En el pasado número hablábamos de que América Latina estaba levantándose y el mundo miraba a otro lado. En este mes han continuado algunos de los conflictos abiertos como en Chile, amenazando con extenderse en tiempo y en intensidad la lucha popular. También han estallado otros nuevos, como el golpe de Estado en Bolivia, que ya apuntábamos que pudiera ser el siguiente polvorín donde se desataran violencias contra el pueblo tras las elecciones presidenciales.
Cuando miramos a América Latina desde Europa muchas veces lo hacemos desde la romantización social y cultural, y en otros muchos niveles, aplicando una buena dosis de guevarismo panamericano. De esta manera leemos las coyunturas políticas en una clave que a veces no corresponde a la compleja realidad latinoamericana, infantilizamos a sus poblaciones y endiosamos personajes progresistas. La negra sombra estadounidense siempre está detrás de la compleja partida de ajedrez en suelo americano, y sin embargo no todo vale afirmando: ¡qué terribles son los yankees y sus garras contra América Latina!’. Un cliché que reduce la confrontación social a la amenaza de un enemigo externo, e impide la consolidación de un movimiento popular fuerte contra cualquier clase de corporativismo autoritario interno. La realidad en Latinoamérica es que desde finales de los años 90 se está llevando a cabo un proceso de consolidación de una clase media consumidora dentro de la lógica del capitalismo global. Mientras que al mismo tiempo se ponen en marcha fuertes economías de extractivismo, que no es más que la acumulación de riqueza por robo y despojo, vinculado a la destrucción del tejido social. Esta estrategia se hace aplicando políticas económicas neoliberales con diversas tácticas; pero sobre todo enajenando por la fuerza a las poblaciones sus territorios y la capacidad de sobrevivir por sus propios medios.
La lectura macropolítica que podemos hacer en estas dos décadas del siglo XXI en Latinoamérica sigue siendo dicotómica; y si bien la lucha es de clases sociales no significa que no haya que tener en cuenta más elementos. A nivel internacional podemos comprobar la tendencia de gobiernos derechistas herederos de una tradición autoritaria reminiscencia de viejas dictaduras aplicando un puño de hierro implacable y criminal. Por otro lado, encontramos gobiernos progresistas que si bien comienzan su andadura hechizando a movimientos sociales izquierdistas, se convierten en piezas fundamentales de las reformas neoliberales dulcificadas. De esta manera algunos países que han tenido o tienen experiencias de gobiernos de este segundo tipo como bien pudieran representarlo Evo Morales, Rafael Correa, Lula Da Silva, o López Obrador, son un potente desactivador de la oposición desde abajo y a la izquierda. Quizá algunas voces pudieran incluir un factor nada rechazable, y es que las expectativas ideales de emancipación de los pueblos en América chocan de frente con una realidad global que las supera en sí misma; pero eso no les da a estos gobiernos progresistas la legitimidad para cualquier acción sin una crítica y un descontento popular.
Un golpe contra los pueblos en Bolivia
El caso boliviano es reflejo de esto que venimos comentando porque retrata esta segunda cara de los conflictos en Latinoamérica, y su difusión mediática en el resto del mundo con claras manipulaciones y apoyo a los sectores más reaccionarios. Cuando un conflicto social como resultado de la confrontación económica de clases (el paquete de medidas del FMI en Ecuador, o la subida de la tarifa del metro en Chile) estalla en un país gobernado por la derecha tenemos bien claras nuestras posiciones. Sin embargo, cuando el conflicto estalla por una cuestión de política institucional, con intereses geoestratégicos internacionales complejos, y un presidente que en la década pasada fue progresista pero ya no representa a los movimientos populares; nuestra posición bascula entre la confusión y la rabia. Una cuestión es evidente, y es que cuando el pueblo sufre a manos de fuerzas represivas estatales y la amenaza de un autoritarismo racista y ultraderechista, debemos tener bien claro quién es el sujeto político revolucionario a defender.
