La Isla de las Tentaciones y el capitalismo emocional

«Hay un momento muy impactante en España que está siendo viral» – Whoopi Goldberg

La Isla de las Tentaciones es el reality show del momento. Las imágenes de Montoya en la playa han dado la vuelta al mundo y han generado más memes que la señora llorando gritándole al gato. El programa, que consiste en llevar a una serie de parejas muy pero que muy cisheterosexuales a una isla, separarlas y encerrarlas en casas distintas con «tentadores» y «tentadoras» que buscan enrollarse con ellas a toda costa, refleja y moldea las dinámicas de pareja contemporáneas, destacando la influencia de las redes sociales y la cultura de la vigilancia en las relaciones sentimentales. De esta manera, el formato del reality expone las tensiones entre la intimidad y la exposición pública, cuestionando la autenticidad de las emociones mostradas en pantalla.​

La televisión es un espejo de las normas sociales y su capacidad para reforzar o desafiar los modelos tradicionales de amor y fidelidad. La Isla de las Tentaciones utiliza la narrativa y la edición para construir arcos dramáticos que capturan la atención del espectador, al tiempo que perpetúan ciertos estereotipos de género y refuerzan roles tradicionales y reducen las relaciones humanas a dinámicas simplistas. En primer lugar, se refuerza la idea de la mujer como objeto de deseo y como figura emocionalmente vulnerable, mientras que el hombre es presentado como una figura que busca la reafirmación de su masculinidad a través de la conquista y el poder sobre las relaciones. Además, la representación de las mujeres en situaciones de celos, traición y sufrimiento por su pareja tiende a consolidar la noción de que las mujeres son inherentemente más emocionales y dependientes de sus parejas para su felicidad y estabilidad.

Por otro lado, el programa también refuerza la noción de que la fidelidad y la posesión son valores claves en las relaciones románticas, y estos valores se presentan como una lucha constante, donde las mujeres deben «probar» su lealtad a sus parejas, mientras que los hombres son desafiados a demostrar su «virilidad» y su capacidad de control en un ambiente de tentaciones. Esto limita la representación de las relaciones al ámbito de la competitividad, celos y control, en lugar de reflejar la diversidad de experiencias y valores que las personas pueden tener dentro de sus relaciones afectivas y sexuales. Este tipo de narrativas no solo sostiene estereotipos de género, sino que también presenta un enfoque reduccionista sobre el amor y la fidelidad, que no refleja la complejidad ni la variedad de relaciones en la vida real, sino que busca explotar las emociones extremas como principal fuente de entretenimiento.

Además, realities como éste sobrerrepresentan a personas de clase trabajadora, exponiéndolas a dinámicas de humillación por cantidades de dinero pequeñas: airean sus trapos sucios, follan delante de las cámaras y hacen el imbécil por un puñado de euros. Esta exposición televisiva no solo convierte el sufrimiento emocional y la intimidad en espectáculo, sino que reproduce desigualdades sociales al convertir en entretenimiento los conflictos y vulnerabilidades de quienes menos poder tienen. En otras palabras, la televisión comercial instrumentaliza la precariedad económica y emocional de estas personas para sostener una narrativa atractiva y rentable.

El impacto cultural del programa es innegable. Y, si no, que se lo digan a nuestro amigo J., fiel espectador del mismo. Se trata del contenido más visto en la tele, que a su vez genera otros programas de debate, podcasts y más formas de consumo de contenido. Por ello, hemos considerado oportuno rescatar un artículo titulado «La Isla de las Tentaciones y el capitalismo emocional«, escrito por el filósofo Eudald Espluga y publicado en El Salto en octubre de 2020, con motivo del estreno de la primera temporada del programa. Nos parece un artículo interesante porque, entre otras, aporta una reflexión muy novedosa: este programa, trufado de lenguaje de autoayuda, fomenta el individualismo y la cultura de la autosuperación, en detrimento de las soluciones colectivas y el apoyo en el grupo de amigas para salir de una crisis (romántica, política, emocional, social, etc).

Os dejamos a continuación con el artículo de Eudald.

