El pasado mes de octubre, Chile volvió a ser noticia. El sí al plebiscito sobre la redacción de una nueva constitución tuvo un pequeño hueco en noticiarios y periódicos. Unas cuantas líneas y hasta la próxima. Por nuestra parte, creemos que la lucha que se inició en octubre del año pasado y que sigue viva hoy en día va más allá de estas pocas líneas y necesita ser contada. Es por ello que compartimos este texto que una compañera nos envía desde allí.
Determinar cuál es la lucha que se estaba llevando en Chile antes de la llegada de la pandemia de coronavirus resulta difícil de definir. Si hay algo que caracteriza a este país andino es la multiplicidad de aristas respecto a las luchas y la conflictividad constante que se vive a lo largo y ancho del territorio.
Desde las luchas de los pueblos originarios, las luchas por garantías sociales como son la desprivatización del sistema de jubilaciones; la lucha por una educación pública y de calidad, teniendo en cuenta que en Chile cualquier persona con capital tiene el beneficio de la ley para comprarse un colegio o una universidad, con la consecuente brecha social y económica que eso supone; y sobre todo, de una manera muy presente las luchas en lo relacionado con la tierra y con la economía extractivista que impera en el país. Cada zona, cada territorio, “posee” su propia lucha en defensa de la tierra y contra su devastación. Desde el agua en territorios en los que, gracias a la ley, un árbol de palta (aguacates posteriormente exportados a Europa para ser vendidos como un súper alimento) recibe diariamente 100 litros de agua, mientras que familias enteras no tienen acceso a más de 10 litros por día porque “hay sequía”. La lucha contra los destrozos de las grandes mineras, que devastan y contaminan el medio ambiente con el fin de extraer minerales que son vendidos, en su gran mayoría en el mercado asiático, hidroeléctricas que inundan valles de bosque con especies nativas en peligro de extinción, zonas industriales que contaminan y envenenan el aire y el agua de los pobladores y pobladoras de la zona… y así un sinfín de ejemplos que han mantenido en los últimos 40 años el conflicto constante.
Si existe un antes y un después en la historia chilena es el pasado 18 de octubre de 2019, cuando tuvo lugar lo que se ha denominado oficialmente como “El estallido social”. Dicho estallido vino a aunar de alguna forma todos los pequeños focos de lucha que venían dándose en los últimos años. Por cuarta vez en un año se aumentó el precio del transporte público en Santiago en 30 pesos. 30 pesos no es mucho, son en torno a unos 5 céntimos de euro. Sin embargo, esto supuso la gota que colmó el vaso para la gran mayoría de los habitantes de Santiago.
En un país en el que todo, absolutamente todo, es privado, existiendo una pésima sanidad pública que además hay que pagar igualmente, enfermar y no tener dinero supone la muerte segura. La educación en manos de empresarios. El sistema de jubilaciones en manos de las AFPs (Administradoras de Fondos de Pensiones), las carreteras concesionadas de por vida a empresas españolas, el agua en manos de privados (hay que recordar que Chile es el único país del mundo que tiene sus aguas privatizadas), y además un costo de vida muy equivalente al de algunos países europeos, sin sueldos equivalentes a ello obviamente, hace que un porcentaje altísimo de la población se mantenga en la deuda constante. La clase media chilena, que de media tiene poco, subsiste, sobrevive y se puede comprar algún que otro lujito, única y exclusivamente porque vive en el endeudamiento a crédito con los mismos empresarios que son dueños del agua, las clínicas, las mineras, las AFP, etc.
Este círculo vicioso, sabido por todos y padecido por la gran parte de la población chilena, hizo que el aumento de 30 pesos del transporte público fuera el principio del fin (o eso se espera). Con los estudiantes secundarios como punta de lanza, comenzaron a convocarse evasiones masivas en numerosas estaciones de metro para decir que basta ya. Al grito de “evadir, no pagar, otra forma de luchar” colegiales de uniforme abrían las puertas y torniquetes del metro para abrirle paso a una masa adulta trabajadora que, diariamente, caminaba mirando al suelo soportando el peso de las deudas y una vida miserable que no se podía sostener. Esto conllevó la aparición de las fuerzas policiales del Estado quienes actuaron de manera violenta y represiva, lo cual, lejos de asustar a quienes evadían, iba encendiendo los ánimos del resto de la población, quienes entendían la legitimidad y el sentido de la protesta.
El 18 de octubre, cuando en redes sociales apareció la imagen de una escolar sangrando a causa de un disparo efectuado por carabineros de Chile, la revuelta se desató. Las barricadas, los saqueos, los disturbios se fueron apoderando de la ciudad. En cuestión de horas empezaron a llegar noticias de que, en otras regiones, en otras ciudades, también estaban saliendo a la calle. Todo Chile había entendido que “No son 30 pesos, son 30 años” que “no era depresión, era capitalismo”.
