Lesbos. 11 de abril. 12 personas (hombres, mujeres, niños y un bebé) son asaltadas, retenidas, cacheadas e introducidas en una camioneta sin matrícula por personas encapuchadas, sin ningún distintivo, que no se identifican en ningún momento. Les cachean de forma violenta. Les roban sus pertenencias, su dinero y sus teléfonos móviles. A las mujeres les arrancan el hijab. Estas personas son introducidas en la furgoneta y conducidas a un pequeño muelle donde se les obliga a subir a una lancha. La lancha se dirige a un barco de la Guardia Costera griega, en el cual son embarcados. El barco navega mar adentro hasta que se detiene. Despliegan una balsa inflable de emergencia. Las personas son obligadas a subir a ella y son dejadas a la deriva. Sin nada. Finalmente, son recogidos por la guardia costera turca y desembarcados en el puerto de Dikili, a unos 40 km de donde fueron detenidos inicialmente.
Todo esto ha sido publicado por The New York Times a partir de las grabaciones de un activista. Aunque dicha práctica había sido denunciada de forma reiterada por las propias personas migrantes y refugiadas, hasta ahora no había sido documentada tan explícitamente, aún así, a pesar de transgredir de forma incontestable su propia legislación internacional y europea, las autoridades europeas se han limitado a expresar preocupación por lo acontecido, mientras, el gobierno griego, revalidado en las últimas y recientes elecciones, se ha reiterado en su política migratoria.
A principios de año, en El País, se recogía otra actuación similar. En la noche del 20 de octubre de 2020, hombres encapuchados asaltaron un pequeño barco pesquero cerca de la isla de Creta. En el barco había 190 personas, entre ellas, más de 20 niños, de diferentes procedencias (Irak, Afganistán, Siria y Somalia), cuya intención era solicitar asilo en la Unión Europea. Los asaltantes golpearon a parte de las personas que allí se encontraban y les obligaron a subir a balsas inflables.
Las devoluciones en el mar por parte de las autoridades griegas son una práctica habitual de los últimos años que pone en grave peligro la vida de las personas migrantes y refugiadas. En 2020, según cifras ofrecidas por las autoridades turcas, Grecia transportó de manera ilegal a 8.913 personas a la frontera marina, en algunos casos simplemente empujando las embarcaciones, en otros dejando a las migrantes a la deriva en las balsas inflables. La mayoría de estas personas eran afganas, sirias y somalíes. En el 2022, según datos del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), 325 personas murieron o desaparecieron en el Mediterráneo Oriental.
Pero, a pesar de que dicha práctica se encuentre ampliamente documentada, que no puede ser negada por el Estado griego y por la UE, los mecanismos de control internos y europeos no han intervenido para poner fin a ello, evidenciando aún más, si cabe, que dichas prácticas no son hechos aislados, desviaciones de la norma, sino una dinámica inserta dentro de la lógica del control migratorio europeo.
Por otro lado, para las personas que consiguen llegar a territorio griego, el presente no es tampoco nada esperanzador. En El Salto, en el artículo titulado “Samos: el modelo penitenciario de la acogida europea”, de Irene Redondo, se analizan los centros de acceso cerrado en las islas griegas destinados a las personas desplazadas, centrando el foco en el campo de Samos, que lleva más de dos años en funcionamiento y aloja actualmente a más de 900 residentes.
Este campo, que se asemeja más a un centro penitenciario que a un recurso de acogida, cuenta con un amplio despliegue policial y de seguridad privada, verjas con alambre de espino, cámaras, un elevado número de restricciones, etc., para asegurar el control, vigilancia y aislamiento de sus residentes. Los testimonios recogidos acreditan la situación que se vive en su interior: “Cada día registras la huella dactilar al menos cuatro veces, si no lo haces, te llaman por microfonía o te la toman en la habitación para asegurarse de que estás dentro” […] “Cuando llegué al campo tardaron 25 días en facilitarme la tarjeta de identificación y no podía salir, es decir, estuve 25 días detenida sin haber cometido ningún delito” […] “Hay toque de queda a las 9 de la noche, si llegas un minuto tarde, porque por ejemplo se ha alargado tu cita con el abogado, te dejan durmiendo en la puerta, aunque sea invierno” […] “Hay cámaras por todos lados, sentir que hay alguien mirándote en todo momento es aterrador, nunca descansas de la mirada ajena” […] “La privacidad en el campo es un gran problema, comparto contenedor con un hombre que no conozco. No hay llaves ni forma alguna de cerrar la puerta. A la hora de cambiarme de ropa o de dormir paso mucho miedo, cualquier persona, incluso la policía, puede entrar en todo momento”.
Los valores de los que hace bandera la UE son solo una fachada que esconde un entramado de violencias y abusos de todo tipo hacia las personas migrantes y refugiadas.