Empecemos con una idea contraintuitiva: “La Isla de las Tentaciones” no es un reality sobre el amor romántico. No trata de sexo ni de relaciones de pareja. A pesar de la mezcla entre iconografía bíblica y erotismo kitsch que define el imaginario visual del programa —el paraíso, la serpiente, la manzana, los fornidos cuerpos desnudos, la hoja de parra—, la tentación de la isla nada tiene que ver con la fragilidad de la carne. Lo verdaderamente pornográfico nunca ocurre de noche, en la piscina o bajo las sábanas. El reality se vuelve obsceno a la luz de los focos, cuando los concursantes adoptan la retórica de la realización personal para explicar —y explicarse a sí mismos— todas sus acciones: el simulacro de transgresión romántica se empaqueta como una narrativa emancipadora sobre el amor propio, el autoconocimiento y la conquista del bienestar emocional. 

Desde el principio, “La Isla de las Tentaciones” deja clara su premisa: los concursantes vienen a poner a prueba su relación, pero lo hacen a título individual. La experiencia está destinada a cuestionar si sus sentimientos son sinceros, si están viviendo de acuerdo con su naturaleza o bien se están engañando a sí mismos. Como relato audiovisual, el concurso no abandera la lógica sensiblera del flechazo, ni da pie a una interpretación del amor romántico como una pasión irracional y ciega, como una fuerza centrífuga que arrastra a los enamorados fuera de sí en un estado de frenesí sexual. En la isla no hay montescos y capuletos, ni el deseo es un fuego subversivo y dispendioso. Los cuerpos bronceados y concupiscentes de los tentadores son solo un instrumento para desvelar la verdad del alma de los concursantes, igual que masturbar a un nuevo amante o tener una crisis de ansiedad pasan a formar parte de un proceso de aceptación personal y autocuidado.

El vocabulario terapéutico de la gestión emocional, la comunicación y la sinceridad lo impregna todo, hasta el punto que las hogueras se convierten en una escuela de individualismo ético, donde la autosuficiencia es mucho más importante que los sentimientos de otra persona: “¿cómo te sientes?”,  “¿crees que estás siendo tú mismo?”, “¿por qué hasta ahora no habías podido mostrarte cómo eras?”.

El concurso no es, por lo tanto, una fantasía softporn que solo accidentalmente sirve de escaparate al romanticismo tóxico —aunque es cierto que da por descontada la monogamia—. Más bien al contrario: “La Isla de las Tentaciones” se dedica a explotar la ideología terapéutica sobre relaciones tóxicas y dependientes, bajo el prisma de la autosuperación y la racionalidad instrumental. En este sentido, se puede decir que es un hijo legítimo del capitalismo emocional, para tomar la expresión de la socióloga Eva Illouz, que lo define como “una cultura en que las prácticas y los discursos emocionales y económicos se configuran mutuamente”. 

El arco narrativo del programa persigue la emancipación emocional de sus protagonistas, que equivale a su autosuficiencia como individuos: Melyssa sobreponiéndose al maltrato emocional de Tom, Pablo escogiéndose a sí mismo después de saberse cornudo, Marta reconociendo que estaba tan enamorada de Lester que “se desenamoró de sí misma”, Tom abandonando la isla solo porque necesita escuchar a su corazón, Melodie sintiéndose auténtica y libre al descubrir que puede actuar de forma autointeresada. 

No resulta sorprendente, entonces, que el clímax de esta segunda temporada haya sido también la angustia melodramática —los gritos desgarrados, el rímel corrido, las carreras desesperadas en medio de la playa tropical—, ni que los productores hayan convertido el tormento de los concursantes en el motor comercial del producto. Según Eva Illouz, “la cultura terapéutica debe generar una estructura narrativa en la que el sufrimiento y la condición de víctima definan al yo. De hecho, la narrativa terapéutica solo funciona concibiendo los hechos de la vida como indicadores de oportunidades fallidas del propio desarrollo”.

El análisis de Illouz —quien ha tratado extensamente la relación entre el ocaso del amor romántico y el capitalismo emocional a partir del análisis de productos culturales como Cincuenta sombras de Grey— resulta especialmente interesante para entender hasta qué punto el trabajo emocional del yo sobre sí mismo se ha convertido en el verdadero protagonista del reality: en la medida que este discurso terapéutico es tautológico —“ser uno mismo” se convierte en sinónimo de bienestar emocional, pero ambos conceptos están vacíos y solo se definen en relación a su par—, cualquier forma de malestar se traduce en un fallo de ese “yo”, que no está esforzando lo suficiente en ser idéntico a sí mismo.

