El pasado 1 de febrero el ejército de Myanmar dio un golpe de Estado. Desde ese día, se han ido sucediendo las protestas en el país, así como las muertes y arrestos a manos de los militares. El texto que sigue a continuación fue escrito por Soe Ling Aung (en inglés) y publicado en la web chuangcn.org el pasado 5 de febrero. Lo hemos traducido para poder acercarnos al contexto que ha rodeado al golpe.
Durante toda esta semana, mientras caía la noche en Yangon, la ciudad resonaba con el sonido de los residentes golpeando ollas y sartenes y los conductores tocando sus cláxones; un ruido para ahuyentar los espíritus malignos. En Mandalay, trabajadores del sector sanitario se reunieron en formación, sus rostros enmascarados iluminados por las linternas de los teléfonos móviles. Cantaron el himno del levantamiento de 1988, Kabar Makyay Bu, cuyo título es una promesa de lucha sin fin contra el gobierno militar: “No estaremos satisfechos hasta el fin del mundo”. A medida que aumentaban los informes de arrestos, activistas y líderes estudiantiles llamaban a tomar las calles. Los militares pasaron a cerrar Facebook, una forma de comunicación clave en Myanmar, mientras la gente aún circulaba mensajes sobre protestas, manifestaciones y otras formas de resistencia. Un amigo logró comunicarse conmigo: “Lucharemos todo lo que podamos”, decía.
La noticia se había ido acumulando lentamente, disminuyó y luego se aceleró repentinamente: el lunes por la mañana, el ejército de Myanmar lanzó un golpe de Estado. En una serie de redadas matutinas, el ejército detuvo a la líder civil Aung San Suu Kyi, las principales figuras de su gabinete y de su partido, la Liga Nacional para la Democracia (NDL), y un creciente número de artistas y activistas que no formaban parte del gobierno de la NDL. Varias horas después, los militares usaron su red de televisión para declarar un Estado de Emergencia de un año durante el cual gobernaría el general Min Aung Hlaing, comandante en jefe del ejército. El golpe se produjo sólo unas horas antes de que el nuevo parlamento se reuniera por primera vez desde las elecciones de noviembre de 2020, que la NDL había ganado de manera abrumadora.
Las especulaciones sobre un golpe habían aumentado antes de desvanecerse. Durante meses, el partido político de Myanmar respaldado por el ejército, el Partido Unión, Solidaridad y Desarrollo (USDP), había puesto en duda las recientes elecciones, alegando unos 90.000 casos de fraude electoral relacionados con las listas de votantes y las identificaciones de los votantes. Los partidos políticos que representan a los principales grupos étnicos minoritarios también habían planteado objeciones. Antes de la votación, la Comisión Electoral (UEC) canceló las elecciones en partes de la región de Bago, así como en los estados de Kachin, Kayin, Mon, Shan y Rakhine, todas áreas de minorías étnicas donde, según la UEC, el conflicto armado impedía el desarrollo de unas elecciones libres y justas. El 26 de enero, un portavoz militar llegó a advertir sobre un posible golpe de Estado si no se atendían las acusaciones de fraude electoral. Entonces, la ONU y varias embajadas occidentales expresaron su preocupación, tras lo cual se consideró que el ejército estaba haciendo retroceder su amenaza, prometiendo respetar la constitución de 2008 y “actuar de acuerdo con la ley”. El respiro fue breve. La madrugada del lunes, a medida que el golpe avanzaba, se cortó el servicio telefónico y de internet, las tiendas cerraron sus puertas, los bancos y los aeropuertos se clausuraron, y algunos periodistas se escondieron.
Los amigos y la familia describen una atmósfera tensa: llena de posibilidades, pero también alarmante. Como un general amenazó infamemente en 1988, “El ejército no tiene la tradición de disparar al aire. El ejército dispara a matar”. (Y mataron a miles en ese momento). Un pariente mayor, con el que contacté esta semana por teléfono después de varios intentos desde Tailandia, dijo que no querían decir demasiado, sólo que, con algunas tiendas cerradas, les preocupa que se vuelva difícil comprar comida. Un amigo involucrado en actividades políticas me envió un mensaje para decirme que están huyendo, pero a salvo. Algunos de nuestros amigos han sido arrestados, me explicó; otros pasan a la clandestinidad a medida que el círculo de personas detenidas se expande hacia la sociedad civil y las artes. “Es una sensación muy dolorosa” dijo. Los trabajadores sanitarios se levantaron desde el principio. En las horas posteriores al golpe, los empleados de los hospitales de todo el país emitieron llamadas a la desobediencia civil masiva, que comenzaron con su propia serie de paros laborales. Su grupo de Facebook del Movimiento de Desobediencia Civil ganó más de cien mil miembros poco después de lanzarse, antes de que los militares cerraran Facebook. Todavía hay muchas expectativas de movimientos en los próximos días.
