La Gran Redada de 1749: imaginando las identidades nacionales

Escrito por Luis Moreno. Extraído de El Salto

Era medianoche del 30 de julio de 1749. El cielo, vestido en tonos grises y desdibujado por la bruma de la noche, cubría un paisaje que pronto se vería sacudido por una serie de eventos que quebrarían la calma en toda España. Sevilla, Cádiz, Madrid, Zaragoza vieron truncada la paz de su descanso esa noche, cuando el resonar de pesadas botas de oficial que avanzaban con una determinación implacable inundó los adoquines de sus calles y sus plazas. Cada paso levantaba polvo y voces de alarma, transformando la calma nocturna en un atormentado desasosiego. Llegaron a por los gitanos, a quienes sacaron abruptamente de sus catres y sus toldos, y tenían ordenes precisas para apresarlos. Lo había ordenado Su Majestad el Rey.

En cuanto los sacaron de sus casas y cobijos, procedieron a separarlos por sexos: Hombres y niños mayores de siete años por un lado, mujeres y niños menores de siete por otro. Este cruel desmembramiento familiar desencadenó las primeras protestas y conatos de resistencia por parte de las familias que no querían saberse separadas en esta indescriptible pesadilla, mas sin que lleguemos a saber realmente el alcance de éstas, podemos concluir que fueron sofocadas. La agitación de los gitanos ante tal repentino episodio debió de ser proporcional a su perplejidad, pues no podían imaginar de qué delito era que se les acusaba, más en tanto que no fueron algunos o unos pocos, si no la práctica totalidad de los gitanos, que fueron prendidos en el mismo sitio y a la misma vez. Perplejidad que daría paso a la indignación, pues cuando los gitanos acudieron a las iglesias para acogerse al asilo sagrado, se encontraron con que tal derecho les había sido revocado, y por orden del mismísimo Papa de Roma.

Apresados e indefensos, los gitanos apenas opusieron resistencia. Las caravanas que alguna vez serpentearon por sendas y caminos fueron atrapadas por un despliegue militar sin piedad. Los paraderos, emblemáticos refugios de tradición y resistencia de los últimos gitanos nómadas, se convirtieron en el blanco de un operativo sin precedentes. Algunos, los más tenaces y que aún conservaban una existencia semi o totalmente nómada, familiarizados con la geografía regional, se refugiaron en los montes y los campos, huyendo de aquella redada sistemática a la población gitana. Estaba en juego su misma existencia.

Se conocería como la Gran Redada de Gitanos, y había sido orquestada por Zenón Somodevilla y Bengoechea; El Marqués de la Ensenada, Ministro de Hacienda, Guerra, Marina e Indias, probablemente el más ferviente defensor y principal abanderado de los principios ilustrados de la Modernidad en España. El Marqués había orquestado una operación que se recordaría no solo por su brutalidad, sino por su intencionalidad: la Prisión General de Gitanos. Tan maquiavélico plan no se alumbró cómo un arbitrario despliegue de fuerza, de ejercer el poder por el poder mismo, ni fue tampoco una medida irreflexiva o desprovista de precedentes. Fue un intento sistemático de erradicar una forma de vida que desafiaba la visión ideal de una España que se había imaginado a sí misma moderna y homogénea culturalmente, absolutamente blanca; y únicamente paya.

Ante la mirada ilustrada del Marqués de la Ensenada, la puesta en marcha de semejante aparato político-militar se justificaba cómo algo más que una medida de control social. Se constituía como una misión de purificación cultural, en donde la mera existencia de una población que existía más allá de los límites de la Razón y el Progreso suponían una amenaza a la consolidación de una España de ambición absolutista y moderna, que se miraba en el espejo del iluminismo europeo y en cuyo establecimiento había trabajado el marqués insistentemente, a través de reformas y medidas en diversos campos, establecidas para tal fin. Entre ellas, la reforma naval de la armada española, a cuyo fin serían destinados los varones gitanos en los arsenales de La Carraca de Cádiz, Ferrol y Carteagena, donde muchos trabajarían forzosamente hasta la extenuación y la muerte.