Quizá lo más impresionante es ver en directo cómo los concursantes, inducidos por psicólogos, productores y la propia presentadora, van asumiendo poco a poco este lenguaje terapéutico. Algunos, como Christian, andan perdidos por la casa, repitiendo consignas vacías para autoconvencerse de que estaban siendo infieles a su corazón mucho más que a su pareja: pocas escenas ilustran mejor el carácter patologizante del imperativo de ser uno mismo que sus conversaciones con Andrea, en las que él se presenta como víctima de su entrega amorosa. En otros casos, como el de Melyssa, la exaltación de esta narrativa toma un cariz épico: reconvierte los llantos y la ansiedad en una entereza insospechada, como una ave fénix renacida de la ansiedad y el gaslighting.

Este patrón, que se repite en casi todos los concursantes, tiene más sentido a la luz de las palabras de Illouz: “La narrativa terapéutica pone la normalidad y la autorrealización como el objetivo de la narrativa del yo, pero como nunca se le da un contenido positivo a ese objetivo, en realidad produce una amplia variedad de personas no realizadas y, por lo tanto, enfermas. La autorrealización se convierte en una categoría cultural que genera un juego de Sísifo”. 

Estamos, pues, frente a una infelicidad privatizada, que debe gestionarse de forma racional, comunicativamente, bajo el prisma del interés personal: los protagonistas se someten a una experiencia de autoobservación reflexiva, de introspección, clasificación, articulación y verbalización de sus sentimientos, para tomar finalmente una decisión sobre el curso que tomarán sus vidas a partir de entonces. No por casualidad, el formato del programa -la división entre Villa Playa y Villa Montaña, con las parejas totalmente incomunicadas- guarda un parecido inquietante con el dilema del prisionero, un problema clásico de la teoría de juegos que se ha utilizado en economía para investigar la conducta humana frente a la toma de decisiones: dos ladrones son detenidos, aislados y colocados en celdas incomunicadas; se les amenaza con diferentes penas de cárcel, según si su compañero los inculpa o no. ¿Traicionarán a su compinche para minimizar la pena o confiarán en que el otro tampoco los delate, sabiendo que la cooperación es más beneficiosa para los dos?

Independientemente de la respuesta, la aplicación del dilema del prisionero en las ciencias sociales ha sido muy criticada por la clase de sujeto que postula —autointeresado, independiente, desapasionado— y por el tipo de racionalidad que se le presupone —abstracta, calculadora, eficiente—. Pero la comparación con «La Isla de las Tentaciones» es por ello más interesante, en la medida que el programa, bajo la lógica del capitalismo emocional, lo que hace es conducir a los concursantes hacia esa racionalidad instrumental y economicista: ¿somos realmente compatibles? ¿Estoy invirtiendo mal el tiempo en esta persona? ¿Esta relación favorece mi bienestar emocional? ¿Podré ser yo mismo junto a este chico incapaz de comunicarse y ser empático conmigo? De hecho, en esta segunda temporada, la única pareja que puso su amor por delante del autoconocimiento —Ángel e Inma— fueron rápidamente expulsados del programa, no sin antes recibir una buena reprimenda sobre lo improductivo que resultaba su comportamiento —para ellos y para Mediaset, claro—. 

La frialdad de este decisionismo terapéutico, sin embargo, contrasta con la imagen típica que habitualmente nos hacemos de estos programas. Los tratamos como una expresión sobreexcitada de la sociedad del espectáculo, puro entretenimiento vacío, y tendemos a descartarlos como el deshecho de una cultura acelerada e infantilizada que solo busca la hipertrofia emocional del espectador, saturando la pantalla de lágrimas, gritos y cuerpos desnudos. Pero si hay algo de cierto en lo que he intentado explicar aquí, más que como un desecho cultural, deberíamos ver “La Isla de las Tentaciones” como un síntoma del capitalismo emocional, pues pocos productos permiten ver de forma tan explícita cómo los discursos terapéuticos moldean el yo hacia un individualismo instrumental y autosuficiente. 

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