“¡Muy diferente sería el resultado si los trabajadores reivindicaran el derecho del bienestar! Por eso mismo proclamamos su derecho a apoderarse de toda la riqueza social; a tomar las casas e instalarse en ellas con arreglo a las necesidades de cada familia; a tomar los víveres acumulados y consumirlos, de suerte que conozcan la hartura tanto como conocen el hambre” – Piotr Kropotkin, La Conquista del Pan, 1892.
Hace un año escribíamos en estas mismas páginas acerca de las consecuencias de los tres primeros meses de la reforma laboral aprobada en febrero de 2012, señalando que, como era previsible, el facilitar los despidos y las modificaciones de condiciones de trabajo estaba destruyendo empleo y empeorando la situación laboral de los/as trabajadores/as. Ahora, transcurrido más tiempo, podemos observar que con la reforma destinada a crear empleo y favorecer la contratación de los jóvenes se han perdido más de ochocientos cincuenta mil puestos de trabajo, la tasa de desempleo alcanza ya el 26,2% (el 55,1% en el caso de los menores de 25 años) y los salarios no dejan de reducirse.
Lejos de sorprendernos, estas cifras constatan lo que siempre habíamos pensado, que nuestras condiciones laborales les importan una mierda y que todo forma parte de un plan consistente en reducir nuestros derechos para seguir engordando los suyos. Entendemos que el Real Decreto 3/2012, que aprobaba la reforma laboral iniciada por el Real Decreto Ley 3/2010 bajo el gobierno del PSOE, supone la culminación de un trayecto iniciado en los primeros años de la década de los ´80 que nos lleva a poder hablar del fin del Derecho del Trabajo tal y como lo conocíamos hasta ahora. Para entender qué significa esta afirmación, pero también para dar algunas ideas de qué hacer frente a la que nos está cayendo, viene bien remontarnos a unos años atrás.
(Breve) Historia del Derecho del Trabajo.
El Derecho del Trabajo o Derecho Laboral surge como consecuencia de la Revolución Industrial al principio del siglo XIX, para poder regular las nuevas relaciones surgidas del cambio a un modelo económico y social basado en la explotación de la fuerza de trabajo en grandes fábricas y sus conflictos inherentes a esta relación. Es en esta época cuando se configura las formas de trabajo moderno, basadas en el trabajo voluntario remunerado con un salario, diferenciado del trabajo esclavo o sujeto a relaciones de servilismo.
Este período coincide con el auge de una ideología liberal en el que la máxima jurídica era la autonomía de la voluntad de las partes, el libre acuerdo entre las personas que deciden contratar sin que ningún agente exterior interviniera en la relación ni fijara límites algunos. Esto, en cuanto al trato entre patrón/a y obrero/a, se traducía en la ausencia de injerencia del Estado a la hora de fijar las condiciones laborales, que se decidían entre el/la trabajador/a individual y el/la empresario/a. Se basaba en la idea de la libertad de negociación de los individuos, pero partiendo de un posición de desigualdad por la diferencia de fuerzas, el/la trabajador/a tenía que plegarse a las condiciones patronales. Ello conllevaba nefastas condiciones de trabajo, despido libre, jornadas interminables, trabajo infantil y míseros salarios.
Es como reacción a esta situación de explotación cuando en la primera mitad del siglo XIX podemos ver cómo se empiezan a generalizar las movilizaciones entre la clase trabajadora que a través de huelgas y sabotajes pretenden plantar cara a la explotación y mejorar sus condiciones de trabajo. Pero es ya más avanzado el siglo cuando podemos empezar a hablar de movimientos obreros ya no guiados únicamente por la mejora de la situación laboral individual sino con un proyecto político incipientemente comunista (en el sentido de la propiedad colectiva de los medios de producción, el fin de la sociedad de clases y la abolición del dinero), acentuada tras los sucesos revolucionarios de 1848, la publicación de los primeros clásicos obreros y la proclamación de la comuna de París.
Es a partir de la demostración de fuerza de la clase trabajadora organizada cuando capitalistas y gobiernos comienzan a introducir mejoras en las condiciones de trabajo ante el temor a que las situaciones extremas de explotación pudieran dar más impulso a los sectores obreros que peleaban por un cambio social. Es por eso por lo que entre los años 1870 y 1917 cuando se introducen las primeras reformas destinadas a paliar los extremos más escandalosos estableciendo prohibiciones al trabajo infantil e implantando el descanso dominical y mayores medidas de mejoras de seguridad en las fábricas.
