Las diferencias entre Junts y Vox en clave nacionalista son evidentes. Pero en lo que a discurso xenófobo se refiere, las declaraciones de ambos partidos resultan peligrosamente similares. Hace unas semanas, el secretario general de Junts, Jordi Turull, nos dejó la siguiente frase: “Aquí no es que haya multirreincidencia, es que hay inmunidad. Se les puede echar. Solo hace falta rigor y firmeza”. Y por ello ha solicitado que se cedan las competencias de control de fronteras a Catalunya, para que las instituciones catalanas empleen la mano dura contra los extranjeros delincuentes. Y no es el único de la formación catalanista que opina así. Su alcalde en Calella, Marc Buch, pidió “valentía a las instituciones para poder expulsar a estos multirreincidentes”, con la típica perla de “si no han venido a integrarse y a trabajar como hace la mayoría de la población, no tienen cabida en nuestro país”. Y Marta Madrenas, diputada de este partido, cuestionaba hace poco el reparto de migrantes llegados a Canarias en pateras, oponiéndose al principio de solidaridad más básico mientras se lamentaba de que en Catalunya hubiese más porcentaje de población migrante que en el resto del Estado.
Sin embargo, el racismo no es un problema exclusivo de Junts. La Conselleria d’Educació de ERC hace poco desvió la responsabilidad por los malos resultados del informe PISA en Cataluña a la “sobrerepresentación de migrantes en las muestras”. Suponemos que los recortes que sufrió la educación con los sucesivos gobiernos de Convergència, ni siete años de inactividad de los gobiernos catalanes tienen nada que ver.
Junts y ERC están enviando un mensaje muy claro a su electorado: la inmigración nos importa, estamos encima del tema. La razón de esta preocupación tiene nombre y apellido: Sílvia Orriols. La alcaldesa de Ripoll representa a Aliança Catalana, una formación independentista xenófoba – su polémica más reciente fue pedir la eliminación de menús halal en sus colegios, los cuales no existen – que hoy es residual pero que, como otras opciones racistas tanto catalanistas como españolistas, ganó terreno en las últimas municipales y aún aspira a avanzar más en las próximas autonómicas. “La Catalunya post-procés tiene sus propios fantasmas, y el de la extrema derecha es uno de ellos”, explica Miquel Ramos en un artículo en Público. “Quizás, el que más interesa estimular a aquellos que siempre han acusado al independentismo de ser supremacista y racista, de ser egoísta e insolidario. No es inocente la cancha que le han dado a la alcaldesa de Ripoll, la ultraderechista Silvia Orriols, algunos medios españoles. Como tampoco son baladí los halagos que recibió de varios ultraderechistas españoles, al ver cómo esta decía lo mismo que ellos, pero en catalán. Pues más allá del idioma y del marco nacional, comparten prácticamente todo lo demás. Orriols es hoy el mayor activo del nacionalismo español, llevando al independentismo al búnker donde siempre trataban de ubicarlo: en una trinchera identitaria excluyente, racista y mesiánica.
[…] La crisis que atraviesa el independentismo cinco años después del referéndum ha servido de caldo de cultivo para que aparezcan nuevos salvapatrias y se refuercen algunos temas que en otros contextos están dando buenos resultados electorales. La extrema derecha, hasta ahora marginal políticamente en Catalunya, ha aprovechado la decepción y la desafección política para venderse como pieza de recambio, y hace tiempo que trata de colonizar las redes y el sentido común de los catalanes con las mismas fórmulas que sus homólogos usan en otros contextos. Haber conseguido la alcaldía de Ripoll les ha servido como palanca, y ahora trabajan sin descanso para lograr atención mediática, ser el foco del debate y preparar su aterrizaje en el Parlament y en muchos otros ayuntamientos”.
Lo que ocurre en Catalunya es lo que ya ha ocurrido en la mayor parte de Europa: conservadores y socialdemócratas, al toparse con un electorado desencantado que busca soluciones fáciles – o mágicas, incluso – en la extrema derecha, deciden imitarla y abrazan el discurso racista, en vez de plantarle cara y combatirlo con argumentos. En definitiva, Junts no quiere convertirse en la “dreteta covarda” (“derechita cobarde”) de Catalunya y ERC sigue por el mismo camino. Sin embargo, esta estrategia, lejos de favorecer a la derecha, promociona y normaliza los postulados de la ultraderecha. Estos partidos, al igual que el PSOE, PP y Vox, están blanqueando políticas en materia de migraciones del Gobierno y de la Unión Europea que no se alejan demasiado del marco criminalizador y ajeno a los derechos humanos que plantea todo abordaje del fenómeno desde la óptica securitaria, el marco habitual de las extremas derechas.
“Es, sin duda, la mayor conquista de la extrema derecha: haber conseguido que sus ideas y sus marcos encajen en el debate democrático, e incluso se hayan convertido en ley en varios países, incluidos aquellos con gobiernos progresistas que, cuando conviene, azuzan el miedo a la ultraderecha mientras hacen políticas y discursos que a menudo no se diferencian demasiado”, resume Miquel Ramos. “Es por esto por lo que toda crítica al órdago de Junts sobre el tema usando la acusación de racismo que no incluya una crítica al racismo institucional, al orden colonial y capitalista es pura propaganda partidista, puro interés por criminalizar a este partido y, de rebote, al independentismo”.
