A principios de septiembre la extrema derecha alemana (Alternativa para Alemania o AfD) ganó las elecciones regionales en el estado oriental de Turingia y quedó en segundo lugar en el de Sajonia (donde ganaron los conservadores), llevándose un tercio de los votos. Un par de semanas después, la AfD casi repitió victoria en Brandemburgo (donde esta vez ganaron los socialdemócratas), mientras la ultraderecha austriaca (Partido de la Libertad o FPÖ) se convirtió en la primera fuerza de su país. Se trata de la primera vez desde la Segunda Guerra Mundial que formaciones de este tipo ganan las elecciones en estos países germánicos. Algo muy significativo, dado que son dos Estados tradicionalmente antifascistas y que el líder la extrema derecha alemana fue condenado por emplear lemas nazis.
«Hoy, tras estos resultados, ya previsibles, se derriba inmisericordemente el mito de la desnazificación y de los deberes bien hechos tras el Holocausto«, explica Miquel Ramos en Público. «Björn Hocke, el candidato de AfD por Turingia, no disimula sus guiños al nazismo, algo que, como se ha demostrado en estas elecciones, no ha tenido reproche más allá del supuesto consenso antifascista que se atribuyen el resto, aunque en otros temas, como en materia migratoria o en su inquebrantable apoyo a Israel, no anden tan lejos de estos ultras.
Es quizás también esta hipocresía la que ya deja ver las costuras de un falso aprendizaje de la historia, algo que se evidencia más todavía con la postura de todos los partidos ante el genocidio en Gaza, y que pasa por su alineamiento acrítico con Israel, incluida una parte de la izquierda de Die Linke, cuyo candidato por Leipzig posaba una camiseta del ejército sionista. Es el fracaso de una izquierda cada vez más descafeinada, más asimilada, falta en propuestas valientes, y que a menudo no ha sabido encontrar su sitio ni comunicar bien sus propuestas. Así, además de las sucesivas decepciones, se ha prestado a una caricaturización constante y a una problematización de las luchas por los derechos de diferentes colectivos, lo que llaman las políticas de identidad. La ridiculización y la falsa dicotomía que establecen interesadamente algunos entre estos derechos y la lucha de clases ha impregnado una parte de los debates dentro de las izquierdas, algo que la derecha ha sabido leer muy bien y que se empeña en estimular constantemente. Y algo que ciertas izquierdas o determinados movimientos parecen ignorar, e insisten en ponérselo siempre fácil a quienes están a la caza de cualquier extravagancia para exhibirla como ejemplo de la decadencia que promueve lo que llaman posmodernidad y woke«.
Hoy es el este de Alemania, ayer fue Francia, antes de ayer Países Bajos. Y un poco antes, Italia (otro país en el que el antifascismo formaba parte del consenso social hasta la victoria de Meloni), Suecia, Finlandia, Hungría, Polonia, etc. La ultraderecha se ha vuelto mainstream en Europa. O en el mundo entero, si nos fijamos en resultados electorales como los de Filipinas, Brasil, India o Estados Unidos, por citar algunos ejemplos.
Alemania: Una década agitando la xenofobia y exprimiendo las divisiones nacionales
En los resultados alemanes hay, como es lógico, unas especificidades nacionales. Hace unos años empezó a pisar fuerte la organización islamófoba Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente, mejor conocida por la sigla PEGIDA, que, en medio de la “crisis de los refugiados”, en el invierno de 2014-2015, organizó marchas multitudinarias anti-inmigración. En 2017 —cuatro años después de su fundación— AfD irrumpió con fuerza en el Bundestag, obteniendo el 12,6% de los votos y 94 escaños, y aunque el apoyo en el este era muy superior (con un 21,9%), en el oeste lograron un hasta aquel momento impensable 10,7%. Dos años después, en las elecciones regionales de Turingia, Sajonia y Brandemburgo el partido ultraderechista quedó en segundo lugar con más del 20% de los votos.