Desde ese día hasta principios de marzo, cuando llega el coronavirus a Chile, la revuelta continuó sin parar, el centro de Santiago quedo devastado, no hay multinacional u oficina bancaria que haya quedado en pie. En el balance negativo estamos sufriendo toque de queda, militarización de las calles, la criminalización legal y judicial de cualquier tipo de protesta, 34 muertos que aún no han sido investigados, 450 personas mutiladas sin ojos a manos de los perdigones de carabineros, en torno a 2500 personas presas, muchas de ellas aún en preventiva esperando juicio, un incontable número de personas heridas por perdigones etc. En el balance positivo, entre otras cosas, organizaciones territoriales, copamiento del espacio político por y desde la calle, deslegitimización absoluta de los políticos y el sistema legislativo, judicial y policial.
¿Qué supuso la llegada del coronavirus a Chile?
Supuso el caballo de Troya que en este contexto el gobierno necesitaba para apaciguar a la población. La primera medida que se toma con la llegada del virus es decretar estado de emergencia, sacar de nuevo a los militares a la calle y establecer toque de queda (el cual lleva impuesto firmemente desde marzo a la actualidad y contando). Lo cual deja claro que los intereses del Estado nunca han sido sanitarios, sino represivos. Esto generó obviamente un descenso en la intensidad de la revuelta, suponiendo la descentralización de la protesta y trasladándola, o más bien manteniéndola, en los territorios y poblaciones. La pandemia vino a dejar en evidencia las falencias del sistema neoliberal en el que vivimos. La precariedad, en una gran parte de la población, que si no sale a la calle a trabajar no tiene qué comer, la nefasta gestión de un sistema sanitario que no tiene cómo cubrir las necesidades básicas de la población, los claros intereses comerciales en la actividad diaria, quedando restringido el juntarse con otras personas, sin embargo viéndonos obligados a viajar en un transporte público atestado de personas y un sinfín de precariedades fruto de la sobreprivatización de los recursos naturales y sociales.
Es en este contexto que toman importancia las organizaciones territoriales, creadas por, desde y para quienes habitan y conviven en un mismo espacio y realidad. Las ollas comunes, creadas durante la dictadura en respuesta al hambre, vuelven a tomar protagonismo, la protesta desde los territorios, la organización entre las propias asambleas de barrio, son los ejemplos de lo que ha mantenido viva la lucha, demostrando también que para muchas personas la revuelta supuso además de destruir, construir en otros sentidos, de otras formas, desde lo horizontal y al margen de organizaciones partidistas.
Este es quizás el foco que ahora ocupa los objetivos de los espacios y colectivos políticos que se organizan al margen de instituciones y partidos. La convocatoria del plebiscito llamando a una nueva constitución del pasado 25 de octubre y que obtuvo como resultado el “apruebo” a este cambio, plantea de nuevo un panorama incierto respecto a lo que venga. Hay quienes hacen, o hacemos el llamado a que el neoliberalismo no morirá en una urna, que los intereses del capitalismo, y muy especialmente del neoliberalismo, están demasiado insertos en este territorio como para soltarlo tan fácilmente. Cuesta creer que la constitución escrita por los militares en el año 80, va a pasar a ser mucho mejor si ésta es escrita por los empresarios que se formaron al alero de la dictadura de Pinochet.
Que, aunque suene a cliché, la lucha esta en la calle y no en las instituciones, y prueba de eso es que en un año los políticos se han movido, y tanto derecha como izquierda, se han puesto de acuerdo para aprobar y desbloquear propuestas que llevaban años esperando. Esto ha sido y será fruto de la lucha en la calle, desde abajo, desde el habernos encontrado y reconocido. No esperamos respuestas o soluciones que vengan de los políticos, sin embargo, hemos podido intuir o sentir el miedo, o al menos la incertidumbre en sus caras ante una respuesta en la calle que no podían entender o controlar.
Sólo esperamos que el proceso constituyente no fagocite lo logrado hasta ahora. Ante eso sólo nos queda la opción de seguir perpetuando la lucha, con o sin pandemia, desde la calle, con apoyo mutuo, solidaridad y sobre todo horizontalidad. Lejos de los intereses partidistas y oportunistas de los políticos, que grandes o chicos, nunca van a estar de nuestro lado, porque su realidad no es y no será nunca la nuestra.
Vamos por todo y con todo… si no pa´ que…
Si queréis ampliar más información sobre este tema, os recomendamos ver la charla Luchar en tiempos de pandemia de la Primera Semestral Anarquista de Madrid, que cuenta, entre otras experiencias de lucha alrededor del globo, con una entrevista a una compañera que reside en Chile. Os la dejamos a continuación:
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