Desde entonces, han ido llegando declaraciones de solidaridad desde Tailandia. El Movimiento Progresista, un grupo destacado de las recientes protestas del país, emitió un comunicado condenando los golpes de Estado como una “plaga” en Myanmar y Tailandia. Pidieron un futuro en el que “el poder verdaderamente pertenezca al pueblo”. El Sindicato de Estudiantes de Ciencias Políticas de la Universidad de Chulalongkorn también emitió un comunicado en el que pedía un regreso inmediato a un gobierno civil en Myanmar. En el norte de Tailandia, se podían ver carteles circulando en las redes sociales con lemas de las protestas tailandesas escritos en birmano: “La dictadura debe perecer, larga vida al pueblo”. En el noreste de Tailandia, los activistas por la democracia fueron más directos con su campaña #SaveMyanmar, quemando una efigie de Min Aung Hlaing en las calles. Myanmar también ha sido invitado formalmente (en broma) a la tan cacareada #MilkTeaAlliance, que vincula a jóvenes activistas de Hong Kong y Tailandia.
En los campamentos rohingya en Bangladesh, la situación no es tan sencilla. Algunos rohingya creen que Aung San Suu Kyi está, esencialmente, obteniendo lo que se merece, como la cobarde que traicionó a los rohingya en su momento de necesidad. Otros son más generosos. El poeta rohingya Mayyu Ali llamó a la solidaridad contra los militares, recordando las luchas de 1988.
Con Myanmar en crisis, los informes de los medios de comunicación se han centrado en el contexto inmediato de la disputa electoral. Los análisis iniciales han sugerido poco más que el ejército, insultado y alarmado por su actuación electoral, está reafirmando su poder de la única forma que conoce. Mucho, demasiado, debate se ha centrado en la supuesta racionalidad o irracionalidad de los movimientos de Min Aung Hlaing, especulando sobre sus maquinaciones secretas y su orgullo electoral herido. Desafortunadamente, estas conjeturas psicologizadoras son demasiados típicas en los observadores de Myanmar, que promueven un modo de análisis individual, de arriba abajo y centrado en palacio, excluyendo los factores estructurales.
Cuatro líneas de análisis podrían sugerir un enfoque más productivo.
Primero, podría decirse que el golpe es una sorpresa. Desde cierta perspectiva, los militares no necesitaban lanzar un golpe; ya tienen un poder político y económico considerable, a pesar de haber permitido que un gobierno formalmente civil tomara forma en 2011. En la etapa posterior a 2011, el ejército se reservó una cuarta parte de los asientos del parlamento, suficientes para evitar cualquier enmienda a la constitución de 2008, que en gran medida redactó por sí mismo para proteger su posición. Tres ministerios clave permanecieron bajo control militar exclusivo, incluido el principal cuerpo administrativo del país hasta que nominalmente quedó bajo control civil a finales de 2018. Y quizás lo más importante, la estatura económica de los militares ha crecido sustancialmente desde principios de la década de los 90, cuando el cambio hacia una economía de mercado encontró a generales, sus compinches y diversas compañías militares ocupando posiciones cada vez más fuertes en el sector privado.
He argumentado (junto con Stephen Campbell) que esta transición se entendía mejor no en términos de democratización, sino como una jerarquía cívico-militar que mezcla el liberalismo y el autoritarismo. Para 2015, los generales dependían menos del control político formal de cara a ejercer el poder ahora que habían reforzado su estatura económica. De ahí su disposición a aceptar, incluso a avanzar, un mínimo de democracia liberal, que enriqueció aún más a los generales a medida que las empresas occidentales se volvían más dispuestas a invertir. Los argumentos más amplios sugieren que el pacto de las élites que ha unido a la NDL y al ejército se ha demostrado mutuamente beneficioso, sobre todo económicamente.
En la medida en que estas afirmaciones explican la retirada formal de los militares del poder político formal, ahora deben volver a examinarse. Lo que está en juego no es necesariamente una autonomía repentina de lo político, como si los militares se aferraran al poder político aislado de su fuerza económica. Sin embargo, es posible que sea necesario reevaluar la relación precisa entre la política y la economía. En particular, los generales reclaman ahora poder político desde una posición de dominio económico continuo. Al mismo tiempo, la economía de Myanmar ha estado en declive durante varios años. Unas sólidas cifras de crecimiento económico siguieron al periodo posterior a 2011 hasta alrededor de 2017, después de lo cual, la crisis rohingya y el resurgimiento de los conflictos en los estados de Kachin y Shan ayudaron a impulsar un marcado declive económico. Como lo expresó una cuenta en 2019:
“Los pudientes turistas occidentales se mantenían alejados en masa, preocupados por los derechos humanos. La burocracia estaba obstruyendo los negocios y las inversiones, y el país sigue siendo una pesadilla logística. […] Está claro que la Liga Nacional para la Democracia de Aung San Suu Kyi estaba crónicamente mal preparada para el gobierno y sorprendentemente no ha logrado controlar la economía.”
