El Cambio Climático no espera a las Leyes

Han pasado 49 años desde que el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets, una de las instituciones técnicas de mayor prestigio mundial) a petición del Club de Roma señalara la existencia de unos límites físicos al crecimiento continuo. Crecimiento entendido como aumento del PIB, del consumo de recursos y de bienes. Y ya son 24 años desde la aprobación del protocolo de Kioto, primer gran acuerdo internacional para la reducción de Gases de Efecto Invernadero (GEI). Después de todo este tiempo, por fin, en España hay una Ley de Cambio Climático (LCC). Pero como no podía ser de otra forma, llega tarde y mal.

Sabemos que uno de los grandes retos inmediatos de la humanidad es la crisis ecológica, que es la suma de diversos indicadores que nos muestran un futuro incierto. El Cambio Climático es una parte de esta crisis, y quizás la que más atención mediática esté teniendo. Y es normal, si bien apreciar la crisis derivada de la pérdida de biodiversidad nos es más complicada de percibir en nuestro día a día, el Cambio Climático es algo que ya llegó para quedarse. Veranos más largos e intensos, aumento de fenómenos climatológicos extremos o el deshielo de los grandes glaciares son hechos que hoy percibimos sin ningún tipo de duda. Frente a esta situación ninguna ley es suficiente, puesto que ninguna ley es capaz de frenar la inercia de 200 años de capitalismo industrial. Pero habrá leyes, acuerdos y normas mejores o peores. En el caso de la nueva Ley de Cambio Climático el mayor problema es que sería una gran ley de haber sido escrita en 1995.

¿Qué dice la Ley?

El Acuerdo de París de 2016 establece, en base a criterios científicos, una reducción de los GEI del 7’6% anual. Este ritmo llevaría a España a una reducción del 55% (respecto de las emisiones de 1990, que es el año de referencia) para 2030. Pues la nueva LCC fija una reducción del 23% para ese mismo año. Este sería el dato más negativo e importante, puesto que de ese objetivo de reducción derivarán todas las acciones posteriores. El otro aspecto negativo es la poca concreción y el dejar muchos asuntos en manos de Autonomías o Ayuntamientos, lo que deja en el aire elementos que deberían ser vinculantes y explícitos.

Pero como no podía ser de otra forma, la ley también incluye aspectos que van a ser positivos. Se pone fin a las concesiones para la explotación de nuevos yacimientos de hidrocarburos, acabando con el fracking. No habrá minas de uranio a cielo abierto, como la que se estaba proyectando en Salamanca. Se refuerzan los recursos destinados a la rehabilitación energética de edificios. Se incluirá en el currículum académico la educación ambiental de forma transversal.

En cuanto a producción energética, se espera para 2023 un 42% de consumo de origen renovable, hoy es el 20%, hasta llegar al 100% en 2050. El despliegue de las energías renovables tendrá que atender a criterios de ordenación territorial y conservación del patrimonio cultural, esto viene después de varios conflictos abiertos en zonas más rurales donde la instalación de molinos eólicos entra en conflicto con las formas de vida locales o la destrucción de parajes naturales.

Respecto a la movilidad y el automóvil, los municipios de más de 50000 habitantes deberán tener zonas de bajas emisiones, al estilo de Madrid Central. A partir de 2040 no se venderán turismos que emitan CO2.

Las grandes empresas tendrán que elaborar anualmente informes sobre los riesgos medioambientales derivados de su actividad y la transición hacia una economía sostenible.

Como vemos la ley no supone un gran cambio de paradigma. En realidad, los deseos húmedos de las élites es continuar como si todo siguiera igual pero cambiando el motor de combustión por uno eléctrico. No hay un freno al crecimiento ilimitado. No hay una expropiación o regulación a fondo del oligopolio eléctrico. Es una ley que se ajusta al modelo capitalista de producción y que de ninguna manera carga contra los fundamentos de la crisis climática.

Fondos Europeos, “busines as usual”

A la par que se aprueba la LCC se produce todo el debate entorno a los Fondos Europeos para la Recuperación, conocidos como Next Generation. No son hechos aislados y debemos entenderlos como un auténtico plan estratégico de las élites a décadas vista. Estos fondos surgen por la crisis de la Covid19, una especie de Plan Marshall tras la destrucción producida por la segunda guerra mundial, que pretenden realizar una transformación de la economía tomando como base la digitalización y la sostenibilidad ambiental.

Lo que en un principio parecían unos fondos solidarios en los que los distintos Estados de la Unión Europea se juntaban para reactivar la actividad y dotar de medios para salir de la crisis, vuelve a ser el enésimo mecanismo de generación de deuda y transferencia de fondos públicos a entidades privadas que se encargarán de gestionar auténticas millonadas que determinarán nuestra economía para las siguientes décadas.

Negacionismo de nuevo tipo

Si bien ya son una diminuta minoría quienes niegan el Cambio Climático y hablan del “camelo climático”, el mayor peligro frente a la emergencia climática son quienes promueven una esperanza en que la digitalización y las nuevas tecnologías nos permitirán hacer frente de mejor forma a la crisis ecológica. Esta forma de plantear soluciones es un nuevo negacionismo que se viste de defensor del planeta, pero que trata de reutilizar viejas fórmulas cuyo fracaso está ya anticipado. Esperar a que un nuevo descubrimiento tecnológico en la próxima década nos va a salvar de 200 años de destrucción salvaje de nuestro planeta no parece muy sensato. Más aun cuando todos los indicadores científicos hablan de que el origen de este desastre reside en nuestro consumo voraz de recursos naturales. Mientras se invierten ingentes cantidades de dinero en tecnologías completamente innecesarias, la destrucción del planeta continúa y nuestras formas de vida se ven cada vez más deterioradas.

No existe una solución mágica a este problema. Pero desde luego sí que existen marcos de pensamiento y acción más capaces de hacerle frente. Continuar como si nada pasara, invertir en acelerar la destrucción medioambiental, automatizar procesos que requieren de combustibles fósiles o dejar la gestión política en manos de las grandes empresas contaminantes no parece un marco ganador para la humanidad. Reducir el consumo energético, relocalizar la producción, producir lo necesario, invertir en eficiencia energética o hacer un uso de la tecnología adecuado a nuestras necesidades básicas parece bastante más sensato. Una pena que a nadie de los que están al mando les interese.

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