Para el pueblo gitano y parte de la sociedad española de la época, La Gran Redada de Gitanos supuso un episodio trágico y desconcertante. Para el monarca del momento, suponía el culmen a una serie de medidas que se habían ejecutado históricamente para atajar una cuestión con siglos de recorrido. Ellos la llamaban “el problema gitano” o “la cuestión gitana”. Se trataba sin embargo de una cuestión que no era más que el rechazo reflejo de una nación que hacía siglos que no podía concebir en su seno otras formas de existencia, de estar en el mundo. Una cuestión de supremacismo ideológico que venía instaurándose históricamente desde los comienzos de Edad Moderna.

Desde la Pragmática de Medina del Campo en 1499, bajo el reinado de los Reyes Católicos, España estableció una dinámica de persecución, exterminio y epistemicido hacia el pueblo gitano, nueva amenaza al orden social blanco y absolutista autoimpuesto por la Corona para su nación. Bajo el amparo de la pragmática sanción, se proscribió el estilo de vida gitano en múltiples de sus manifestaciones, instaurándose un mecanismo temprano de control social que buscaba erradicar aquellos elementos percibidos cómo “disruptivos” y clasificados cómo indeseables (o quizás fue al revés) para el orden establecido. A través de los años, la legislación de marcada ideología anti-gitana se volvió cada vez más frecuente, y sus aplicaciones fueron, también, más severas. La lengua, las ropas y las artes de los gitanos se sentenciaron prohibidas, pérfidas e incluso impías. Los modos de vida y oficios propios de los gitanos les fueron prohibidos, cuando no severamente restringidos, obligándolos a su vez en sus leyes y ordenanzas a “tomar domicilio fijo” y “adoptar oficio conocido” toda vez que los municipios donde establecer residencia les eran acotados, y se les excluía de los gremios, en un ejercicio de perversa hipocresía y negligencia. Bajo este precedente, la existencia del pueblo gitano resultó en una auténtica carrera contra la muerte y el presidio, pues el mismo ejercicio de hablar su propia lengua, tratar con caballerías o vestirse cómo sabían, porque así se habían vestido siempre, suponía un más que probable pasaje a galeras, la horca, la guillotina, o la extirpación, con hierros ardientes, de la propia lengua.

Con este caldo de cultivo, las acusaciones contra los gitanos por crímenes y comportamientos asociales se convirtieron en una constante a través de la historiografía de los siglos XVI Y XVII. Dichos relatos no solo servían para justificar la opresión por parte del Poder, también constituían una maquinaria a través de la que construir una imagen social del gitano cómo elemento disruptivo y amenaza natural para el orden establecido por la Europa de la época. La perpetuación de un imaginario deliberadamente indeseable sobre la humanidad gitana constituiría en si misma una ideología deshumanizante, requisito previo a la justificación necesaria para poner en marcha un plan de exterminio, pues si las mentes ilustradas promulgaban la igualdad de todos los hombres, para poner en funcionamiento un auténtico proyecto genocida cómo el que nos ocupa, primero habría de despojar al mismo de su condición más intrínseca: la humanidad. Por sorprendente que pueda parecer, ésta fue una praxis común por parte las potencias europeas en el momento histórico de su expansión: la invasión y el establecimiento del colonialismo siempre pasaba por la construcción de narrativas que habrían de clasificar a los pobladores originarios de las tierras de ultramar cómo seres y sociedades primitivas, indignas de un trato igualitario e inmerecedoras de gestionar las tierras que siempre habían habitado. Y por tanto, legítimamente conquistables y explotables. Todas estas prácticas y construcciones discursivas resultarían en la construcción del pueblo gitano como ”el Otro”, contraespejo de lo que un individuo habría de ser en el Estado Moderno proyectado e idealizado por el Poder Blanco.