Por tanto, una posibilidad: el bloque hegemónico posterior a 2011 funcionó una vez bien para enriquecer a las élites tanto civiles como militares, pero con una racionalidad económica cada vez menor, la lógica mutua del pacto ya no se mantuvo. Sería difícil elevar este factor por encima de todos los demás, sin embargo, podría ser fácilmente un factor, e importante, que hiciera más precaria una transición que alguna vez fue simbiótica. La idea central no tiene por qué ser controvertida: la situación política posterior a 2011 fue simplemente histórica. A medida que cambiaban las condiciones materiales, también cambiaban las relaciones de fuerza que alimentaban.
Una segunda línea de análisis es que si el golpe provoca alguna sorpresa dada la gran cantidad de poder que ya ostentaban los militares, tampoco sorprende precisamente por eso: ya estaba claro que, en última instancia, son los militares los que dominan. El golpe simplemente codifica, a medida que se afianza, las relaciones de poder existentes. Esta posición puede resultar más obvia desde las zonas fronterizas de Myanmar, donde los grupos étnicos minoritarios han sido objeto de implacables campañas de contrainsurgencia desde hace décadas. Saw Kwe Htoo Win, vicepresidente de la Unión Nacional Karen, dijo lo siguiente: “No importa si los militares dan un golpe o no, el poder ya está en sus manos. Para nosotros, las nacionalidades étnicas, ya sea la NDL quien esté en el poder o lo tomen los militares, todavía no somos parte de ello. Nuestra gente es la que seguirá sufriendo este chovinismo.”
Esta perspectiva tiene otro ángulo. La supuesta relación entre la apertura política y económica, el tema favorito de los think-tanks, ya no parece tan claro. En cambio, vemos una transición capitalista de décadas entrelazada con una variedad de formas políticas, de la dictadura a la diarquía y de nuevo a la dictadura. Incluso un breve vistazo a los vecinos de Myanmar, China, Tailandia y Singapur, subraya la realidad de que el capitalismo difícilmente garantiza democratización.
Destaca aquí una cierta configuración del poder burgués. Tanto en Myanmar como en la Gran China, por ejemplo, un aparato estatal centralizado, el ejército por un lado, la burocracia del partido-Estado por otro, ha navegado en una relación tensa con fracciones burguesas separadas, algunas de las cuales son políticamente liberales y más conectadas con el Capital occidental. ¿Qué significa romper esta alineación? En Myanmar, los militares ya no tendrán el mismo acceso al capital occidental. Sin embargo, la larga transición capitalista de Myanmar siempre fue impulsada mucho más por el capital del este y sudeste asiático, desde su fluctuante sector de la confección hasta sus agroindustrias en crecimiento y las principales formas de extracción de recursos (a saber, petróleo y gas, especialmente las reservas de gas en alta mar que ahora fluyen hacia Tailandia, y oleoductos y gaseoductos duales que fluyen hacia Yunnan, China). Así, en muchos sentidos, las condiciones de acumulación de capital permanecen en su lugar, incluso si la burguesía liberal doméstica enfrenta una mayor exclusión del botín. La agricultura de semisubsistencia seguirá erosionándose en las vastas zonas rurales y las zonas fronterizas montañosas de Myanmar a medida que se expande el trabajo precario y de bajos salarios en los centros urbanos.
Sin embargo, si es cierto que las perspectivas de inversión chinas no están del todo claras, aunque presumiblemente estarán sujetas a menos interrupciones que los más endebles proyectos occidentales. Por un lado, la respuesta silenciosa del gobierno chino al golpe de Estado, señalando una “reorganización del gabinete”, refleja una tendencia constante a enmarcar los disturbios políticos simplemente como una cuestión de asuntos internos. La inversión china siempre fue considerable durante los años de dictadura militar en Myanmar. Desde el lado chino, no hay razón para esperar vacilación alguna seria para enfrentar la nueva dictadura militar. Por otro lado, el gobierno del NDL logró desarrollar relaciones muy sólidas con China, y el ejército de Myanmar ha visto durante mucho tiempo a China como un respaldo a las insurgencias en las fronteras chinas de Myanmar, desde los más de cuarenta años de rebelión del Partido Comunista de Birmania hasta los grupos armados que emergieron a su paso. Existe alguna posibilidad (por pequeña que sea) de que la presunta dependencia de facto de los militares de China ya no esté totalmente garantizada. Independientemente, China ha invertido mucho en varios proyectos de infraestructuras importantes, desde la presa Mytsoneen el norte de Myanmar hasta el Corredor Económico China-Myanmar en el oeste del país, parte de la Iniciativa BRI. Es de suponer que el gobierno chino tratará de impulsar estos proyectos independientemente del liderazgo político en Myanmar. Esta relación sólo se vería amenazada si el ejército de Myanmar se moviera para romper lazos con China (muy poco probable), y no al revés.