Los herederos de los nazis han sabido aprovechar el descontento que impera en el este, donde siguen pesando las divisiones que han permanecido tras la reunificación de Alemania y la sensación de que son ciudadanos de segunda. Otro factor es el hecho de que Alemania está experimentando una nueva transición político-económica-social que genera recelos en lugares como Sajonia, denominada Silicon Saxony por la floreciente industria de microchip y cuya economía ha crecido un 30% desde 2000. La AfD ha aprovechado la reacción general al acelerón de la «modernización» por parte de los que sienten que se quedan atrás, especialmente culturalmente y económicamente.
«Lo sucedido en Alemania no es excepcional ni inaugura ningún sendero que no se esté transitando ya desde hace años. Es la muestra de un declive, de una sensación de falta de alternativas y de narrativas que nos alejen del miedo y del odio, de la distopía que imponen en el imaginario colectivo y que promueven quienes temen perder sus privilegios, y que abrazan quienes todavía tienen algo que perder«, dice Miquel Ramos.
Comprando el argumentario de la extrema derecha
Sin embargo, el mayor factor que explica el auge de la extrema derecha (en Alemania, pero también en el resto de Europa) es la estrategia de los partidos conservadores (como la CDU) y socialdemócratas (SPD), que compran los argumentos de la extrema derecha pensando en recuperar a votantes, sin entender que entre la copia y el original, elegirán al original.
El proceso de normalización de estas formaciones, empezado por los que ocupaban el centro o el centro-derecha del arco ideológico, ha permitido que contaminen todo el debate político. El eje se ha escorado a la derecha y llenado de odio, especialmente en materia de inmigración. El racismo, el machismo, la islamofobia y el apoyo al sionismo y al colonialismo han dejado de ser tabú, se han normalizado y, por tanto, los políticos que alardean de ostentar estas posturas parecen opciones legítimas.
«Son sus posturas sobre migración las que protagonizan las principales críticas, obviando que la gran mayoría del resto de partidos defiende lo mismo o se mueven bajo el mismo marco. Un marco cedido ya desde hace tiempo a la extrema derecha y que es instrumental para el capitalismo, obviando el componente estructural y empujando a la clase trabajadora, autóctona y migrante, a competir por los recursos«, explica Miquel Ramos en Público.
Cuando el canciller de centro izquierda, Olaf Scholz, apareció en la portada de Der Spiegel con el titular “Debemos deportar a gran escala” en octubre de 2023, quedó claro que el gobierno socialdemócrata, que había llegado al poder con promesas de políticas humanitarias y sociales, se había desplazado significativamente hacia la derecha. Las políticas derechistas lo siguieron, como la reducción del apoyo financiero para proyectos sociales como la asesoría psicológica y los cursos de idiomas.
El 16 de septiembre, unos días después de las elecciones en Turingia y Sajonia, Scholz cerró las fronteras de su país, contraviniendo leyes alemanas e internacionales. En un esfuerzo por frenar la inmigración, especialmente la entrada de solicitantes de asilo que ya han atravesado otros Estados de la UE, anunció la ampliación de los controles fronterizos temporales para cubrir todas sus fronteras terrestres hasta marzo de 2025 como mínimo. La ministra de Interior, Nancy Faeser, declaró que el gobierno está adoptando “una línea dura contra la migración irregular”. Según Faeser, mientras el nuevo Sistema Europeo Común de Asilo y otras medidas no aseguren una protección efectiva de las fronteras exteriores de la UE, Alemania debe intensificar el control de sus fronteras nacionales con el objetivo de proteger al país de amenazas como «el terrorismo extremista islamista y la delincuencia transfronteriza«. La policía ha señalado que los controles ordenados ya están provocando escasez de personal en la Policía Federal.
El primer ministro polaco, Donald Tusk, criticó públicamente el plan unilateral de Alemania, considerándolo una suspensión sistemática de la frontera Schengen. Por su parte, el ministro del Interior austriaco, Gerhard Karner, señaló que Austria no aceptará a los migrantes rechazados por Alemania, enfatizando que no hay margen de maniobra ahí.