En 1917 se dan dos circunstancias que aceleran la concesión de derechos laborales en los países industrializados. Por un lado, el final de la Primera Guerra Mundial que supone el regreso a casa de millones de obreros que habían estado muriendo en una guerra en la que no se les había perdido nada y a los que de alguna manera había que recompensar, y principalmente el éxito de la revolución obrera que en Rusia había derribado una autocracia estableciendo un nuevo régimen bajo control obrero.
Esta victoria (sin entrar en este momento en todas las diferencias que como anarquistas mantenemos con la implantación de un régimen comunista autoritario) dio alas a los movimientos obreros y aumentó el temor de los/as capitalistas a una clase trabajadora que ya había demostrado que podía derribar los poderes establecidos fundando una sociedad con nuevas reglas.
Ante este riesgo la respuesta estatal tuvo una doble vía, la adopción de medidas que limitaran los abusos laborales para así poner freno a las reclamaciones de los sectores obreros más reformistas a los que se les permitía su actividad y la represión para aquellos que no estaban dispuestos a transigir por unas mejoras.
Evolución de la legislación laboral en el Estado español
Esta estrategia del palo y la zanahoria como forma de evitar al movimiento obrero radical, que buscaba un cambio social, puede apreciarse claramente en nuestro país, cuyo ejemplo más característico puede verse en la dictadura de Primo de Rivera que basó su modelo laboral en la negación de la existencia de la lucha de clases mediante cierta protección al/la trabajador/a con medidas paternalistas y la cooptación de los sindicatos dentro del aparato del Estado con la idea de hacerlos participar en la gestión y así eliminar la conflictividad. Esta situación fue aceptada por una gran parte del sindicato UGT y rechazado por la CNT, con la consiguiente represión hacia el sindicato anarquista. En la distancia, puede ser comparado con el modelo implantado tras los Pactos de la Moncloa del año 1977, el que se sientan las bases de un sindicalismo subvencionado, integrado en el Estado y en las empresas.
Como decíamos al inicio del artículo, la reforma laboral de 2012 forma parte de una dinámica de cambios en el derecho laboral tendente a hacer desaparecer las conquistas conseguidas tras decenas de años de luchas obreras. Esta tendencia no responde a una situación de crisis económica, sino que se trata de un proyecto político de reducción de derechos laborales y de precarización de la relación entre el capital y el trabajo a nivel mundial iniciada en la segunda mitad de los años ´60 y que se acentúa en los años ´80 teniendo como principal exponente en Europa a la por fin fallecida Margaret Thatcher. Los principales rasgos de estas políticas se resumen en una desregulación del mercado de trabajo, tratando de mejorar los resultados de las empresas a través de la reducción de los costes laborales mediante la disminución de salarios, de las indemnizaciones por despido y el aumento de la flexibilidad del trabajador (modificaciones de jornada, de centro de trabajo, de funciones, etc.), todo ello unido a la eliminación de las organizaciones obreras, bien mediante la desacreditación de éstas desde los poderes públicos, bien mediante su domesticación a base de subvenciones y participación en el aparato del Estado.
Una de las principales explicaciones a la virulencia del ataque de la clase capitalista es la pérdida de poder, real y de inspiración, de los regímenes comunistas autoritarios, que habían servido de freno a las ansias de los/as patrones/as y obligado a mantener un Estado de Bienestar que escondiera la cara más cruda de la economía de mercado.
Por eso, para entender qué suponen las últimas reformas laborales de los gobiernos socialistas y populares viene bien hacer un pequeño recorrido por los cambios experimentados por la legislación laboral en democracia. La tendencia antes señalada de desregulación del mercado laboral se inicia en España a primeros de los ´80, tras un franquismo que en su primera mitad se caracterizó por pésimas condiciones de trabajo y en su segunda en un modelo más paternalista con mayores garantías para el trabajador, aunque sin derecho político alguno. La primera reforma, que supone una ruptura con el modelo laboral franquista, es la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980. Este texto legal introduce mayores garantías en cuanto a permisos, vacaciones y derechos sindicales y sienta un modelo de representación sindical basado en los comités de empresa y las elecciones sindicales que limita enormemente la influencia de las asambleas obreras autónomas de partidos y sindicatos y la fuerza de la CNT que se mantiene al margen del juego parlamentario. Pero por otro lado, hace disminuir los derechos laborales eliminando la opción del/la trabajador/a por la readmisión en caso de despido improcedente y empieza a intentar flexibilizar la rigidez del mercado laboral, palabras que escucharemos en cada una de las reformas siguientes.
