Durante siglos, las cazas de brujas sembraron el caos entre la población europea. Las autoridades (Iglesia y Justicia Civil) canalizaban el imperante miedo supersticioso a la brujería mediante la detención, enjuiciamiento y condena de las mujeres sospechosas de llevar a cabo esta práctica y de conspirar con el Demonio para acabar con la cristiandad. Si bien las torturas y las ejecuciones supusieron el principal tormento para miles de mujeres a lo largo de siglos, no hay que olvidar que también sufrieron otro tipo de castigo diferente: el de la criminalización pública.
Años después, en pleno siglo XXI, abrimos un periódico y asistimos a procesos de humillación pública similares. Cambia el contexto, claro, pero no las formas. Si bien en la Edad Moderna las víctimas eran mujeres acusadas de brujería y su persecución era espoleada por teólogos y juristas; en nuestros tiempos, supuestamente más civilizados, los represaliados son pobres, marginados y disidentes. No son quemados en la plaza del pueblo, pero sí detenidos, imputados y, posiblemente, encarcelados, con la misma proyección pública.
Tal es el caso de los detenidos por su supuesta participación en una manifestación antifascista el 20-N en la Universidad Complutense, en la que, al parecer, cientos de personas marcharon contra fascismo por el campus universitario y, posteriormente, un grupo tuvo un altercado en la puerta de un local regentado por estudiantes de derechas de la Facultad de Derecho.
Inmediatamente después, los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia, exagerándola, magnificándola, pidiendo sangre… y, en definitiva, allanando el terreno para una acción represiva por parte de las autoridades. Y, efectivamente, unos días más tarde, el 28-N, se produjo una oleada de detenciones (diecinueve en total) por todo Madrid, la cual fue retransmitida por diversos medios de comunicación en el momento. Por la mañana ya empezó a circular la noticia: la policía estaba deteniendo (sin incidentes, ni resistencias) a personas en sus casas, arrancados/as de la cama o a punto de salir a trabajar, para ser llevados a la comisaría de Moratalaz en lo que se denominó caza de brujas en los medios alternativos y redes sociales.
Se les podría haber citado para declarar ante el Juez de forma voluntaria, lo cual, legalmente, en un proceso penal es la primera opción es, dado que solo está justificada la detención si existe una situación de riesgo objetiva o si se presume que no comparecerán cuando se les llame. Y, sin embargo, el 28-N, la policía acudió a los domicilios de los detenidos mientras éstos dormían, desayunaban o estaban a punto de salir a trabajar. Es decir, fue a sus casas (¿alguien dijo intimidad?), ante la mirada de sus vecinos. Se difundió al momento en los medios de comunicación, quienes lo airearon sin buscar testimonios ni fuentes diferentes a las de la policía o Delegación de Gobierno. Los medios resaltaron la supuesta pertenencia de los detenidos a colectivos de todo el espectro de la izquierda y/o antagonista. La cuenta de Twitter de la Delegada de Gobierno anunció que algunos tenían “antecedentes policiales” (que significa que les han pedido el carnet alguna vez, no que hayan sido juzgados y/o condenados). Y, por último, se prolongó la detención durante casi cuarenta horas.
¿Por qué pasa esto? ¿Qué lleva a una Administración en estas circunstancias a ignorar el valor fundamental de la libertad y decidir detenerlos espectacularmente? Posiblemente para provocar alarma social, para emitir un aviso para navegantes, recordando que el rigor punitivo muchas veces no sólo se reduce exclusivamente a lo que viene recogido en el Código Penal (la mera detención puede ser ya un castigo de por sí). La Delegación buscaba conscientemente tratar a los detenidos como enemigos, criminalizarlos, para que, en consecuencia, la conciencia social les niegue la aplicación de los derechos constitucionales (en este caso, el derecho a la libertad). Con detenciones desproporcionadas en sus formas y en su duración y la criminalización pública y mediática, lo que se consigue es el quebrantamiento de estos derechos, que se reducen a meras declaraciones políticas y nada más.
Y los medios de comunicación, por su parte, aplaudiendo los excesos políticos, judiciales y policiales. La agenda mediática, allanando el terreno para favorecer la expansión del poder del Ejecutivo. La cobertura de las detenciones llevadas a cabo el 28-N justifica la hiperprotección del “orden público”, traducida como el endurecimiento de las penas asociadas a delitos que se comentan en el seno de manifestaciones en la reforma del Código Penal (limitando el derecho a la manifestación) o el reforzamiento de la autoridad pública en la reforma de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana.
Y es que las reformas penales y administrativas que estamos viviendo, además de convertirse en una maniobra de distracción de la terrible realidad presente (la crisis económica), representan otro paso más en la escalada de la severidad punitiva y constatan la tendencia expansiva del Derecho Penal y, con ella, el incremento del poder estatal, como hemos comentado en el artículo titulado «La Ley Mordaza o cómo el Derecho es un instrumento para acabar con la protesta», publicado este mes.
Por fortuna, el miedo que se pretende infundir con la caza de brujas (la práctica criminalizadora de los detenidos) no impidió a cientos de personas acudir a gritar por la libertad de los/as detenidos/as frente a la Comisaría de Moratalaz el 28-N. Allí, once personas que se encontraban ejerciendo su derecho de reunión fueron detenidas (la mayoría detenidos por agentes de paisano mientras regresaban a sus casas). En total, se produjo una treintena de detenciones aquella jornada.
Y el mismo patrón se repitió una semana más tarde: siete personas fueron detenidas en sus casas por su supuesta participación en la concentración de Rodea el Congreso del 14 de diciembre cinco días después del acto. Una nueva criminalización pública que, además de infundir el miedo a futuros/as manifestantes, sirve para legitimar cualquier modificación legislativa represiva.
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