Los movimientos sociales indigenistas y colectivos anticapitalistas bolivianos hace ya tiempo dejaron de creer en las bondades del gobierno presidido por Evo Morales. Si bien los indicadores de mejoras sociales fueron irreprochables durante sus primeros años desde 2006, varias cuestiones generaron un cisma entre esta oposición anticapitalista y el primer presidente indígena de Bolivia. La ruptura con las comunidades indígenas precisamente es conocida desde hace ya tiempo por su proyecto de ley para ampliar la frontera agrícola en zona natural, y el permiso de los fuegos para eliminar bosque para ser habilitado como territorio agrícola o de plantación. Por otro lado, la creación de una nueva oligarquía de poder ha facilitado la aparición de corrupción en los niveles medios y altos del gobierno. Además, Evo Morales decidió presentarse a un cuarto mandato presidencial, a pesar de haber perdido el referéndum de reelección en febrero de 2016. Estas últimas cuestiones son enarboladas fundamentalmente por una oposición reaccionaria, blanca y propietaria. Mientras que los movimientos populares centran sus críticas y protestas contra Evo en la cuestión del abandono del progresismo, y la evidencia de que no representa a día de hoy los intereses del pueblo trabajador boliviano.
Su renuncia como presidente del gobierno, junto al vicepresidente Álvaro García Linera, por el incremento de las protestas populares desde las elecciones del pasado 20 de octubre acusados de fraude electoral, fue aprovechado inmediatamente para el asalto por la fuerza de los sectores derechistas más autoritarios. Una parte de la policía, y del ejército, junto a los cuadros políticos que defienden la cruz y la correduría de sangre se han hecho con el control político del país con la connivencia de la comunidad internacional. La última medida adoptada por el autoproclamado gobierno de la senadora Jeanine Áñez confirma esta deriva peligrosamente ultraderechista. Se ha aprobado un decreto para eximir a las fuerzas represoras de cualquier responsabilidad penal en los asesinatos que cometan contra el pueblo. Igualmente, policías en diversas partes del país, aliados con estos sectores ultraderechistas, quemaron whipalas, la bandera que representa a las comunidades andinas, en una clara amenaza contra la sociedad boliviana. La matanza el pasado 15 de noviembre en Cochabamba de al menos siete activistas por parte de los militares abrió el camino de un conflicto abierto y declarado contra el pueblo.
La resistencia a esta situación ya supera una simple defensa o rechazo a Evo Morales, algunos sectores populares oprimidos, entre otros, organizaciones de mujeres, están preparando una lucha frente a esta reacción represiva que desea instalarse en el país boliviano. La salida digna para Bolivia no pasa por la petición del regreso de Evo Morales, exiliado en México, debemos desacralizar a los presidentes latinoamericanos con un pasado progresista, no es una pelea por la silla presidencial, es por la dignidad de los pueblos. Ahora le toca quedarse para que sea el movimiento campesino, las comunidades originarias, las centrales obreras y las mujeres, quienes lleven adelante esta lucha.
Chile frente al enemigo colonial y empresarial: Revueltas y hermanadas por la Dignidad
Al momento de hablar y situarse desde Abya Yala y sus conflictos recientes, debemos partir de una mirada en clave geopolítica y anticolonial, entendiendo la pluridimensionalidad y el carácter heterogéneo desarrollado por el capitalismo. Asumimos que la herida colonial en América Latina significó el inicio del primer ciclo de acumulación capitalista a nivel global, el cual no sólo ha permitido la intervención y extracción intensiva de materias primas de los territorios, sino también el saqueo de cuerpos y subjetividades, asegurando su posterior reproducción.
