En el artículo anterior de la serie de temática carcelaria se explicó que la cárcel había surgido principalmente como un instrumento de encierro de los pobres redundantes y más o menos desligada de la lucha contra la delincuencia (autores como Foucault sostienen precisamente que la cárcel desempeña un papel fundamental en la emergencia de “la delincuencia” como algo distinto a la suma de delitos). No obstante, una institución puede sobrevivir a sus funciones originales, y renovarse. Es decir, una vez inventada la cárcel –por X motivos- se le añaden funciones o se transforman. Así parece que pasó: las cárceles se crearon para encerrar a los pobres y, una vez en marcha, se pensó que podía ser útil en la prevención de la delincuencia.
[Es un buen momento para recordar que no podemos extendernos mucho aquí, por la naturaleza del foro, y que necesariamente hay que simplificar cuestiones complejas y que admiten matices]
Esta prevención de la delincuencia se viene entendiendo que puede hacerse de dos formas, llamadas general y especial. Dicho de otra manera, todos a la vez o uno por uno. Se entiende que la existencia de la cárcel nos achanta, y que por no ir ahí no delinquiremos. Se entiende que la estancia en la cárcel nos trasforma, y que por haber estado ahí no delinquiremos. Para que lo primero sea efectivo, la cárcel tiene que ser terrible y dar miedo. Para que lo segundo sea efectivo, la cárcel tiene que ser amable y dar herramientas. Parece complicado hacer las dos cosas a la vez, y aun así se le exige que haga las dos.
No es mi intención entrar aquí en la efectividad de la cárcel para dichas misiones (los estudios, en general, muestra que es baja en ambas –ni previenen mucho ni rehabilita mucho). Lo que me interesa señalar es que la cárcel se trata de una institución con más de una función y que, al ser algunas de ellas incompatibles, genera contradicciones y tensiones en su funcionamiento –así como en su comprensión-.
Lo primero, lo que aprendemos primero: si haces algo malo, irás a la cárcel. Esta idea de la cárcel como castigo, como retribución, por un acto malo, es fundamental. Lo es, entre otras cosas, porque en ella ya se ven las primeras ambivalencias e imprecisiones en una política pública que debería de ser precisa en los objetivos que busca. Como se ha dicho, se busca que la existencia de este castigo disuada a la gente para que no delinca. Aun cuando se ha demostrado que, en gran medida, apenas tiene un efecto preventivo en la mayoría de la delincuencia –que es leve y no planificada-, se recurre a la idea de puro castigo, de venganza, de expiación. Sin más, se pasa de pedirle un objetivo racional a pedirle que satisfaga una inquietud emocional –el sentimiento de injusticia, de que eso “no puede ser”, de que el que la hace, la tiene que pagar-. Por otro lado, los políticos hacen de la cárcel un sitio opaco, sin control público ni apenas publicación de datos. Así cuesta un poco ver cómo va a dar miedo la cárcel. A tal punto llega el desconocimiento que es habitual escuchar que en la cárcel se está como en un hotel –curioso que ninguna de estas personas se vayan en verano a la cárcel, con su comida gratis y su piscina para 1000 personas dos horas al día, dos días a la semana, 3 meses al año).
Por otro lado, y aquí se ve claramente con la gente condenada por delitos sexuales, se acepta que, aunque no se vaya a rehabilitar –cosa que los datos ponen en duda-, así por lo menos no delinque mientras está en la cárcel. Se trataría, pues, de incapacitar a esa persona para que sea un peligro para la sociedad (¿un ladrón es un peligro para la sociedad o para los que tienen propiedades?). Esta función parece efectiva, aunque no importe si esa persona sigue delinquiendo dentro de la cárcel. Esta cuestión es fundamental a la hora de esforzarse porque no haya fugas en las prisiones.
