa francesa. Sarkozy manifestó que Europa debía “dejar de ser tan atractiva” para los/as extranjeros/as porque la inmigración económica, debido a la explosión demográfica prevista en África, amenaza con “ocasionar la deflagración de la sociedad francesa”. Por ello, entre otras propuestas, aporta las de reducir las ayudas sociales en todo el continente para los/as inmigrantes, al menos durante los primeros cinco años de estancia legal, suspender Schengen y crear un nuevo espacio, Schengen II, en el que se armonicen (obviamente a la baja) las prestaciones sociales de los extranjeros. Así se evitaría que un inmigrante legalizado en un país europeo opte por trasladarse a otro, como Francia, “donde hay un muy elevado nivel de protección social”. Por su parte, el primer ministro socialista, Manuel Valls, se ha mostrado favorable a agilizar la expulsión de inmigrantes clandestinas/os y de crear más CIEs en países limítrofes de la UE como Italia, Grecia, Serbia.
Según un estudio de Ipsos, sus votantes son el 43% de la clase obrera, el 36% de los/as empleados/as y el 36% que no acabó el bachiller. Claramente, existe un sentimiento anti-inmigración en la sociedad francesa que se ha visto reflejado en las propuestas de sus políticos/as, que han hecho suyas las recetas del Frente Y si todos proponen las mismas reformas, ¿por qué se convierte en primera fuerza el FN? Porque el sentimiento imperante es que para votar a un “imitador” de Le Pen, mejor votarle a ella, que se lo tomará más en serio.
La exclusión social como marca de la Quinta República Francesa
Resulta curioso ver a todas/os las/os políticos/as que, con nula autocrítica, culpan a los/as extranjeros/as de todos los males que acechan a los/as franceses/as, como si existiera una suerte de conspiración internacional de migrantes que buscara destruirles.
Lo cierto es que el Estado francés tiene una gran responsabilidad de la miseria, el malestar y las tensiones que existen dentro de sus fronteras. Al fin y al cabo, la Quinta República francesa, fundada tras la aprobación de la Constitución de 1958, coincidió con el nacimiento y la proliferación de los banlieues.
Los banlieues son barriadas o zonas residenciales que comenzaron a asentarse en lo que antes eran pueblos o ciudades pequeñas próximas a las capitales en los años 60. En un primer momento se empezó a concentrar en ellas población obrera, compuesta de numerosos/as inmigrantes magrebíes y africanos, así como de gran número de descendientes de inmigrantes europeos y nacionales dado el éxodo rural francés.
Se componen de grupos masivos de edificios de 20 plantas y a veces más de 50 apartamentos por planta, reunidos en zonas llamadas cité. La estructuración urbanística de estas barriadas es a menudo pobre en cuanto a comercios, centros de ocio y se concentran en ellas unas enormes bolsas de pobreza, marginación, fracaso escolar y drogas. Su aspecto visual plasma un contraste social de gran magnitud, y es una de las claves para entender lo que se ha denominado muchas veces “malaise des banlieues” (“enfermedad de los banlieues”). Es la rabia acumulada, tras años de marginación, de paro, en los que las autoridades, lejos de integrar a los habitantes de los banlieues, acentúan la exclusión y responden con palos y encierros a cualquier tipo de rebelión.
Un ejemplo de esta enfermedad lo encontramos el 27 de octubre de 2005, las cités de Seine-Saint-Denis y Clichy-sous-Bois-Montfermeil (una ciudad de 60.000 personas a 15 kilómetros de París, unida al mundo exterior por una única línea de autobús: la 347, que tarda hora y media en llegar al centro) ardieron por incendios provocados por cientos/as de jóvenes (franceses/as de pleno derecho de origen magrebí y subsahariano en su mayoría) después de que tres adolescentes se electrocutaran al esconderse en un transformador cuando trataban de huir de la policía. Las revueltas se extendieron a otras ciudades, y durante semanas ardieron coches y edificios mientras los/as políticos/as ejercían la hipocresía y los analistas glosaban dos realidades: el ascenso del islam y el fracaso del modelo laicista en los guetos franceses.
Pero cuando se apagaron las brasas, los problemas seguían allí. Diez años después, chavales pertenecientes de las mismas periferias siembran el caos y el terror en el país en nombre del Daesh y, de nuevo, los/as políticos/as les culpan a ellos y se olvidan de su responsabilidad. Lejos de intentar solucionar los problemas generados, buscan repetir los mismos errores.
Para aprender más sobre la realidad de los banlieues, recomendamos la película La Haine (www.todoporhacer.org/el-odio-la-haine) y los libros ¿Chusma? (www.pepitas.net/libro/chusma) y La Cólera del Suburbio (www.editorialklinamen.net/wp-content/uploads/2012/10/klinamen_Colera_del_suburvio.pdf) |