La instalación de las lógicas serviles al sistema capitalista ha desarrollado, históricamente, modos de adaptación violenta de territorios (y sus habitantes) a la funcionalidad del mercado, prácticas que se ven materializadas en el levantamiento geoestratégico de infraestructuras que permiten la circulación y exportación de materias primas, promoviendo prácticas sociales permeadas por el capitalismo. De este modo, devienen tensiones y conflictos entre una serie de “proyectos” de vida alternativos, en ocasiones, radicalmente diferentes y en disputa, guiados por organizaciones sociales y/o estatales que cumplen el rol de canalización, cooptación y domesticación del sentir popular.
En este contexto, el desplazamiento del eje de análisis, se sitúa en procesos configurados durante centurias en el cual se articulan elementos de raza, etnia, género y clase, que pueden ser entendidos como un entramado del cual se despliegan, entroncan y potencian diversos sistemas y, por ende, formas de opresión. En efecto, plantear el carácter pluridimensional de la crisis y el conflicto actual en Chile, supone comprender su dimensión histórica, una que desborda las diversas políticas neoliberales impuestas por el Golpe de Estado de 1973 encabezado por A. Pinochet.
Dicho lo anterior, se debe tener especial consideración en la implementación de la Constitución chilena de 1980 y su articulación con el mercado, Dicha constitución fue escrita a mano por los Chicago Boys, quienes fueron formados en USA bajo la sombra de M. Friedman durante los años 50, dando un nuevo rostro al Estado, esta vez ‘neoliberalizado’, el cual se ha perfeccionado desde dictadura hasta el régimen democrático actual. Chile ha transitado hacia la apertura de mercado, la aceptación de paquetes de reformas dictadas por la ‘arquitectura de gobernanza global’ (encabezado por la OMC, FMI, BID y otras organizaciones hegemónicas), permeando así políticas públicas, relaciones y asumiendo un rol como motor de acción del consumo.
Es así como se han configurado subjetividades atomizadas e individualizadas que constituyen un tejido socio-político fragmentado y susceptible de desarticular. La apertura de transformaciones que conlleva el modelo, se complejiza en la consolidación de los pilares del saqueo a nivel global, de un modelo que se gesta de diversos proyectos ‘civilizatorios’ acoplados al Estado, como parte de un proceso político mayor que se concreta en el moldeamiento de un sistema, situación que enfatiza la desigualdad y la solidificación técnico/jurídica del modelo en el transcurso de estos 30 años.
En este escenario se despliegan mecanismos y estrategias de adormecimiento y pacificación de la, hasta ahora, infructuosa estrategia de resistencia popular. La normalización de la infructuosidad de la protesta ha implicado la subestimación y resignación respecto a las posibilidades de la organización social, la cual se apaga poco a poco con las fuerzas represivas policiacas y militares; protectoras de la propiedad privada y defensoras de la Dictadura Empresarial, que oferta y publicita a Chile como el “Oasis de Latinoamérica”.
Sin embargo, durante el mes de octubre del 2019, la olla a presión estalla con el hervir del sentir de quienes tenían un lugar secundario en la sociedad chilena, hecho reflejado en evasiones masivas en estaciones legitimadas por redes sociales, y criminalizadas brutalmente por los medios nacionales de información. Ya a un mes de la apertura y desborde de esta pequeña grieta, tanto del sistema como de subjetividades, se han intensificado un espectro de prácticas y ejercicios que abren camino al tránsito de nuevos movimientos con otras expresiones, esta vez con carácter anticolonial y descolonizador, constituidas en procesos de etnificación, y formándose como potenciales herramientas para desmantelar y destituir el poder.
Y si se pregunta: ¿hacia dónde?, ¿cuándo?, ¿por qué?; se responde que: “Da igual. Es ahora. Es por todo”. Todo el revoltijo que implica la revuelta. ¿Proyecciones? La complejidad social e histórica surcarán su propio devenir, sin previos pronósticos y subvirtiendo los ‘sentidos comunes’ del capitalismo. América Latina está en un periodo generalizado de revueltas donde tiene la oportunidad de sentar las bases de unas sociedades en movimiento plurales y que lleven a los últimos términos la confrontación de clase contra el neoliberalismo extractivista.
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