No obstante, junto a estas tareas, a la cárcel se le añadió la de rehabilitar. Se trata de hacer de la cárcel algo útil, y ya que va a tener a gente encerrada durante años, aprovechar el tiempo y darle a los presos oportunidades que tal vez fuera no tuvieron: educación, formación profesional, apoyo psicológico y legal, etc. La idea no es premiar a los delincuentes, sino evitar que vuelvan a delinquir. Se busca así evitar la reincidencia y proporcionar un castigo más “humano” (yo aún no sé qué significa esto, pero orienta muchas de las medidas concretas que se adoptan).
En el día a día de las cárceles, esto se ve en la división del personal entre prevención y tratamiento. A unos les importa que los presos no se escapen y cumplan el reglamento. A los otros que el preso pueda mejorar sus capacidades personales y sociales. Por hacerse una idea, en España en torno al 70% del personal se dedica a tareas de vigilancia, y el 15% a actividades de tratamiento. Se hacen las tres cosas, pero parece que hay prioridades entre las distintas funciones.
Un caso claro de cómo están presentes estas tres lógicas es el de la cadena perpetua. La cadena perpetua no tiene mayor efecto preventivo que una pena de 20 años, pero sí un efecto incapacitador mayor: “que no vuelva a salir en su puta vida” es una frase que todos hemos oído refiriéndose a un delincuente, y connota dos cosas ya señaladas: una parte emotiva que busca castigo como forma de venganza, y otra en la que se asume que así, por lo menos, no va a seguir poniéndonos al resto en peligro. No obstante, se elimina la capacidad de rehabilitación (o, incluso, de salir a la calle aunque se esté rehabilitado). Cuando en un país, como España, la rehabilitación es un mandato constitucional (“principio inspirador”, una vez que el Tribunal Constitucional corrige lo que los españoles votaron en referéndum…), se pone en duda la legalidad de este tipo de pena. Otro tema es cómo consigue ponerse en duda algo sobre lo que cabe poca duda.
En fin, sin hacer un comentario mínimamente justo sobre el caso actual en España (basta con buscar en Google y se encontrarán multitud de opiniones más informadas que la mía), la cadena perpetua en España ya existía de facto (penas máximas de 40 años, con una edad media de ingreso en prisión de 25-30 años). De hecho, se da la circunstancia por la que personas ya condenadas a delitos graves puede que pidan esta “cadena perpetua revisable”, pues así, por lo menos, a los 25 años alguien revisará su caso, mientras que actualmente hasta los 35 años no tienen acceso ni a un permiso de fin de semana. Además, los políticos reforman el Código penal más de una vez al año de media, por lo que cuesta imaginar la vigencia –o si quiera la forma- que éste tendrá dentro de 25 años. Es una medida que difícilmente se le podrá aplicar a alguien, pero con mucha importancia simbólica (“vamos a manteneros a salvo de esos peligros sobre los que, realmente, no podemos hacer nada, porque somos 45 millones de personas y no podemos controlar a todos los individuos”).
[Por supuesto, la rehabilitación es muy criticable, como lo es la incapacitación, pero no hay sitio aquí para discutirlos merecidamente]
A pesar del revuelto de ideas, debería quedar claro que la cárcel cumple varias funciones a la vez, y que son incompatibles entre ellas, por lo cual no cumple ninguna de ellas satisfactoriamente. Cabe preguntarse, entonces, cómo es que ha tenido tanto éxito, cómo es que se ha extendido por casi todo el mundo, y cómo es que ha desplazado a otro tipo de sanciones penales.
En la próxima entrada, en vez de señalar las funciones declaradas de la cárcel, tal y como aparecen en la filosofía de las penas, o en los manuales de Derecho, explicaré otro tipo de funciones que cumple (no declaradas, no previstas) pero igual o más importantes que estas tres para entender esta institución.
Artículo de Ignacio González Sánchez, publicado originalmente en 2015 en: http://thesocialsciencepost.com/es/2015/04/funciones-de-la-carcel-i/
Pingback: Funciones de la cárcel (II) - Todo Por Hacer