Las claves en este conflicto social, pero fundamentalmente económico, político, cultural y de clase, tiene como telón de fondo el agrocapitalismo industrial. En el neoliberalismo del siglo XXI, la complejización de los procesos productivos y de consumo se han multiplicado exponencialmente. A día de hoy cualquier producción está atravesada por múltiples factores imbricados, creando un conglomerado de niveles donde lo abstracto de la economía financiera y lo real de la economía material se desdibujan. Cuestiones que atienden a dinámicas del propio mercado capitalista, a la mentalidad concreta de los individuos, a las regulaciones de entidades nacionales y supranacionales, y a cuestiones éticas o filosóficas atravesadas por tendencias como el capitalismo verde.
En este artículo pretendemos solamente, y no nos parece poco, poner sobre la mesa algunas claves relevantes en el conflicto concreto que se ha desarrollado estas semanas con movilizaciones de agricultores a nivel europeo, los movimientos parlamentarios desde la Unión Europea, pero sobre todo, la idiosincrasia de estas movilizaciones y tractoradas en el sur mediterráneo de Europa, y concretamente en el Estado español. Y es que las convocatorias de tractoradas tienen una composición demasiado heterogénea según cada territorio, con un sustrato más empresarial representado por organizaciones patronales o más popular y sindical representado por los asalariados.
Un poco de historia: la tenencia de las tierras en el territorio peninsular
A modo de síntesis sobre la tenencia de la tierra en la Península Ibérica, estuvo mayoritariamente dividida desde tiempos de las guerras medievales del norte contra el sur de la siguiente manera: En el tercio norte y la Meseta hasta el río Duero fue repoblada por grupos de población heterogéneos instalados en ese territorio estableciéndose en zonas con baja densidad de población a modo de contención o frontera política tempranamente. A cambio se les otorgaba un alodio o parcela que se entregaban para su subsistencia, dando lugar en la cornisa cantábrica a los minifundios. En gran medida en ese tercio norte peninsular se ha mantenido esa tenencia de la tierra, aunque a lo largo de los siglos con mayor concentración parcelaria, con influencia de la tecnologización del campo, y el abandono del entorno rural en el periodo del «Desarrollismo» franquista.
Posteriormente entre el río Duero y el río Tajo se estableció el sistema concejil, es decir, las Comunidades de Villa y Tierra que defendían las conocidas extremaduras castellanas, o fronteras. Mientras que en el territorio aragonés surgían las Comunidades de Aldeas. Esto consistía en que una villa mayor recibía unos fueros propios, y dividía su territorio en sexmos (o seis partes) con aldeas encargadas del control de esas tierras comunadas que se relacionaban directamente con el rey. Estas seguían siendo parcelas pero de más extensión, y cuya propiedad podía ser de realengo (Corona), solariega (Nobles u Órdenes Militares), abolengo (Iglesia) o behetría (los propios vecinos). Fue con las desamortizaciones liberales del siglo XIX, y fundamentalmente a través de la amplia «Desamortización de Madoz» en 1855, que esa tenencia de las tierras se modifica introduciéndose en la maquinaria del incipiente capitalismo agropecuario. Las tierras en «manos muertas» son adquiridas por el Estado, así como las tierras comunales de los municipios, que entran en el circuito de la compra-venta en la eliminación paulatina de los mayorazgos nobles. Las tierras pasan a manos de propietarios liberales, burgueses y antiguos linajes nobles que ahora las gestionan como una propiedad en el sentido capitalista, y que serán explotadas según las necesidades de producción y evolución de este sistema.
Por último, en el sur peninsular, pasado a sangre y fuego en encarnizadas guerras civiles en la denominada «Baja Edad Media», las tierras se entregaron mayoritariamente a «Órdenes Religiosas, Caballerescas, y Nobles», que habían participado con sus ejércitos privados en esas conquistas de dominio. Como este sur peninsular se componía de una gran heterogeneidad poblacional, pero es donde había mayor porcentaje de población islamizada y mezclada con grupos sociales que originariamente habían procedido del Norte de África, por esta cuestión claramente racista, no se hizo un reparto de parcelas a nivel más pequeño. Surgieron los grandes latifundios o extensiones grandísimas de tierras que eran propiedad de estas casas nobles y órdenes vinculadas a la Iglesia. En la actualidad se mantiene de manera bastante directa esta tenencia de la tierra en manos de muy pocos, bien para explotación agroalimentaria, o bien para el negocio del ladrillazo en el sur peninsular.
Aunque haya habido muchos cambios a lo largo de los siglos, sigue sin ser lo mismo un agricultor castellano o aragonés, o catalán, que uno andaluz. La general tendencia de pequeños y medianos agricultores en el norte, acostumbrados a vivir con lo suficiente en un estilo de vida capitalista, poco tiene que ver, en su mayoría, con los jornaleros y braceros históricamente en el sur peninsular bajo la explotación de su fuerza de trabajo por grandes latifundistas.