Es desde este momento, cuanto toda reforma laboral nos será vendida como una herramienta para facilitar el empleo de los/as jóvenes y mujeres, acabar con la dualidad del mercado laboral (la brecha entre trabajadores/as con contrato indefinido y con contrato temporal), la búsqueda de mayor productividad y las luchas para hacer frente a continuas crisis económicas.
En 1984, Gobierno, patronal y sindicatos pactan una nueva ley que fomenta la contratación temporal y que pretende frenar el desempleo juvenil a través de los contratos de formación. Esta misma idea se pretende profundizar en el año 1988 a través de un Plan de Empleo Juvenil basado en la temporalidad en el empleo, que es echado abajo gracias a la huelga general.
En 1992 se introducen recortes en la prestación de desempleo y dos años después, en 1994, se produce uno de los ataques más fuertes a los derechos laborales conquistados mediante la reforma realizada por el PSOE. Se autoriza el establecimiento de las Empresas de Trabajo Temporal, desaparece la nulidad (que significa la readmisión obligatoria) del despido verbal y del/la trabajador/a de baja, se incentiva el despido objetivo basado en la situación económica de la empresa, se extiende el contrato de prácticas y de formación para jóvenes con un salario mucho menor y se aumenta el período de prueba en el que la empresa puede despedir libremente. Las excusas, las mismas que oímos repetir como un mantra a los/as políticos/as y patronales: crisis, desempleo juvenil, dificultad para contratar…
En 1997 aprueba un nuevo contrato de trabajo para colectivos con dificultades para entrar en el mercado laboral con una indemnización por despido de 33 días por año trabajado, indemnización que en los años sucesivos se va generalizando hasta llegar a ser la regla general en la reforma de 2012. En 2002 el decretazo aprobado por el gobierno del PP elimina los salarios de tramitación a la vez que introduce fuertes recortes en la prestación de desempleo, aunque la huelga general consigue suavizar en algunos aspectos la reforma.
Y ya llegamos a la reforma laboral de 2010 del gobierno de Zapatero, que facilita ampliamente la realización del despido objetivo y de los Expedientes de Regulación de Empleo a la vez que extiende el ámbito de actuación de las ETT para un año después dar más poder al convenio colectivo de empresa, dificultar y reducir las jubilaciones e imponer la reducción salarial. Y la continuamos con la reforma de febrero de 2012, con sus posteriores añadidos, que sigue la senda marcada, aunque, como dijera Luis de Guindos es mucho más agresiva.
Una vez más, con las palabras de crisis, desempleo juvenil, flexibilidad, productividad… tantas veces escuchada y con la novedad de exigencias de los mercados, podemos apreciar más de lo mismo. Reducción de la indemnización por despido improcedente y eliminación de los salarios de tramitación, periodo de prueba de un año en determinados contratos, libertad casi total para las empresas para realizar despidos, tanto colectivos como individuales, por causas objetivas a un coste mínimo y modificar las condiciones de trabajo, fomento del contrato de formación para jóvenes y destrucción del convenio sectorial en favor del convenio de empresa.
Y, ante esto, ¿qué?
Pues lo primero, darnos cuenta de que como indicábamos, los cambios no son una respuesta a la crisis sino una estrategia premeditada que pretende devolvernos a un tiempo en que las condiciones se pactaban individualmente entre el/la trabajador/a y la empresa, con las consecuencias antes descritas. Y luego, ser conscientes de que esta deriva se produce porque los/as capitalistas saben que en este momento histórico se ven con fuerza para hacer estos recortes, que hay tal nivel de parálisis en la clase trabajadora que pueden hacer lo que quieran. De esto son muy culpables los sindicatos, que desde la transición han jugado un papel de desmovilización a través de las elecciones sindicales, del continuo pacto social y de las subvenciones, pero también lo somos todos/as nosotros/as que por comodidad hemos permitido que burocracias extrañas a nuestros intereses nos representen y comercien con nuestros derechos. Las últimas reformas laborales son duras, eso es innegable, pero la reducción de derechos, unido a las cada vez menores oportunidades de sacar algo positivo de la vía judicial, nos puede ayudar a huir de negociaciones, juzgados, elecciones sindicales… y retomar los caminos que como proletarios/as nos son propios, la autoorganización de los/as propios trabajadores a través de las asambleas en los puestos de trabajo y las luchas basadas en la acción directa y el apoyo mutuo. Para eso, podemos aprovechar el enorme (y merecido) desprestigio que en estos momentos están teniendo las grandes centrales sindicales para, poco a poco, recuperar ese papel activo que por haberlo dejado en manos extrañas nos ha conducido a la situación actual.
Pueden verse análisis de las reformas laborales de 2010 y 2012 en www.todoporhacer.org/cat/monograficos
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