El estado de alarma ha suprimido nuestra libertad deambulatoria y nos hemos visto confinadas a espacios reducidos y cerrados. Convivimos con personas a las que queremos en algunos casos, o con nuestro peor enemigo, en otros. Pero en cualquier caso se trata de una convivencia impuesta, pues la ley es ciega ante los casos concretos. La libertad, nuestros proyectos, el mar, la montaña y las relaciones personales no son más que un recuerdo lejano. Nuestros ingresos se han reducido drásticamente. Nos espera un futuro duro en lo económico. La diferencia de clases es más obvia que nunca y el tamaño (de las casas) sí importa. Andar diez minutos en línea recta se ha convertido en un lujo fuera de nuestro alcance. Nuestro horizonte visual mide los diez metros que separa nuestra ventana de la del vecino de enfrente, al que le vemos cepillarse los dientes y pasear por su casa en ropa interior. Siempre huele igual. Se mueren nuestras familiares y no podemos salir de nuestro confinamiento a despedirnos de ellas. No controlamos casi nada. Unas autoridades deciden por nosotras. Hemos leído todas las novelas que teníamos pendientes. Todos los días son iguales y se confunden entre ellos. El aburrimiento es la tónica. Nuestra salud mental se resiente. Tenemos miedo. Echamos de menos a nuestra gente. Y la coerción de los hombres uniformados que patrullan las calles hace que la fuga sea imposible.
Nunca en toda la historia una parte tan elevada de la humanidad, en términos brutos y porcentuales, se había visto legalmente privada de libertad. Solo en China e India casi la mitad de la población mundial está confinada. Por ello, nunca habíamos tenido la posibilidad de vivir a gran escala algo que pudiera parecerse, si bien remotamente, a una pena de prisión.
El confinamiento, una excusa para cuestionar la cárcel
Como dice Andrea Momoitio en un artículo en Píkara que recomendamos encarecidamente leer, “el confinamiento es una excusa para cuestionar la cárcel”. La sensación de agobio que estamos experimentando es la misma que viven a diario las personas presas, solo que en nuestro caso contamos el tiempo en días y ellas en años. Y, además, gozamos de una serie de comodidades que ellas no tienen. Ellas conviven con quien no han elegido, en un espacio frío y hostil; comen, beben, se duchan y van al baño cuando deciden otros; no pueden salir al balcón a jalear; olvídate de internet, del móvil, de las videoconferencias, del succionador de clítoris, de pasear al perro o de bajar la basura. Son invisibles, no pueden tener criterio, ni opinión propia; si enferman no deciden ellas cuándo necesitan asistencia médica u hospitalaria.
“En esta tesitura de encierro generalizado tan insólita, echo de menos un recuerdo compasivo —nunca lastimero sino expresivo de la identificación ante los males ajenos— hacia las personas presas de verdad”, escribe Patricia Moreno en El Salto. “Son pocos quienes se detienen en una reflexión, bastante pertinente en tiempos de reclusión, que recuerde la extrema dureza de la pena privativa de libertad en la que, sin excepciones, se asienta la política criminal de todos los Estados modernos. La prisión goza de excelente salud. Ni la clase política —en ninguna de sus coloristas versiones— ni la sociedad civil se cuestionan la sistemática privación de libertad de quienes han infringido la ley penal. Ya es una verdad difícilmente rebatible que la izquierda lleva años impregnada del punitivismo ambiental y que ha peleado —y pelea— por ampliar el elenco de conductas penalmente perseguibles y por alargar la duración de las penas previstas para hechos ya tipificados. Sin olvidar, que tampoco se ha privado de clamar directamente por el cumplimiento íntegro de las condenas o de protestar por permisos o regímenes abiertos concedidos a personas presas. Los años de cárcel se reclaman a ojo y a peso, sin que exista proporción ni ningún patrón recognoscible, en el que justificar por qué a tal o cual conducta se le quiere imponer una pena y no otra. ¿Por qué diez años y no quince? La ruleta gira. Hagan juego.
[…] Me chirría, hasta me cabrea, que la progresía y los movimientos sociales hayan importado un vocabulario que no hace tanto sólo salía de la boca del conservadurismo más supremacista. La petición de “condenas ejemplarizantes” o la confianza en la “función pedagógica del derecho penal” es ya patrimonio de la humanidad”.
El triunfo del populismo punitivo
Este maravilloso artículo de opinión de Patricia Moreno que hemos citado recoge distintos ejemplos de discurso punitivista que hemos explorado en este mismo medio. Por ejemplo, menciona cómo una parte del movimiento feminista abogada por endurecer el Código Penal, algo que analiza el Colectivo de Apoyo a Mujeres Presas de Aragón (CAMPA) en “Las cárceles no son feministas” (2019). O menciona que “el mundo animalista estuvo detrás de la penalización del maltrato animal, de la posterior exigencia de condenas de prisión para dichos delitos y de la última redacción del artículo 337 del Código Penal, que ensancha la tipología delictiva —penalizando, por ejemplo, la zoofilia— y aumenta la duración de la pena posible hasta los dieciocho meses de prisión”. Esto lo abordamos en 2011 en “Sobre la instrumentalización del Código Penal para acabar con el maltrato animal”, uno de los primeros artículos que escribimos en este periódico.
