Tras ver hace unos días la última película de Ken Loach, Yo, Daniel Blake, tuvimos claro que debíamos recomendarla y reseñarla en nuestra publicación. Como muchas de sus películas, se encuentra ambientada en un barrio de clase obrera de una ciudad inglesa. Este es el punto de encuentro entre Daniel, un carpintero de 59 años con un problema cardíaco que para su médico le impide trabajar pero que para la administración no es suficiente para cobrar ayudas sociales, y Katie, joven madre soltera que se ve obligada a desplazarse a una ciudad en la que no tiene vínculos sociales porque es el único lugar donde le han concedido vivienda pública.
Daniel, atrapado en la maraña burocrática que le impide cobrar tanto una pensión por invalidez como el subsidio por desempleo, y Katie, intentando desesperadamente hacerse un hueco en el mundo laboral y cuidar sola de sus dos hijos al mismo tiempo, intentan sobrellevar su situación apoyándose mutuamente.
La película muestra entretanto los entresijos de un sistema de ayudas sociales que, al contrario de la que es su supuesta función, actúa como una herramienta más para abrumar a quienes menos tienen y culpabilizarles de su situación, poniendo en marcha toda una serie de medidas burocráticas que llegan al absurdo y que se justificarían por el control del supuesto fraude generalizado a la seguridad social.
No hay que irse hasta Reino Unido para verlo. Recordamos cómo, de acuerdo con las informaciones difundidas por la vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáinz de Santamaría, en octubre de 2013, 520.000 personas obtuvieron fraudulentamente la prestación por desempleo entre abril de 2012 y esa fecha. Una cifra brutal, tanto que ese mismo día, tuvo que rectificar para matizar que sólo 60.000 personas habían sido sancionadas por ese motivo y que el resto de los casos eran errores administrativos o leves sanciones por olvidos, falta de documentación, etc.
En ese momento, existían seis millones largos de desempleados/as, de los/as que sólo la mitad estaban percibiendo algún tipo de prestación por desempleo. Por tanto, sólo se había detectado fraude en el 2% de los expedientes de concesión por desempleo.
Nos recuerda demasiado a las declaraciones de David Cameron, Primer Ministro británico, recogidas en el libro de Owen Jones, Chavs: la demonización de la clase obrera, editado por Capitán Swing “El primer ministro prometió una campaña contra «el fraude y el error» en la asistencia social, y afirmó que costaban al contribuyente 5,2 billones de libras. Pero había combinado astutamente el coste del fraude cometido por los beneficiarios de prestaciones (solo un billón de libras al año) con el de los errores de los funcionarios (que ascendía a la suma mucho más considerable de 4,2 billones de libras anuales). De este modo se aseguraba de que una cifra mucho mayor apareciera en los titulares asociada al fraude en las prestaciones y quedara grabada en la imaginación popular.”
Aún hoy, tres años después de que se difundiera (y desmintiera) esa información, es fácil encontrar esa cifra de fraude en cualquier noticia relacionada con el paro. Como decía el texto de Jones, se ha conseguido que se asocie al parado con un defraudador en potencia, tal y como decía Juan Rossel, presidente de la patronal (“Los parados encuentran empleo milagrosamente justo antes de agotar la prestación”). Así se justifica que cada reforma laboral incluya un capítulo dedicado a recortar las prestaciones de desempleo y que la única función real de las oficinas de empleo sea, lejos de dar formación y buscar un trabajo, la de controlar un supuesto fraude mediante citas de un día para otro y cursos.
Entrevista a Ken Loach
Para reflexionar sobre lo que hay detrás de todo esto, terminamos con un extracto de la entrevista al director Ken Loach en el medio www.elperiodico.com:
¿Cómo explicaría la evolución que ha experimentado la sociedad desde que empezó a contarlas?
En pocas palabras, después de 1945 en casi toda Europa se extendió un sentido de deber social y solidaridad. Mi país en concreto había sido devastado por las bombas, y la gente entendía que la unidad era vital para combatir el fascismo. Pero en 1980 llegó Margaret Thatcher y dijo que hay que cuidar de uno mismo e ignorar al vecino; que la competición es más importante que la colaboración. Y destruyó el Estado del Bienestar, forzando con ello a millones de ciudadanos a vivir en la pobreza. Y desde entonces la idea del bien común se ha ido destruyendo gradualmente.
Mucha gente, en todo caso, tiene un sentido del deber social.
La gente sí, los políticos no. Lo que reflejo en ‘Yo, Daniel Blake’ es algo que está pasando en toda Europa. Gran Bretaña es el país que aplica los preceptos del neoliberalismo de forma más agresiva, desde que Thatcher puso en marcha la privatización de la industria y los servicios públicos; pero hoy en día es la Unión Europea en su conjunto quien está impulsando resoluciones que favorecen a las grandes corporaciones.
Tal y como la retrata ‘Yo, Daniel Blake’, es como si la Seguridad Social británica tratara de impedir que los ciudadanos se beneficien de las prestaciones sociales.
Piense usted que el sistema del bienestar en mi país surgió en un momento en el que el capitalismo iba viento en popa. Había mucho trabajo de reconstrucción que hacer y, por tanto, trabajo para todos. Pero con el tiempo creció el desempleo, y la mano de obra se fue abaratando, porque si tú no aceptabas un trabajo lo aceptaría tu vecino. La brecha entre el sistema y el individuo se ha ido abriendo cada vez más. Y sí, el procedimiento de solicitud de prestaciones sociales está tan burocratizado que la gente que recurre a él queda atrapada en el papeleo y acaba tirando la toalla.
¿Es una estrategia administrativa para ahorrar dinero?
Sí, pero también es una cuestión ideológica. Para que el proyecto neoliberal avance, para que las grandes corporaciones sigan ganando poder económico y político, los trabajadores tienen que ser frágiles y así aceptarán sueldos bajos y trabajos basura. Y para que el trabajador siga siendo frágil hay que hacerle creer que la culpa de lo que le pasa es suya. Las penurias de la gente son usadas como arma coercitiva.
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No hace falta ir al cine para ver ejemplos de apoyo mutuo como el de Daniel y Katie. En el madrileño barrio de Hortaleza, impulsada desde la OFIAM (Oficina de Apoyo Mutuo de Manoteras), ha surgido la iniciativa “¿qué nos quitan la renta mínima? Pues nos inventamos la renta vecinal”, una campaña para recaudar fondos entre vecinos/as y solidarios/as para lograr una renta mínima para Esther, vecina del barrio condenada a cuatro meses de prisión por robos de ropa en grandes almacenes, y a la que se le ha terminado el subsidio mínimo. Para que sus tres hijas cubran sus necesidades básicas mientras su madre está presa, recuperar el apoyo mutuo entre vecinas/os como se hacía con las cajas de resistencia entre obreras/os. El no de cuenta para colaborar con la campaña es: ES22 1491 0001 2321 4005 8328. Puedes encontrar más información en: OFIAM (ahora: Sindicato del Barrio de Hortaleza)