Así, la Gran Redada se instituyo cómo culmen ultimo de un proceso de proscripción y deshumanización de un grupo humano que se ideó como un elemento contrario y pernicioso para el cuerpo social del Reino en un momento histórico en el que España se imaginaba y creaba así misma cómo el futuro Estado Nación en el que se constituiría. Hablamos aquí, de un momento en el tiempo, durante los siglos XVIII y XIX, España se hallaba inmersa en un proceso de construcción identitaria enmarcado en los ideales de la Modernidad Europea de la Ilustración. Esta visión exponía la racionalidad, la centralización y la homogeneidad cómo los pilares centrales bajo los que el estado debía erigirse. Bajo este marco de racionalidad y progreso, la persecución de grupos sociales minoritarios o diferenciados como los gitanos se convirtió en un proceso crucial para definir y consolidar una identidad nacional unificada y homogénea. La Ilustración promovía la idea de que una nación moderna debía ser uniforme y centralizada, libre de cualquier atisbo de diversidad que pudiera desafiar su autoconcepción irreal, que llamaron estabilidad. En este contexto, los gitanos, portadores de una tradición, práctica y estilo de vida distintivas, fueron estigmatizados como el “otro” y representados cómo una amenaza para la visión del cuerpo social moderno que perseguía la unidad y la homogeneidad.

Hubieron de pasar dieciséis años para que, tras la reiterada constatación de la inviabilidad de su ejecución, la prisión general de gitanos fuera puesta en alto, el día 6 de Julio de 1765. La maquinaria estatal habría de hallarse material y humanamente insuficiente para confrontar simultáneamente control de los y las presas, la ejecución de los trabajos y labores a los que eran forzados, y también las quejas y protestas de vecinos, que, aunque no fueron generales, sucedieron. Las bajas por muerte de los hombres en los arsenales se volvieron insostenibles; las mujeres, por su parte, pusieron enconado empeño en ejercer la resistencia en los monasterios y las casas de misericordia en las que estaban presas, boicoteando moral y económicamente la viabilidad de su presidio, cuando rompiendo sus camas, útiles y ropas, se amotinaron desnudas y envalentonadas, produciendo el espanto en la moral de los curas y las monjas, y el hartazgo entre los administradores.

En este estado de cosas es que llegaría definitivamente la orden de liberación, el 6 de Julio de 1765, dieciséis años después de la puesta en marcha del pérfido operativo, cómo hemos mencionado anteriormente. Antes de esta fecha, ciertamente hubo algunas liberaciones de familias, una vez se había constatado, tras la redada, que muchas de las familias apresadas, eran precisamente las que más integradas estaban en la economía social de sus lugares de residencia. Pedanías y vecinos —payos— hubieron de testificar la “normalidad” con la que estas familias llevaban a cabo su existencia, normalidad que había de ser ratificada por algún brazo del Poder: La Iglesia.

No era una práctica que fuese desconocida dentro del aparato de poder en España. Al igual que había sucedido en las colonias, la Iglesia Católica emergió como un actor crucial en el proceso de control y asimilación de los gitanos, ahora que esta nueva instrucción política se había dado. Tradicionalmente, la Iglesia había sido un eje articulador en la vida social y cultural de la nación, y ahora se convirtió en un pilar de la colonización cultural. Su actuación no se limitó a la esfera religiosa, sino que se instituyó como un mecanismo mediante para imponer la moral social y el lugar social que la España de la modernidad y el progreso había reservado al pueblo gitano: ahora que la exterminación había fracasado, habrían de difuminar su diferencia entre la masa homogénea de la población.

Para conseguir dicho objetivo, se pusieron en práctica políticas de asimilación impulsadas por la Iglesia para convertir a la población gitana en una nueva ciudadanía cristiana y respetable. La conversión al cristianismo y la práctica de sus ritos matrimoniales y bautismales era requisito imprescindible; entre los gitanos que deseaban blindar su seguridad, la creación de cofradías y su adhesión a otras ya creadas se convirtió en una prioridad. Con la implantación de esta medidas y reformas, la iglesia tuvo un éxito considerable, instaurándose en organismo de control social y aculturación, donde las propias prácticas culturales de los gitanos fueron, sistemáticamente, borradas y despropiadas en un ejercicio de poda y jardinería donde se preservarían aquellos elementos útiles y se desecharían o estigmatizarían aquellas prácticas reprobables que no pudieron eliminar. En su rol como institución de control, la iglesia no sólo participó en la erosión de la identidad cultural gitana, también perpetuó sobre esta la opresión y la subalternización.