Me chirría, hasta me cabrea, que la progresía y los movimientos sociales hayan importado un vocabulario que no hace tanto sólo salía de la boca del conservadurismo más supremacista
Patricia Moreno
Y prosigue Moreno: “Y así, sin contrapeso, hasta llegar al cajón de sastre de los elásticos delitos de odio en los que cabe absolutamente todo: los cazadores se indignan y reclaman la condena para quienes les cuestionan públicamente, arguyendo que no pueden tolerar bajo ningún concepto que se les criminalice sin impunidad alguna en las redes sociales. El Observatorio Español contra la LGTBfobia denunció al arzobispo de Granada por un sermón, en el que, a su juicio, se había promovido el odio contra el colectivo de lesbianas, gays, bisexuales y personas transexuales, por afirmar que tras la ideología de género hay “una patología, una cortedad y una torpeza de la inteligencia». Y, volviendo a la pandemia, la Fiscalía acaba de interponer las dos primeras querellas por delitos de odio relacionadas con el coronavirus, esta vez contra sendos tuiteros que escribieron mensajes criticando a algunos dirigentes políticos y a las Fuerzas de Seguridad del Estado. El actor y director de cine, Paco León, ha denunciado públicamente a VOX por haber cometido, a su entender, un delito de odio al criticar en un tuit al gremio del cine asegurando que durante la pandemia de coronavirus España puede vivir sin sus titiriteros”.
Sobre las denuncias por delitos de odio contra fascistas, homófobos, tránsfobos y otros indeseables reflexionamos en nuestro artículo “¿Tengo libertad para odiar? ¿Y debemos prohibir que nos odien?” (2017) a propósito del autobús transfobo de HazteOír. Concluíamos que es necesario movilizar nuestra inteligencia colectiva para decidir cómo respondemos al creciente discurso del odio sin sepultar la libertad de expresión y que la respuesta al fanatismo ultracatólico que busca humillar al diferente e imponer su verdad a base de odio debe ser social y no penal.
Movimientos antipunitivistas
El encierro que estamos viviendo, mucho más llevadero que el de las personas presas, el momento propicio para reflexionar acerca de esta institución e, incluso, para cuestionarla. Estibaliz de Miguel, doctora en Sociología por la Universidad del País Vasco, cree que “en la medida que pensamos en nuestros cautiverios diarios, podemos ponernos en el lugar de las personas presas aunque no se puede equipararse estar en una cárcel con estar confinada en tu propio hogar”. Eso sí, estar, de alguna manera, encerrada puede servir para que seamos conscientes del gran valor de la libertad.
Explica Andrea Momoitio en Píkara que “un sector del movimiento feminista, como movimiento social y teoría de pensamiento que cuestiona todas las formas de opresión, le pese a quien le pese, incorpora en sus reivindicaciones la apuesta por la abolición de las prisiones”. En Castelló, Dones En Lluita ha incorporado esta perspectiva en su agenda. Cada año eligen un tema para trabajar en profundidad, entre ellas y en lo público: “Este año, queremos hablar de las mujeres privadas de libertad porque es un tema feminista de primer nivel aunque esté invisibilizado”. El 1 de marzo organizaron una marcha hasta la cárcel de Castellón. “Queremos denunciar el estigma de las mujeres privadas de libertad, esas que transgreden todos los cánones de la feminidad hegemónica y obligatoria. Y, sobre todo, queremos denunciar el populismo punitivo. Creemos que se utiliza la violencia de género como excusa y se ha instrumentalizado, en algunos casos, para impulsar políticas punitivistas”. La crisis del COVID19 ha impedido que sigan adelante con sus pretensiones. Querían ofrecerse para dar talleres en prisión. De momento, stand-by. “La vida prisión, esa institución que representa el castigo y la disciplina, queda congelada hasta nuevo aviso y, dentro, la población presa sigue sufriendo el abandono social e institucional, la desidia de una sociedad que delega su responsabilidad”, afirma Momoitio.
Las situación de las cárceles durante la crisis del coronavirus
Como ya hemos explicado en artículos anteriores como “Coronavirus y prisión: una mezcla letal” y “Cárceles italianas en llamas”, la pandemia y el estado de alarma se está cebando con la población penitenciaria, traduciéndose en un recorte de sus derechos y en una falta de preocupación por su estado de salud.
Patricia Moreno quiere que nos paremos a pensar en la cantidad de gente privada de libertad en el mundo y la situación actual: “Alrededor de once millones de personas en el mundo se encuentran hoy encarceladas en el sentido literal de la palabra. En España, a día de hoy, serían casi 40.000 las que permanecen en prisión: los terceros grados están en sus casas pero los segundos y primeros han visto como se les suspenden los permisos de salida, todas las comunicaciones por locutorio y vis a vis y, por supuesto, las posibilidades de que cualquier juzgado, por estimarlo urgente, les ascienda de casta y les permita salir. Sin actividades programadas ni visitas, las cárceles son, ahora más que nunca, un contenedor de seres ansiosos, deprimidos y sufrientes”.
