El pasado 12 de julio se aprobó la largamente esperada reforma energética, una nueva legislación que llevaba anunciándose por el Ministerio de Industria, Energía y Turismo prácticamente desde el comienzo de la legislatura, hace algo más de año y medio. El resultado final han sido siete reales decretos, cuatro órdenes ministeriales, una resolución y un proyecto de ley, y una RD-ley; lo que se suma a la ya de por sí compleja legislación nacional y europea que regula la producción, distribución y consumo energético en sus distintos ámbitos. Como es de suponer, no vamos a realizar un análisis en profundidad de esta nueva modificación legislativa, pero sí que entendemos que este puede ser un buen momento para empezar a hablar sobre algo tan central en nuestra actual forma de vida como es la energía, tanto desde el punto de vista de su producción como de su consumo, dos caras de la misma moneda.
Lo cierto es, que dentro de todo este conglomerado de reformas legislativas, son las que afectan al sector eléctrico en concreto las que más importancia y relevancia pública han tenido. Antes de explicar los nuevos cambios en esta materia, es importante aportar unas pequeñas pinceladas de la configuración actual de este sector. El actual panorama eléctrico se deriva de la desregularización que se acometió en 1997, durante el gobierno Aznar; una serie de leyes que nos introdujeron de lleno en el libre mercado y que en nuestro caso generaron un oligopolio en el que cinco grandes multinacionales se reparten casi la totalidad de la producción y distribución eléctrica (Iberdrola, Endesa, Gas Natural Fenosa, E.ON y EDP). Estas cinco empresas se organizan en la patronal UNESA, que se erige en un importante grupo de presión de cara a perpetuar su preponderancia dentro de la economía española.
Este es, a grandes rasgos, el contexto con el que nos encontramos, lo que hace que no nos sorprendamos cuando, tanto esta última reforma como el resto de modificaciones legislativas que han sucedido en este último año y medio, tiendan a reforzar las necesidades de este oligopolio. Esto es, ante un sector claramente centrado en la producción energética a base de combustibles fósiles, esta nueva ley no pone en marcha ningún plan serio de reducción de las emisiones de CO2, mientras que sí que finaliza con el régimen especial de las renovables y termina de forma retroactiva con las primas a las mismas. Ante una patronal que controla tanto la producción como la distribución eléctrica, se penaliza la autoproducción (a través de las enormes trabas que se ponen a la venta a la red eléctrica de esta energía generada) y el autoconsumo (con el peaje de respaldo, impuesto que se aplicará a toda instalación de autoabastecimiento eléctrico, como puedan ser unas placas solares, por el mero hecho de usar el Sol como fuente primaria de energía). Frente a las necesidades de ahorro energético, nos encontramos con una modificación en la factura de la luz que recibiremos los consumidores, en la que aumentarán los costes fijos (aquellos derivados de mantenimiento, distribución…) frente a una bajada relativa de los variables (aquellos derivados del consumo de cada usuario). De esta forma, se auspicia a los grandes consumidores, empresas e industria, frente al pequeño consumidor doméstico.
Hay vida más allá de la reforma…
Pero más allá de las críticas que podamos tener hacia esta nueva reforma del sector energético, no creemos que quedarnos sólo ahí nos ayude a superar el problema. Habría que ir un poco más allá, es decir, plantearnos qué papel creemos que debería tener la producción y el consumo energético en nuestras sociedades, y qué nuevas formas podría adoptar. Desde muchos ámbitos se clama por el paso a un sistema totalmente renovable, en el que las actuales formas productivas sean sustituidas por energía renovable. Ante esto, primero, ¿es eso posible?, ¿podemos realmente asumir nuestro actual ritmo de consumo, más el que está por venir, más el que querrán ir teniendo en países que actualmente no lo tienen? Y más aún, ¿tiene sentido seguir por esa senda desarrollista sin pararse a pensar hacia dónde se dirige?
Por otro lado, las formas productivas del capitalismo llevan a que la energía renovable se entienda en los mismos parámetros de las actuales energías convencionales. Se acaba por optar por grandes mega-producciones en manos de multinacionales, donde se generan agresivos impactos ambientales (véase el caso de la destrucción que acompaña a los grandes parques eólicos), se mueven millones de euros en inversiones, se requieren de altos niveles de distribución y se acaba por generar un sistema con grandes pérdidas energéticas.
Siguiendo en esta línea, muchas veces se habla de producción local, pero al final nos encontramos ante la necesidad de importar baterías o componentes electrónicos del otro lado del planeta. Y así un constante suma y sigue. Al final la pregunta que te asalta es si tiene cabida esta nueva forma de entender el papel de la energía en la sociedad dentro del capitalismo. Si la solución pasa por más de lo mismo, pero con un nuevo color verde, apaga y vámonos. Pues el mercado es muy capaz de amoldarse a aquellos clientes que demandan energía renovable o consumo ecológico, siempre y cuando no se menoscaben sus principios básicos: la propiedad privada, la sociedad de clases o la subyugación de los intereses sociales a las necesidades económicas. Es por ello que los intentos de generar alternativas energéticas deberán plantear cambios que vayan más allá de la mera fuente primaria utilizada, habrá que tratar de romper en muchos más aspectos: pasando a fomentar formas de producción y consumo comunitarias, rompiendo con el centralismo productivo y tecnológico, apostando por la producción realmente local, dejando de lado las grandes megainfraestructuras que aumentan las pérdidas y requieren de enormes redes de distribución, poniendo el énfasis en nuestra forma de consumir y en la necesidad imperiosa de plantearnos nuestras necesidades reales, y así un largo etcétera. Y a pesar de ello, no dejarán de ser intentos ruptura que seguirán nadando dentro del pozo del capitalismo, asumiendo aún muchas de sus contradicciones.
La gran razón que el ministro Soria ha esgrimido durante todos estos meses para apoyar la necesidad de la reforma eléctrica es acabar con el déficit de tarifa. Este déficit, derivado de las políticas de desregularización del sector, proviene de la diferencia entre la tarifa eléctrica (lo que nosotros pagamos por la electricidad) y el coste del suministro eléctrico (que se podría dividir en el coste de la energía y los costes de regulación marcados por la Administración, a saber, transporte, distribución, primas a renovables, decreto del carbón, retribución a los sistemas extrapeninsulares…). Los diferentes gobiernos han tarifado siempre a la baja, lo que conlleva que todos hayamos contraído una deuda (con sus correspondientes intereses) con las productoras a quince años. Esta diferencia ha sido hasta ahora asumida a deuda por el Estado, y ahora las grandes productoras tratan de responsabilizar de ello casi por completo a las renovables. Lo que no se pone sobre la mesa es que parte de estos costes de regulación también se dirigen a subvencionar energías sucias, o que no se tienen casi en cuenta los costes ambientales de las diferentes fuentes de generación energética (pongamos por caso los costes que genera a largo plazo los residuos nucleares). Por otro lado, pesar de esta deuda, los beneficios de las empresas que conforman UNESA son descomunales año a año, y lo que tampoco se suele tener en cuenta en todo este berenjenal, es que son estas mismas empresas quienes marcan los precios de mercado de la energía, pues son ellas quienes compran y quienes venden. A su vez, tal y como funciona el mercado eléctrico español, el precio que pagamos por la energía es el mismo independientemente de su forma de producción (sean centrales térmicas, huertos solares, grandes parques eólicos o centrales nucleares) y éste suele marcarse por las más caras centrales térmicas.
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