El demorado fallecimiento de Henry Kissinger (que se produjo el pasado 29 de noviembre), sin duda uno de los mayores criminales de guerra de la segunda mitad del siglo XX, ha puesto de relieve duplicidad ética del imperio al que servía y de la prensa occidental, que lo ha exaltado como un gran estadista y un consumado geoestratega. Pocos medios le han llamado por lo que fue: un genocida.
Permanecerá en nuestra memoria el despiadado y sangriento legado que caracterizaron sus ocho años al mando de la política exterior estadounidense, entre 1969 y 1977, durante las presidencias de Richard Nixon y Gerald Ford (aunque en total llegó a asesorar a 12 presidentes distintos en una capacidad más informal). Se convirtió en el máximo símbolo internacional de la realpolitik, priorizando los intereses de EEUU en detrimento de los derechos humanos en la etapa de distensión de la Guerra Fría.
Fue influyente, entre otras decisiones, en el bombardeo secreto de Camboya entre 1969 y 1970, en un intento de Washington de convencer al bloque comunista del norte de Vietnam de que era capaz de cualquier atrocidad para terminar la guerra. Esta estrategia recibió el nombre de “teoría del loco” (madman theory).
En 1975 dio luz verde a la invasión de Timor Oriental por parte de Indonesia y le entregó armas estadounidenses al general Suharto, que causó la muerte de más de 100.000 civiles.
Ese mismo año, puso en marcha el Plan Cóndor para evitar que países latinoamericanos virasen a la izquierda. El 28 de noviembre de ese año, representantes de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia y pactaron un acuerdo secreto para perseguir y eliminar a militantes políticos, sociales, sindicales y estudiantiles: una suerte de Interpol anticomunista. En Argentina, por ejemplo, Kissinger apoyó a la junta militar que en 1976 depuso a la presidenta peronista María Estela Martínez de Perón e impuso a Jorge Rafael Videla como presidente. En Paraguay, se puso del lado de la larga dictadura militar de Alfredo Stroessner, en el poder desde 1954 (su saldo fue de 50.000 asesinadas, 40.000 desaparecidas y 400.000 encarceladas). En Uruguay, de Juan María Bordaberry, que había sido elegido democráticamente, pero disolvió las cámaras e instauró una dictadura en 1973. Y en Chile apoyó el golpe de Estado de Pinochet y la dictadura del terror que la siguió. Se dice que Kissinger dijo de Pinochet “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
Kissinger creía en destruir todo lo que se pueda para obtener una ventaja que sea decisiva en el terreno de las negociaciones. En matar “todo lo que se mueva” para que EEUU conserve su reputación. Las víctimas de sus decisiones se cuentan por millones. Y pese a ello, murió tranquilo, en la cama, con honores de Estado.
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