Algunas de las claves de los agricultores en el campo. Un problema endémico del capitalismo agroalimentario
En la actualidad, muchos agricultores pequeños autónomos están envenenados por lógicas ambiciosas de empresas medianas y grandes, y que continuadamente aspiran a ascender social y económicamente en un mundo limitado por el mercado laboral y financiero, pero también por la finitud de la tierra y los productos. Es el mal de la lógica capitalista del crecimiento económico ilimitado, y que todos quieran pillar el trozo más grande del pastel. Esta tendencia se traduce en actitudes depredadoras secando acuíferos, talando árboles en zonas protegidas, y privatizando el acceso a caminos públicos rurales. También reflejado en la compra de más y más tierras, o la construcción de un almacén para vender futuramente y convertirse en empresarios. Esto indica que el capitalismo no es solamente un sistema económico, sino un sistema cultural y social, que inocula esta mentalidad sobre una inmensa mayoría de individuos para que actúen en favor de sus intereses como sistema de explotación.
Algunas de estas empresas agrarias españolas persiguen una desregulación generalizada del campo, y deciden cultivar en terrenos agrícolas de Marruecos (que tiene políticas agrarias muy favorecedoras de inversiones extranjeras y costes laborales muy bajos) y que venderán sus productos a grandes superficies españolas a precios menores que otros agricultores españoles. Es decir, se hacen una competencia entre ellos mismos para arruinar a pequeños y medianos agricultores y hacerse con mayores porciones del mercado agroalimentario. El enemigo está en casa, no son agricultores extranjeros, y mucho menos jornaleros a quienes solo se les utiliza de mano de obra semi-esclava.
La agroalimentación es una industria de la que se quiere generar una rentabilidad capitalista ilimitada, y es un mundo donde se introducen numerosas capas de intermediarios, se hacen negocios hacia arriba y hacia abajo; compitiendo salvajemente con vendedores y con agricultores. Un mundo financiero muy complejo que funciona de manera cruel e injusta para sacar el máximo beneficio, una ley de la jungla. Y en esas desigualdades que genera el propio sistema, y que son parte de su propia maquinaria de supervivencia en la competición sobre esas brechas, se desarrollan estas movilizaciones y luchas sectoriales como la de los agricultores. La vida rural no importa más allá de su explotación, es decir, el interés gira en torno al turismo rural, la caza, la ganadería, o la agricultura; pero no el respeto a la vida rural como un espacio propio que pueda desarrollarse en contraposición al neoliberalismo.
Desde hace semanas en el ámbito rural peninsular y coordinadamente en diversos territorios se han protagonizado las denominadas «tractoradas». Esta también ha sido una movilización europea, y tras varios días de protestas en varios países de la Unión Europea, los agricultores veían cómo en la primera semana de febrero, la Comisión Europea cedía ante la presión y retiraba el plan para recortar los pesticidas de glisofato en un 50%, una de las demandas del campo europeo. Si bien esa Comisión Europea había propuesto la legislación sobre el uso sostenible de pesticidas con el objetivo de reducir los riesgos de los productos químicos para proteger plantas, y por supuesto, también la propia vida humana, fue un símbolo de controversia con los agricultores europeos. España es el tercer país exportador de pesticidas en Europa por detrás de Reino Unido y Alemania, y las empresas detrás de esas producciones pesticidas, entre otras, son gigantes del sector como Bayer-Monsanto, que mueve millones de dólares y euros por todo el mundo.
Los agricultores peninsulares reclaman que las promesas del actual Gobierno español para flexibilizar la PAC (Política Agracia Común), implantar cláusulas espejo y reforzar la Ley de la Cadena Alimentaria no son suficientes, por lo que continuarán las tractoradas y protestas organizadas por distintos colectivos representantes de estos agricultores. En los últimos años la PAC ha inundado de dinero el campo español con escaso control, uno de los objetivos de los agricultores era cobrarla, independientemente de lo que se cosechara posteriormente. Además, los seguros agrarios cubren malas cosechas, y aseguran que no se tenga una situación de pasar hambre. En definitiva, los agricultores solicitan acometer las consecuencias de la sequía flexibilizando normativas ecológicas europeas, e incluir condiciones particulares en los acuerdos comerciales que la Comisión Europea negocia con terceros países para evitar competencias desleales y una abusiva importación de productos.
