Se termina el verano y vuelven las lluvias. En el ámbito laboral, además de la desidia de volver al trabajo después de las vacaciones, este final de la estación nos deja un conflicto que ha destacado por encima del resto, el de los/as trabajadores/as encargados/as de los controles de seguridad del aeropuerto barcelonés del Prat con la empresa Eulen. Nos encontramos ante un conflicto que se ha enquistado. Todo comenzó con unas reclamaciones a nivel de salarios y condiciones de trabajo en un sector totalmente imbuido en las subcontrataciones y lo que ello significa a nivel de precariedad laboral (no hay que olvidar que la actual adjudicación a Eulen proviene una anterior subrogación de Prosegur). Ante la falta de acercamiento por parte de la empresa, la situación derivó en una huelga indefinida de los/as trabajadores/as. Finalmente, tras la entrada en escena, con escaso éxito, de la Generalitat, fue el gobierno central el que decidió que era su turno para mover ficha. Y de su mano llegó la Guardia Civil a cubrir las necesidades de la empresa, unos servicios mínimos del 90% y, finalmente, un laudo de obligatorio cumplimiento. La cronología de los hechos entendemos que es por todos/as sabida, más o menos (y el final aún incierto), de modo que no entraremos en más detalles sobre estas cuestiones.
Nuestra intención es, más que nada, tratar de dar unas pinceladas sobre ciertos aspectos que se desprenden de este conflicto y que nos parecen muy peligrosos. El primero sería el uso de la Guardia Civil para influir en un conflicto laboral. El gobierno ha usado las palabras mágicas, “riesgo para la seguridad”, y en base a eso, intenta reventar una huelga a través del uso de funcionarios/as públicos/as. ¿Esquirolaje de Estado? Suena a cachondeo, pero no lo es. Según el ministro de Fomento, su acción no chocaría con el derecho a la huelga de los/as trabajadores/as de Eulen, pero en la práctica, los/as guardias civiles han estado ejerciendo funciones que no eran suyas, así como presionando y acosando a los servicios mínimos en su trabajo, tal y como denuncia el comité de empresa. Se ha aludido al riesgo terrorista, pero lo que la huelga estaba provocando eran colas más largas, sin más, más si cabe cuando parte de los/as trabajadores/as estaban practicando registros más largos en una suerte de huelga de celo.
Es cierto que varias voces dentro de la Guardia Civil han salido criticando esta situación, hablando de sus propias condiciones laborales y de la negligencia que supone la gestión privada de “servicios clave”, pero su obediencia debida les lleva a seguir cumpliendo con su cometido. De modo que poco queda por decir, esquiroles han sido y esquiroles serán siempre que se lo pidan. Las buenas palabras no sirven de nada si no van acompañadas de actos.
Otro aspecto a tener en cuenta en este conflicto es la responsabilidad que en sus causas tiene la administración pública, pues no olvidemos que nos encontramos ante un servicio externalizado. Un modelo de gestión privada en clara expansión en la economía patria. Se adjudican concesiones al mejor postor, en base como no, a quien ofrece los mismos servicios a coste cada vez menor. Se premia el recorte, lo “lowcost”. Y esto se une a las consecuencias de la última reforma laboral, que otorga prioridad a los convenios de empresa sobre los convenios sectoriales. No hay que investigar mucho para ver qué tipo de condiciones laborales representa Eulen, precariedad con mayúsculas. Sus beneficios crecen sin parar, sin irnos más lejos, un 65% el año pasado. Todo ello gracias al aumento sin límites de la plusvalía que obtiene de sus trabajadores/as. La crisis pasa y nos deja un reguero de sueldos cada vez más bajos y beneficios empresariales cada vez más altos. Pero eso es lo de menos para los/as que mandan. Luego nos hablaran de un servicio muy delicado, de la seguridad de todos/as, pero la realidad es que ese servicio “tan clave” se ha gestionado en base a la contabilidad de las ganancias (como el resto, claro). De modo que luego no deberíamos extrañarnos de que los/as trabajadores/as de esas contratas, con condiciones cada vez más complicadas, vayan a la huelga.
Pero la acción del gobierno no se ha limitado a ejercer el esquirolaje a través de sus propios/as funcionarios/as, sino que también se ha impuesto un arbitraje obligatorio para este caso, lo que viene a significar que se ha convenido a ambas partes (empresario/a y trabajadores/as) a elegir un/a árbitro “imparcial” que trate de acercar posturas y tome una decisión en torno al conflicto. En el supuesto de que no seacordará un/a árbitro de mutuo acuerdo, el gobierno elegiría a uno/a. Sin más. Y la decisión final de este laudo es de obligatorio cumplimiento para todos/as. De este modo, se corta por lo sano una huelga, con la excusa de los problemas derivados de “la duración o consecuencias de una huelga, por la posición de las partes o las trascendencias para la economía nacional” (según marca un decreto preconstitucional de 1977 que fue modificado por una sentencia del Tribunal Constitucional en 1981). El gobierno tiene, pues, la última palabra, y no hay que ser muy listo para saber del lado de quién se sitúa.
Pero más allá de este caso concreto, conviene preguntarse por los límites de este tipo de actuaciones, pues son muy difusos. ¿Cuándo una huelga pasa a tener trascendencia sobre la economía nacional? ¿Cuándo sus consecuencias o duración son excesivas? ¿Parar el Metro de Madrid afecta en demasía al discurrir normal de nuestra urbe? ¿En un país en el que el sector turístico representa más de un 10% del PIB nacional, una escalada en los conflictos de este sector ultra precario supondría un ataque a la economía nacional? Son preguntas sin respuesta, al menos por ahora, pero el problema es quiénes las darán cuando llegue el momento. No seremos los/as trabajadores/as, serán los/as de arriba. Así que ya sabemos por dónde irán los tiros. Tal vez, de aquí a un tiempo, nos toque ver a la Guardia Civil conduciendo vagones por los túneles de nuestra ciudad o limpiando las habitaciones de grandes hoteles.