A principios de los años 90, durante la presidencia de Carlos Collado (PSOE) en la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, este territorio sufría una de las crisis económicas más graves de su historia reciente, vinculada a la grave crisis económica nacional que se estaba viviendo en todo el país. Y esta crisis estaba afectando de manera especialmente severa a la ciudad costera de Cartagena, principal eje industrial de la región, y foco de la organización obrera ante el desempleo.
El 3 de febrero de 1992, más de dos mil trabajadores indignados se concentraron en los alrededores del edificio de la Asamblea Regional de Murcia, en Cartagena. Ante la violencia policial desatada, los obreros lanzaron piedras contra las ventanas del edificio administrativo, e incluso lo incendiaron con cócteles molotov. Esa acción que ocupó todas las portadas de periódicos estatales al día siguiente, fue el reflejo de un hartazgo obrero generalizado. Era una respuesta a la represión policial dirigida desde el gobierno del PSOE, y que aún trataba de convencer desesperadamente a la clase trabajadora de sus falsas políticas progresistas.
Se malvivía en una España, unida a la fuerza, que nunca fue grande, y mucho menos libre, por supuesto. Un país de élites burguesas y aristócratas muy grises, con tufo a nacional-catolicismo de toda la vida, con distintos perros y los mismos collares, porque la Transición fue eso, disfrazar de transformación radical un estado de las cosas, para que los ejes de la clase dominante siguieran siendo los mismos. Si bien es cierto que gran parte de esa sensación de transformación vivida en los 80, la aportaron ciertos refinamientos culturales progresistas y movimientos como la famosa (y reaccionaria) Movida Madrileña, o la menos conocida Movida Viguesa; se comenzaba a vislumbrar una generación de desilusión y desengaño. La falsa apariencia de cambio en lo cultural encerraba una trampa, y es que en lo sustancial, la clase trabajadora del Estado español se estaba desangrando en las reconversiones industriales que el neoliberalismo global imponía. Y la juventud en los barrios experimentaba en sus venas las sensaciones de escapatoria que aportaba la heroína a una realidad difícil de soportar y a un futuro repleto de incertidumbre.
El régimen político español se presentaba con su campechana monarquía y sus chaquetas de pana con coderas identificadas en la cúpula de un PSOE que hacía gustosamente la guerra sucia desde las cloacas del Estado. La inmensa labor aplaudida por los neoliberales que le correspondió llevar adelante al gobierno de Felipe González aquellos años fue cambiar la estructura socio-económica para adaptarse a unos tiempos que vislumbraban el triunfo aplastante del capitalismo internacional. Se sentaron algunos mantras como ‘renovarse o morir’, que nos han llevado a un siglo XXI donde seguimos arrastrando el peso de aquél mundo que se caía a pedazos y que hoy día no está siquiera mucho mejor. Es más, seguramente lo encontremos igual de despedazado e incierto, pero con peores herramientas con las que defendernos colectivamente.
La gran estafa del 92: Expo de Sevilla y Olimpiadas de Barcelona
El año 1992 marcó un punto de no retorno político en la Europa mediterránea y dejó un legado que aún se sigue vendiendo como una victoria cultural y social definitiva frente al pasado. España siempre ha sido criminalmente el campo de experimentación de transformaciones y conflictos a nivel internacional. De la misma manera que la Guerra Civil española había sido la antesala de la Segunda Guerra Mundial, el año 1992 suponía la culminación de un proyecto político y económico de imposición total del capitalismo en la región del Mediterráneo. Si bien Grecia fue metida en vereda a través de la Dictadura de los Coroneles (1967-1974), Italia en los setenta a través de la represión en los Año del Plomo, y el proyecto político español estaba asegurado con el continuismo franquista en la Monarquía parlamentaria; hacía falta una culminación del neoliberalismo mundial que conquistase el terreno cultural. El Muro de Berlín había caído, y era el momento de extender las alambradas del capitalismo triunfante y su miseria.
A finales de los años 80 en España se fueron preparando dos eventos mundiales de gran importancia: la Exposición Universal de Sevilla, y los Juegos Olímpicos de Barcelona; junto con un tercer evento que fue el nombramiento de Madrid como Capital Europea de la Cultura. Todo ello en un año 1992 en que simbólicamente se celebraba también un acontecimiento colonialista, lo que vinieron a denominar el V Centenario del ‘Descubrimiento’ de América, y que tuvo contestaciones por comunidades indígenas en la ciudad de Sevilla, epicentro de la Expo 92. Una plataforma para mostrarle al mundo que se había dejado atrás la dictadura franquista, y que el país estaba preparado para las reformas necesarias del capitalismo a las puertas del nuevo milenio. Estos eventos supusieron un gasto económico estratosférico de un país, que sin embargo le robaba el futuro a la clase trabajadora con las reconversiones industriales y el fin del mundo laboral de la mayor parte del siglo XX. También significaba el reordenamiento urbano, la desaparición de barrios populares, y el inicio de una gentrificación violenta, que ya fue denunciada en su momento por las asociaciones vecinales y el tejido social. En concreto Barcelona, se convertía en una ciudad que gente de todas partes del planeta ansiaba visitar; es el inicio de la especulación, turistificación masiva, las inversiones capitalistas en infraestructuras que después dejaron auténticos cadáveres arquitectónicos en las urbes y barrios guetificados en sus afueras.