Bajo el lema #StopMigration, el ultraderechista húngaro Viktor Orbán dio la enhorabuena a la medida en Twitter: “Alemania ha decidido imponer estrictos controles fronterizos para frenar la inmigración ilegal. Bundeskanzler Scholz, ¡bienvenido al club!”.
Un proceso que se da en toda Europa
La normalización de la extrema derecha es algo que estamos viviendo en el Estado español desde hace años y que se ha acelerado en los últimos meses. Y es que a lo largo del último verano, el discurso del Partido Popular de Feijóo se ha ido paulatinamente acercando al argumentario de Vox. Todo ello mientras Alvise irrumpe en la escena esparciendo bulos.
Este mismo proceso lo pudimos ver recientemente con el ex primer ministro holandés y próximo secretario general de la OTAN, Mark Rutte, que durante sus 13 años en el Gobierno de Países Bajos hizo del endurecimiento de las políticas migratorias una de sus banderas, cuando el Partido de la Libertad de Gert Wilders le pisaba los talones. En las elecciones del año pasado, tras la dimisión de Rutte por la negativa de sus socios de coalición de dar una vuelta de tuerca más a las reunificaciones familiares, la formación de Wilders acabó ganando y, tras siete meses de negociaciones, está en un Gobierno de coalición —con los conservadores del VVD, el partido de Rutte, los democristianos de NSC y los campesinos BBB— en el que ocupa cinco de los de las 15 carteras.
El caso de Suecia es también ejemplar. Las elecciones de 2022 fueron las primeras elecciones en la que ya el bloque conservador no descartada un apoyo directo o indirecto de la extrema derecha para llegar al poder. Tras una campaña en la que los conservadores del Partido Moderado abrazaron el ideario de mano dura contra la inmigración, la ultraderecha con raíces nazi de los Demócratas de Suecia (SD) les arrebató la segunda plaza. El líder conservador, Ulf Kristersson, es hoy primer ministro pero gracias a un acuerdo con SD que, si bien no tiene carteras ha conseguido que entraran en el programa de gobierno sus peticiones en tema de asilo e inmigración. “Para nosotros ha sido decisivo que un cambio de poder se traduzca en un cambio de paradigma en lo que respecta a la política migratoria”, dijo tras el líder de la formación ultraderechista Jimmie Akesson.
La principal lección que nos dejan las elecciones alemanas, repetición de un patrón ya claro a escala europea, es que prometer no llegar a acuerdos con la extrema derecha no es una condición suficiente para frenar su auge. Sobre todo si, en el camino, como en el caso de la inmigración, ya se ha normalizado su discurso o se han aplicado directamente algunas de las medidas propuestas por estos nazis.
El simple miedo al auge de la extrema derecha o a la amenaza del “retorno de los años 20/30” y de las “nostalgias fascistas” ya no es suficiente para frenar el avance del fascismo. Sin la construcción de un discurso que no sea solo “en contra de” y que se acompañe de una práctica de apoyo mutuo, jamás lograremos pararlo. Y esto es algo que se debe construir de abajo a arriba. Los movimientos sociales son hoy el mejor antídoto contra la extrema derecha. Estar en los barrios, con la gente, trabajando a pie de calle y por y para la comunidad, es imprescindible para vacunar contra el odio y el miedo que la extrema derecha trata de infundir. Señalar a los verdaderos culpables de la precariedad y ofrecer el apoyo mutuo como alternativa a lo securitario y a los discursos de odio. Trabajar la solidaridad de clase, el apoyo mutuo, los cuidados y el sentido comunitario es construir un muro frente a la extrema derecha, que tan solo ofrece más policía y menos servicios públicos y menos derechos para las personas más vulnerables. Las instituciones no van a acabar con la extrema derecha porque en parte, ésta forma parte de éstas, así que, como hemos dicho siempre, solo el pueblo salva al pueblo