“Hace tiempo que se alerta de la adopción de lenguajes y temas de las extremas derechas por parte de algunos elementos del independentismo catalán”, escribe Nuria Alabao en CTXT. “Periodistas como Guillem Martínez o académicos como Steven Forti llevan algunos años dando pistas de cómo y por qué está sucediendo esto y relacionándolo con el fracaso del Procés y la desafección que ha dejado a su paso. Estos días ya resulta muy difícil negarlo. El clima se ha ido generando progresivamente y al calor de discursos racistas similares a los que impulsan las extremas derechas de toda Europa.
[…] Aunque lo identitario siempre existió en el nacionalismo catalán dominante, la última década se había presentado como lo contrario del nacionalismo excluyente, como agente integrador y culturalmente de izquierdas, e incluso modernizante. Cataluña se ha forjado sobre la imagen de motor económico, de una sociedad avanzada que no podía progresar más por culpa de ser una nación sometida por un actor “externo y anacrónico” (el Estado español). Sobre esta imagen, el mito de un pueblo industrioso y avanzado –una Cataluña capitalista, liberal, civilizada –véase por ejemplo las tesis del historiador Vicens Vives–, el “oasis catalán” frente al atraso carpetovetónico español. Se creaba así la imagen de un nacionalismo progresista y benevolente enfrentado a uno atrasado y “facha” –y racista–. El “volem acollir” de las manifestaciones del 2017 era una manera de reforzar la identidad propia, el sentimiento de superioridad moral frente a la España racista, pero hoy el clima parece haber cambiado de signo y enseña su cara menos amable. Esta vez, los pánicos demográficos se vuelven la excusa para pedir la independencia, como expresa Sílvia Orriols: «Cautivos de un Estado que no controla sus fronteras, que permite la entrada masiva de inmigrantes ilegales, que se rinde a las exigencias de las comisiones islámicas y que es indulgente con los delincuentes y malhechores. La independencia no es una opción, ¡es una necesidad!».
A partir de 2007-2008, la crisis económica en Cataluña se desarrolló como una crisis política en sentido amplio. La secuencia se estableció como un baile de posiciones, en el que el pujolismo se reinventó en procesismo y en el que el catalanismo conservador trató de cabalgar la crisis. Esta supuso el colapso de los efectos patrimoniales del floreciente ciclo 1995-2007 y se llevó por delante a unas clases medias ya muy tocadas por la precarización general, la pérdida neta de trabajos garantizados, la progresiva erosión de los servicios públicos sometidos a un modelo neoliberal-corrupto predador. El Procés, que en realidad arrancó con un soberanismo “desde abajo”, acabó convertido en un experimento de sublimación de los malestares sociales de esta clase media amenazada por la crisis que fue instrumentalizado por unas élites políticas que trataban de sobrevivir a toda costa.
El Procés ha sido muchas cosas, para muchos una esperanza de refundación, de que las cosas podrían ser de otra manera, una herramienta de lucha contra lo establecido, pero también un buen puñado de promesas hechas y rotas por estas élites desvergonzadas que no han tenido ningún problema en mentir para manejar tiempos electorales y desviar malestares sociales. Cuando se han evaporado las promesas incumplidas, ¿que proyectos políticos o de sociedad se han hecho presentes? Junts, como siempre nos recuerda Guillem Martínez, ha sido maestro en guerras culturales, en el uso de los entretelones de la política-fake. Si toda política hoy tiene mucho de espectáculo, el trumpismo de Junts lo lleva a su máxima expresión. El último intercambio de espejitos: los pactos de investidura, y mientras, patada para adelante constante. Porque no es solo la educación. La sanidad está descomponiéndose, Cataluña es la comunidad que más gasta en conciertos privados, casi el doble que Madrid, mientras las listas de espera son ya un problema en un sistema sanitario que ha presenciado varias huelgas de médicos y de enfermeras este año, la más reciente este mismo diciembre. La región se encuentra además enfrentada a una sequía persistente y escasamente preparada para enfrentarla, ya que en esos últimos diez años donde el foco estaba en otra parte, no se ha invertido en ninguna infraestructura que poder activar en casos graves de restricción de agua como el presente. Si la nación independiente que siempre estaba a la vuelta de la esquina iba a solucionar todos los problemas sociales de forma cuasi mágica, cuando la ilusión se difumina, estos todavía permanecen y las soluciones parecen lejanas. ¿Quiénes son los culpables?
La desafección puede ser una fuerza poderosa hacia la derechización. Después de todas las promesas incumplidas, cuando no se puede seguir desplazando los problemas a un ilusorio futuro, lo que queda es la receta que los ultraderechistas usan en todo mundo: un enemigo a quien desviar el malestar, los migrantes o los otros. Es por tanto, una consecuencia de la frustración, pero también lo que queda después de una década de hablar, de pensar, de insistir en la identidad siempre amenazada. El sentimiento de que existe una suerte de derecho al cierre –fronteras, recursos para “los nacionales”– emerge como la consecuencia lógica de la idea de que lo propio corre peligro: una lengua o nación frágil que necesita protegerse. La independencia se presentaba también como una manera de tener instrumentos de autoprotección.
[…] Si al calor del procés, Junts llegó a pedir el cierre de los CIEs, sumando demandas sociales progresistas para intentar integrar distintos proyectos en una propuesta nacional totalizadora, hoy emerge más bien su rostro ultraconservador. Y es un signo de una población asustada donde crecen los ultras”.