La tercera línea de análisis ya ha surgido: el punto de vista de las zonas fronterizas. La discusión sobre las acusaciones de fraude electoral de los militares, que en general se considera infundada, ha eclipsado en gran medida el hecho de que la UEC simplemente canceló las elecciones en muchas áreas de minorías étnicas. Lo que está en juego es la relación de las zonas fronterizas con el conflicto, el capital y las transformaciones políticas de las últimas décadas. Desde la década de los 90, el capitalismo de frontera en las vastas áreas fronterizas de Myanmar (inversión en minería, madera y agroindustrias como plantaciones de aceite de palma, principalmente de capitalistas tailandeses, chinos y de las tierras bajas de Myanmar) ha incorporado a las élites económicas y políticas de las minorías étnicas dentro de la transición capitalista de Myanmar, poniendo fin en gran medida a la amenaza que alguna vez existió de los grupos armados étnicos al Estado. Podría decirse que esta fue la dinámica decisiva que hizo posible las reformas políticas y económicas del periodo posterior a 2011.
¿Es posible que, con tanto énfasis en la disputa electoral de los militares, se avecine un desmoronamiento más amplio de la trayectoria política y económica de Myanmar? Si la incorporación de las zonas étnicas fronterizas a través del capitalismo fronterizo finalmente puso fin a las amenazas existenciales al Estado de Myanmar, entonces la privación del derecho al voto en las zonas fronterizas, una ruptura con esa dinámica de incorporación, sugiere un potencial cierre a un ciclo histórico que apuntalaba la posibilidad misma del Estado a través de una larga transición capitalista. A medida que avanzaba el golpe, también surgían informes sobre enfrentamientos militares que se estaban gestando en los estados del este de Myanmar, Shan y Kayin, lo que indica un posible regreso al conflicto abierto. Sin embargo, a pesar de la cancelación de las elecciones, sería un error sobrestimar el grado en que las minorías étnicas, además de sus élites económicas y políticas, se entendieron a sí mismas con derecho a voto en primer lugar. Más aún, la extracción de recursos y la agroindustria en las zonas fronterizas, pilares del capitalismo fronterizo, enfrentan poca amenaza en el contexto del golpe, ya que están más conectadas con las fracciones militares que con las fracciones burguesas liberales de la clase dominante de Myanmar. La dinámica de incorporación que impulsan parece que va a continuar.
En cuarto lugar, debe agregarse que Aung San Suu Kyi parece haber fracasado, de manera decisiva, en su intento de construir y mantener relaciones con los militares. Lo más notorio es que Suu Kyi compareció ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya para defender a Myanmar de los cargos de genocidio cometidos por los militares contra los roghinyas. Los observadores externos vieron su aparición como un movimiento político, incluso cínico, para proteger a los militares de la condena internacional con el fin de ganarse el favor de los generales. Su objetivo, en última instancia, era construir relaciones lo suficientemente sólidas con los militares para que su partido pudiera impulsar enmiendas a la constitución de 2008 que forzaran más completamente a los militares a salir de la política formal. En cambio, se encuentra una vez más prisionera.
Las razones de su fracaso se debatirán hasta la saciedad. Las discusiones hasta la fecha sugieren superficialmente que los militares simplemente se pusieron celosos de su continua popularidad y éxito electoral. Se dice que los ha “superado”, por ejemplo, en las redes sociales cuando se trata de expresar su sentimiento anti-rohingya. Un análisis más sofisticado será necesario. Provisionalmente, sin embargo, uno observa que la fascinación por las relaciones cívico-militares (léase relaciones Suu Kyi-Min Aung Hlaing), abstraídas de las fuerzas políticas y económicas más grandes, con demasiada frecuencia reducen la política a la personalidad, estructurada hacia la contingencia individual. El punto no es que estos líderes no importen, sino simplemente que aun cuando los líderes hacen historia, no es en las condiciones que ellos mismos eligen. El tiempo de psicologizar las intrigas palaciegas ha terminado. Ha llegado el tiempo de la resistencia. Y no estaremos satisfechos hasta el fin del mundo.
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