Estos problemas ponen de manifiesto que la Unión Europea y sus recetas de ecocapitalismo verde, como medida paliativa de la gravísimas consecuencias de la crisis ecológica que tenemos ante nosotras, se dan de bruces con la realidad del propio sistema capitalista. Aunque la UE haya tomado ese papel defensor de medidas sostenibles que le presentan como un actor progresista en ese sentido, la realidad es que no se puede aspirar a reformas que tornen sostenible un sistema cuya supervivencia es la insostenibilidad humana y ecológica. La nula rentabilidad del trabajo en el campo para los agricultores, y los riesgos de un clima cada vez más extremo y enloquecido tienen en común el propio sistema capitalista. Un mundo ecológicamente que mire por el común debe estar desligado del capitalismo como condición irrenunciable. En esa transformación hacia otro modelo social y político, el problema radica en cómo paliar las consecuencias que hacen que sectores sociales como los agricultores se vuelvan más conservadores y capitalistas sin caer en reformismos.
Las claves culturales y laborales, la idiosincrasia de un sector donde la lucha de clases está invisibilizada
El sector de los agricultores particularmente en el Estado español, es un sector profundamente conservador en cuanto a su ideología política, atraído históricamente por los discursos de ultraderecha y la españolidad; con un sustrato xenófobo que se reflejan en la explotación de mano de obra esclava fundamentalmente migrante. Estamos hablando, por lo tanto, de manifestaciones y protestas de empresarios agricultores, no campesinos ni jornaleros o jornaleras. Ante la burocracia gremial del campo, organizada bajo la denominación de uniones y sindicatos, que realmente no son la expresión de lucha de clase obrera explotada, es muy complejo reintroducir una conciencia de clase, en un mundo que gira se posiciona contra cualquier propuesta que huela a izquierda. Y verdaderamente la otra cara de la moneda no sería la denominada «Revolta Pagesa», o las movilizaciones impulsadas desde sectores del campo catalán y agricultores que, aunque ondean esteladas, en sus reivindicaciones y discursos representan también un interés arraigadamente capitalista.
En los años 70 y 80 la composición de la economía española todavía tenía una gran relevancia la presencia del sector del campo, con una mayor heterogeneidad socio-económica, y una composición de clase oprimida mucho más amplia, incluida esa toma de conciencia de clase. Por eso se pueden ver imágenes históricas donde en las movilizaciones del campo se vieran pancartas con reivindicaciones anticapitalistas, banderas del anarcosindicalismo y un porcentaje de afiliación a sindicatos de clase mucho más grande. Desde sectores del anarcosindicalismo se hace una autocrítica sobre el distanciamiento laboral que ha desconectado al campo del sindicalismo de clase, el funcionamiento sindical corporativo como obstáculo para no comprender la realidad económica y de la cultura política rural. Si bien no olvidemos que la peor explotación en el ámbito rural la sufren hombres y mujeres mayoritariamente migrantes viviendo en chabolas, en unas condiciones laborales de esclavismo; y es una realidad que no está representada en estas movilizaciones de estas semanas.
No obstante, atendiendo a cuestiones materiales y de desigualdad general que crea el capitalismo, admitimos que bastantes pequeños empresarios representan el trabajo agrario a pequeña escala y de tradición históricamente familiar en el campo; y que se resista a desaparecer. Pero, no se trata de defender una cuestión de nostalgia o de romantización de la soberanía alimentaria y la autonomía autogestiva de los trabajadores, a la cual no accederán bajo este sistema agroalimentario financiero. Debemos impedir que se sigan deteriorando esas condiciones en el campo, y resulta una labor tremendamente complicada cuando tanto el lenguaje de los militantes de izquierdas que queremos superar el capitalismo, como nuestros discursos, están bastante alejados de la realidad cultural de estos agricultores, y en cierto modo representan una mentalidad a la que nos es complicado aproximarnos. También hay que reconocer que la agricultura local o de proximidad sería una alternativa en otras condiciones, pero el neoliberalismo actúa como sistema y atenta contra el poder adquisitivo básico de la clase trabajadora, y esta no puede acceder económicamente a productos ecológicos. Sin unos sueldos decentes este acceso es impensable, y por lo tanto muy complicado generar siquiera mercados de productores en cooperativas. Tampoco es ninguna ruptura con el neoliberalismo proponer un regreso a lo rural para fundar huertas ecológicas autogestionadas, porque no quiebra las lógicas sistémicas, y solo propone una salida de quien puede permitirse ese éxodo.
Como decíamos, en este artículo solo queríamos poner sobre la mesa algunas claves que deberíamos analizar coyunturalmente para decidir la mejor vía para abordarlo. Aunque un avance en este sentido supondría impedir la expansión del capitalismo agroalimentario, fomentándose organizaciones rurales que reintroduzcan esta cuestión de clase, y una proyección colectivista de la sociedad, desenmascarando al capital como causante de las miserias del campo, y de los flujos migratorios y esa precariedad y esclavismo que funciona como una apisonadora. Y, por supuesto, las organizaciones anarquistas deberían estar presentes ofreciendo alternativas en estas brechas de lucha, porque atienden a una función clave como el control directo sobre el sistema alimentario, condición sin la cual es imposible sostener un proceso revolucionario.