El pasado ocho de marzo miles de personas recorríamos las calles de Madrid (y de tantas otras ciudades) gritando contra el patriarcado. Nos encontramos, nos dimos fuerza, vimos que no estamos solas, muchas comentamos “la cantidad de gente este año” o “cuántas chicas jóvenes y combativas”. Y aunque sabíamos que era solo un momento de respiro, no esperábamos un golpe de realidad tan fuerte como el que recibimos al día siguiente leyendo la noticia de que en Guatemala, durante ese mismo día de lucha de las mujeres, 40 niñas habían muerto calcinadas en manos del Estado.
La historia es seguramente conocida por todos/as, ya que apareció en todos los medios de comunicación: tras una fuga masiva y amotinamiento de las niñas y adolescentes internas en el centro de menores Hogar Seguro Virgen de la Asunción, un grupo de ellas prende un fuego como protesta y el incendio se descontrola mientras las niñas, encerradas, se queman.
Cuando estas líneas vean el papel un mes después, esto ya no será noticia. Las cifras se habrán dado, las imágenes de familiares desconsolados/as se habrán publicado y el morbo de la desgracia ya se habrá disipado. Pero la rabia dura.
Rabia porque fueron invisibles hasta el momento en que desaparecieron. Rabia porque no fueron noticia las condiciones sociales que las llevaron a acabar en un “Hogar” como aquel, ni lo fueron sus historias de violencia, embarazos, abortos, maras y pobreza, en un país catalogado por Naciones Unidas como el segundo con mayor desigualdad de género en Latinoamérica. Rabia porque tampoco fueron noticia las reiteradas denuncias contra el centro por violencia sexual y maltrato desde hace años, ni las fugas anteriores a ésta, que no son algo puntual sino que se sucedían (y se suceden) de tiempo en tiempo. Rabia porque no son noticia las supervivientes. Porque no fueron noticia en vida, sino solo una vez muertas.
Los medios buscaron culpables y hablaron de negligencia por parte del Estado, de mala gestión, de hacinamiento. Pusieron el grito en el cielo porque las chicas estaban encerradas bajo llave en aquel momento y llamaron la atención sobre el hecho de que a pesar de ser un centro destinado a menores en situación de vulnerabilidad, víctimas de abusos, etc., albergaba también a menores que cumplían pena por algún delito (lo cual nos hace preguntarnos si realmente piensan que esos/as menores “delincuentes” no son también vulnerables ni han sufrido ningún abuso).
Pero esta horrible matanza del pasado 8 de marzo no debe hablarnos de negligencia, ni de fatalidad, ni de mala gestión. Lo que debe recordarnos es que esto no es un hecho puntual y que aunque estas cuarenta se hayan ido de golpe, sigue habiendo miles sufriendo las mismas condiciones, los mismos abusos, y que si no se hace nada seguirán siendo invisibles hasta que otra “catástrofe” les lleve a las portadas.
“No fue el fuego, fue el Estado”, se repetía en las redes sociales durante los días posteriores. Por supuesto que fue el Estado, pero no ha sido la primera vez ni será la última. Por eso la solución va más allá de cesar a unos cuantos responsables, de mejorar y reformar este centro o incluso de cerrarlo. La solución debe pasar por comprender que la protección de las mujeres y de la infancia no se consigue encerrándola en centros deshumanizados que concentran y multiplican las violaciones de las que huyen los y las niñas.
Sin ir tan lejos
No es necesario mirar al otro lado del charco para ver la brutalidad del Estado con la infancia marginada. Aquí también se encierra a chavales/as para “educar”, sean de los/as que se consideran vulnerables o de los/as que llaman delincuentes. Aquí también lleva años denunciándose la situación en los centros de menores. Aquí también mueren niños/as en manos de las instituciones. Recordamos a Ramón Barrios, quien murió en 2011 en el centro de menores Teresa de Calcuta tras ser golpeado y “contenido” por el personal del mismo, o los numerosos supuestos suicidios que salpican la prensa de vez en cuando pasando casi desapercibidos, el último de ellos ocurrido hace tan solo dos meses en el centro La Zarza en Albanilla, Murcia.
El pasado diciembre publicamos un artículo sobre la situación de un grupo de niños de origen marroquí que llevaban meses durmiendo en un parque del madrileño barrio de Hortaleza, frente al centro de menores del que huyeron alegando malos tratos (www.todoporhacer.org/soledad-corredores-parque). Poco después, los niños se fueron del parque durante un tiempo, no sabemos bien a dónde. Casualmente, unos días después de lo ocurrido en Guatemala, nos enteramos de que los niños han vuelto al parque, y de que la solución que ha encontrado la Policía Municipal ha sido echar el candado cada noche y dejarles encerrados en el parque hasta la mañana siguiente. Así es la custodia de la Comunidad de Madrid con sus menores tutelados/as: si no podemos mantenerles encerrados/as en los centros, habrá que hacerlo en los parques. Al fin y al cabo, sale más barato.
Murieron gritando
En Guatemala, las niñas del “Hogar Seguro” Virgen de la Asunción nos han recordado que si además de pobre y menor eres mujer, la opresión la sufres por partida triple. Pero también han recordado al mundo que ante ello, solo vale levantarse y decir basta.
Hay varios sucesos que se consideran parte del origen de la celebración del 8 de marzo como Día de la Mujer Trabajadora. No podemos evitar recordar que uno de ellos fue el incendio en 1911 de la fábrica Triangle Shirtwaist de Nueva York, en el que murieron 123 trabajadoras de la confección (si bien este incendio tuvo lugar un 25 de marzo). Más de un siglo después, en 2017, cuarenta niñas muertas bajo las llamas en Guatemala nos han recordado que nos quedan muchos ochos de marzo, no de celebración sino de lucha.