Estas dinámicas de opresión y dominación se perpetúan hasta la actualidad, y cómo fruto de ellas la marginación y el racismo siguen orillando al Pueblo Gitano a los márgenes de la sociedad. La visión deshumanizada imperante en la sociedad son patentes casi cada vez que aparecen en los medios de comunicación, y la desigualdad en las condiciones de vida de gran parte de esta población es otro síntoma evidente de esto. El ejercicio de sus prácticas sociales, es todavía señalado cómo indeseable, y la ideología de la integración se vierte sobre sus conciencias desde todos los frentes del sistema: vecindarios, colegios, los servicios sociales, medios de comunicación, discurso de masas en redes sociales…

Es poca conocida la historia de Rosa Cortés, una gitana que fue presa en la Casa de Misericordia de Zaragoza, durante los años de la Gran Redada…en enero de 1753, la gitana lideró un motín de decenas de mujeres gitanas que arrancaron los clavos de las vigas del techo de la Casas, y abrieron un boquete en la pared para escapar. Durante los aciagos días de la segunda guerra mundial, un 16 de Mayo de 1944, 6000 gitanos encerrados en Auschwitz Birkenau se armaron de piedras, estacas y cualquier elemento empuñable para levantarse en en rebeldía contra las SS y su ejecución programada. En el siglo XVI, Lope de Vega plasmaba literariamente la resistencia de las mujeres gitanas cuyos maridos habían sido condenados a galeras:

FAJARDO
En las galeras irá preso y jamás ofendido.
Estas son mujeres solas.
¡Con qué lealtad van al puerto,
en siendo que arriban cierto
las galeras españolas!
Allí les llevan dinero,
regalos, ropa, calzado…;
tanto, que fuera forzado
por ver amor verdadero.

CASTELLANOS
Haceos gitano.

FAJARDO
Sí haré.

CASTELLANOS
No hay camino de galeras

Estas son solo tres manifestaciones de resistencia. La resistencia de los gitanos durante la Gran Redada fue una afirmación de su derecho a ser, a existir cómo legítimamente lo hacían, fue una lucha por mantener su identidad ante un estado supremacista que pugnaba por imponer una única forma de estar y existir en España, en el mundo. La resistencia no es únicamente una reacción a la persecución, también constituye una declaración de rechazo a una ideología supremacista que gestiona la diversidad señalándola cómo amenaza al orden social.

Esta ideología tiene una continuidad en los discursos de odio en contra de los inmigrantes y las minorías culturales y religiosas que promueven un nacionalismo supremacista basado en una identidad excluyente que clasifica todo aquello percibido cómo ajeno cómo elemento nocivo y contaminante de una concepción de España heredera del ideal proyectado durante la Modernidad ilustrada.

En la actualidad, diversos movimientos y plataformas sociales construyen sus propias narrativas para imaginar y reivindicar su propio derecho a la identidad y a la existencia en la España y el mundo contemporáneo.

Los hechos de la Gran Redada de Gitanos de 1749, y la historia de los gitanos que la resistieron —¡De los que descendemos todos los kalós y kalís que existimos hoy!— , ponen de manifiesto lo irreal de un proyecto que niega las diversas formas de existencia como parte intrínseca de su identidad, toda vez que subrayan la importancia de la diversidad cultural en la construcción de una identidad nacional auténtica que no constituya una amenaza contra las vidas que la habitan. En el aniversario 285 de la fatídica noche del 30 de Julio de 1749, reinvidicamos, en unos momentos en que desgraciadamente el occidente moderno sigue enfrentando tensiones entre homogeneidad y pluralidad, la lección de la Gran Redada: la construcción de una identidad nacional contemporánea debe ser capaz de abrazar y celebrar su propia diversidad.

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