La revuelta murciana de los obreros industriales en Cartagena
Y en mitad de todo ese contexto que le da un sentido a los hechos, sucede como contrapunto salvaje el incendio de la Asamblea Regional de Murcia ese 3 de febrero de 1992 en la ciudad de Cartagena. Unos años en los que la reconversión industrial golpeó duramente a miles de familias obreras causando un desempleo y un shock social sobre el que se asentaban las bases del nuevo mundo laboral que se pretendía poner en marcha. La euforia olímpica e internacional de los grandes eventos culturales y deportivos, contrastaba con esas llamas que incendiaban el edificio político más relevante de la región murciana.
Ese incendio improvisado por los obreros murcianos en la tarde del 3 de febrero sacudía el embobamiento de una opinión pública entusiasmada con castillos de arena, con Cobi y Curro, joviales mascotas de los macroeventos; y que contrastaban con la realidad de las periferias, los barrios y las barriadas de las ciudades españolas; y un mundo rural también cada vez más en declive. Tras algunos meses de continuada tensión por los cierres en empresas del sector naval, minero y químico; Cartagena protagonizó una revuelta sin precedentes recientes en la región murciana. Concretamente sería los trabajadores de los Astilleros Bazán, empresa nacional encargada de las construcciones navales militares, que se fusionó a algunos astilleros civiles de Puerto Real, Gijón o Sestao, dando lugar a la empresa Izar, y posteriormente en 2005 tras otra restructuración, a la actual Navantia.
El origen de los hechos se dio en una concentración pacífica ante el edificio de la Asamblea Regional de Murcia, en el día que el presidente Carlos Collado debía comparecer ante la misma por el caso de los terrenos de Casagrande, una trama de prevaricación y malversación de fondos. Sobre esta concentración obrera la policía nacional volcaba su violencia y su represión incendiando los ánimos de los concentrados. La policía se centraba en repeler a los obreros con descargas de pelotas de goma, con el fin de evacuar a los parlamentarios murcianos reunidos en el edificio, e incluso tuvieron que instalar una enfermería de campaña en el interior del mismo. Tras esa actuación policial los obreros se replegaron a los astilleros donde obtuvieron el refuerzo de numerosos compañeros, tanto es así que unos dos mil trabajadores acudieron a primera hora de la tarde nuevamente al edificio autonómico murciano.
El resultado fue que ante un nuevo ataque policial, los obreros respondieron más enérgicamente tirando piedras contra el edificio que custodiaban y que representaba el poder político que estaba fraguando las reconversiones industriales y el desempleo. Sin embargo, la batalla contra la policía adquirió tales dimensiones que los obreros acabaron arrojando un cóctel molotov contra la Asamblea Regional de Murcia, que incendió por completo el primer piso, además seis coches policiales quedaron calcinados e incluso un vehículo militar. Medio centenar de obreros fueron heridos por la policía, y al día siguiente las imágenes de la lucha copaban las principales portadas de los periódicos nacionales, aunque sin informar realmente de lo que verdaderamente allí se había batallado.
‘El año del descubrimiento’, un documental de unos sucesos que marcaron época
En el año 2020 se estrenaba una película documental titulada ‘El año del descubrimiento’, un filme galardonado con dos Premios Goya a Mejor largometraje documental y al Mejor montaje, y que en sus 200 minutos de duración nos traslada el testimonio real de cuarenta hombres y mujeres procedentes de barrios periféricos de Cartagena y La Unión. En el filme comparten sus impresiones de aquellos hechos, convirtiendo en un ágora improvisado una churrería de barrio donde se analizan de manera detallada los disturbios y protestas de aquella jornada de 1992.
Un relato que pretende romper los mitos de aquella España moderna y civilizada que vendía la prensa al mundo, esa nociva idea de un país actualmente asentado sobre un proyecto cultural y democrático en aquellos años. La necesidad de situar el foco abajo, en el fango de las barriadas donde las familias luchaban desesperadamente contra el desempleo y el desmantelamiento industrial, de un mundo laboral que se derrumbaba y se llevaba la economía social por delante como sacrificio.
‘Las protestas se presentaban en aquella época como brotes aislados de violencia, eran como un telón de fondo de protesta que en ningún momento podía entorpecer el discurso mayoritario que era esa España próspera y moderna«, mencionaba Luis López Carrasco, realizador y autor del filme documental.
El año del descubrimiento, además, es un documental de memoria social en varios sentidos, porque su título irónico y ambiguo también nos recuerda que la celebración como evento aquel año 1992 del V Centenario de la colonización de América, nos retrata como sociedad que sigue empeñándose en celebrar la conquista, masacre, exterminio y explotación de un continente como un evento cultural que define lo que somos. Efectivamente, debería denotarlo y recordárnoslo desde la construcción de una memoria anticolonial en la actualidad. Al fin y al cabo, que se prenda fuego a un simple edificio legislativo en la España de los 90 es un acto de justicia poética demasiado pequeño para los sufrimientos causados en siglos de colonización americana y de brutalidad a las clases populares en este país.
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