Noelia Acedo, presidenta de la asociación Familias frente a la crueldad carcelaria, espera que la sociedad tome algo de conciencia ahora que estamos recluidas y podemos empatizar, si queremos, con la situación habitual de las cárceles. “La cárcel no es un hotel donde los presos viven mejor que nadie. El confinamiento que estamos viviendo ahora no es nada comparado con lo que viven en la cárcel. Los que están en primer grado pueden estar 22 o 23 horas en una habitación sin nada y un rato solos en el patio. El primer grado es una tortura, la cárcel dentro de la cárcel”, asegura en declaraciones recogidas en Píkara. Para profundizar más sobre lo dura que es la vida en aislamiento penitenciario, nos remitimos a nuestro artículo «La vida en soledad. Aislamiento es tortura» (2016).
Acedo denuncia que, a raíz de la crisis sanitaria, se ha reducido al mínimo la posibilidad de comunicarse con los y las presas. Las cartas tardan en llegar y aunque en teoría se ha aumentado el tiempo que disponen para hablar por teléfono, las comunicaciones son complicadas. Desde la asociación que preside Acedo se han puesto en contacto con varias prisiones para facilitar material sanitario. No han obtenido respuesta en la mayoría de los casos. Las compañeras de CAMPA, en Zaragoza, denuncian por su parte que entregaron 1.800 mascarillas a la prisión de Zuera pero que se han enterado, a través de presos, de que no se las han entregado.
La cárcel no es un hotel donde los presos viven mejor que nadie. El confinamiento que estamos viviendo ahora no es nada comparado con lo que viven en la cárcel. Los que están en primer grado pueden estar 22 o 23 horas en una habitación sin nada y un rato solos en el patio. El primer grado es una tortura, la cárcel dentro de la cárcel
Noelia Acedo
Fernando Grande-Marlaska, ministro del Interior del Gobierno de España, agradeció a la población reclusa “su paciencia y capacidad de comprensión”. Un preso de la prisión de Zuera (Zaragoza) le suplicaba medidas concretas en una carta: “Decretar la libertad de todxs lxs presxs que tengan cumplidas las 3/4 partes de su condena; que la libertad alcance también a todxs lxs presxs mayores de 60, por ser la población con más riesgos, sobre todo si padecen enfermedades crónicas; una mayor asistencia a quienes desde la calle nos atienden, con protecciones adecuadas. Es imprescindible que se aumente el gasto en alimentación pues los 3,60 euros por persona son, a todas luces, insuficientes, más ahora”.
Lejos de avanzar hacia un escenario en el que se derriben los muros y desaparezcan las prisiones, parece que nos dirigimos en la dirección opuesta. Observamos un aumento de actitudes autoritarias que aplauden los excesos policiales y demandan respuestas punitivistas por parte de las instituciones. Muchas de nuestras vecinas no quieren que se cierren las cárceles, sino que se abran más. Y si para sostenerlo es necesario recortar los derechos de los presos, que así sea. Un artículo titulado “El Plan de Choque Judicial en materia penitenciaria: un inaceptable recorte de derechos”, publicado en El Salto, denuncia que el Consejo General del Poder Judicial ha propuesto como medida para “aligerar la carga” de tribunales eliminar el derecho de los presos a recurrir en apelación la denegación de sus permisos de salida. Una restricción de derechos que nada tiene que ver con la crisis del Covid-19, pero que buscan implementar con esa excusa. Y es que los recortes siempre se hacen por abajo, contra los más vulnerables, nunca por arriba.
Una reflexión final
La cárcel es sinónimo de infravivir. Dice Daniel Pont, histórico miembro de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL) en declaraciones a Píkara que “estar encerrado supone no solamente la pérdida de la libertad de relacionarse con otras personas, de movimiento, de autonomía en las decisiones, de la posibilidad de ser feliz. La cárcel, con la enorme carga de castigo que supone, posibilita el sufrimiento, la violencia entre presos y funcionarios, la alienación bloqueante del desarrollo intelectual, la dependencia absoluta de la administración de los afectos, la posibilidad de tener una alimentación equilibrada… La cárcel es una suma de prohibiciones y castigos que, en demasiadas ocasiones, pueden conducir a la muerte. En los últimos años, en las cárceles del Estado español mueren una media de unos 250 presos. Especialmente por suicidios o sobredosis de drogas o medicamentos”.
En palabras de Angela Davis, las cárceles “están diseñadas para romper seres humanos, para convertir a la población en especímenes en un zoológico: obedientes a nuestros guardianes, pero peligrosos entre nosotros”. Pensemos en ello la próxima vez que hablemos con alguien, a la ligera, sobre la prisión.
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