El 25 de septiembre asistimos a una de las concentraciones populares más numerosas y contestatarias de los últimos tiempos. La protesta estaba de algún modo emparentada con el movimiento 15-M en cuanto al carácter ciudadanista, pacifico e inclusivo de la convocatoria, con la particularidad de haber sido promovida de manera menos espontánea y horizontal.
Como resultado, en los días previos ya se habían sucedido divisiones, tanto estratégicas como conceptuales, que habían llevado a una cierta confusión. La Plataforma ¡En pie!, que había participado en la preparación de la protesta desde los inicios, se desligaba de la convocatoria al cambiar el lema de “Ocupa el Congreso” a “Rescata el Congreso”. Lo que en un principio se había planteado como un cierto pulso al sistema, cuyo objetivo era “la dimisión del Gobierno, la disolución de las Cortes y de la Jefatura del Estado” y la “transición hacia un nuevo modelo de organización política, económica y social bajo el paraguas de una nueva Constitución”, pasó a proclamarse como iniciativa pacífica con la única finalidad de “llamar la atención sobre la pérdida de soberanía popular y la supeditación de los poderes públicos a los mercados”. La acción pasaba a enfocarse de manera puramente mediática, y la Coordinadora 25-S, constituida por diversos colectivos de carácter horizontal, daba la espalda a la convocatoria inicial para reorganizarla bajo el nombre “Rodea el Congreso”.
Desde el blog de la Coordinadora se proclamaba la no-violencia y se difundían unos patrones estratégicos encaminados a la “sentada”, y enfocados de manera casi obsesiva a la obtención de imágenes. Sin embargo, las redes sociales llamaban a la participación desde los más diversos puntos de vista, sin atender en muchos casos a esta nueva pauta. Gran parte de la clase política, encabezada por la Delegación de Gobierno en Madrid, trataba de sembrar el pánico advirtiendo de un posible golpe de Estado; hostigando y criminalizando preventivamente a las personas que se reunían en asambleas populares para organizar el acto; y procediendo al desalojo ilegal del CSOA Casablanca. Mientras, los medios de masas hacían su parte del trabajo fomentando la confusión.
Pese a esta política del miedo, miles de personas de diferentes ideologías, edades y bagaje, se dieron cita el 25 de septiembre en las inmediaciones del Congreso, frente a los/as más de 1.300 antidisturbios movilizados al efecto. A pesar de que los/as portavoces de la Coordinadora habían advertido de que no pretendían interrumpir el normal funcionamiento de las Cortes, sino quedarse apostados indefinidamente en los alrededores, desde el principio de la tarde se respiraba un clima de tensión y se producían varios intentos por parte de las/os manifestantes de derribar las vallas que marcaban el perímetro designado por la policía. Los/as agentes, por su parte, se posicionaban agresivamente ante las vallas en lugar de limitarse a defender la posición tras ellas, lo cual contribuía a caldear el ambiente. El resultado fue contundente, en forma de violentas cargas y detenciones aleatorias que se prolongaron hasta bien entrada la noche, con las cargas en la estación de Atocha como colofón.
Nada que no pudiera esperarse de la UIP, con la novedad de que, por primera vez en mucho tiempo, no todo el mundo estaba dispuesto a poner la otra mejilla. Varios grupos e individuos resistieron las cargas y respondieron enérgicamente a los ataques de los antidisturbios, aun cuando algunas/os organizadoras/es o afines a la organización se interponían entre los/as manifestantes y las fuerzas policiales con el fin de devolver el carácter pacífico a la protesta.
Los diferentes objetivos y estrategias no supieron convivir durante la contienda y, en los días posteriores, la falta de autocrítica y la rumorología le hicieron el trabajo sucio al poder, desembocando en la conveniente división interna entre manifestantes “violentos/as” y “no violentos/as”, y en una caza de brujas contra posibles infiltrados/as.
El 26 y el 29 de septiembre, sendas concentraciones se convirtieron en reflejo de cómo esta división había hecho mella en las consignas y en las actitudes. Proliferaban mensajes del tipo de que aquél que llevara capucha era un infiltrado o un violento; se alentaba desde diversas fuentes a aislar y entregar a la policía a quiénes fuesen tapados o presentaran “actitudes sospechosas”; y asistíamos atónitos a nuevas formas festivas de protesta como bailar una conga. Mientras tanto, algunas personas parecían esperar casi con ansia que comenzaran las cargas policiales para poder responderlas, como si el lanzamiento de piedras por sí mismo fuera a dar más sentido a la manifestación. En cualquier caso, unos/as y otros/as parecíamos más centrados en dar validez a nuestra estrategia que en definir un objetivo común. Y el contenido, ya de por sí difuso, de la protesta se fue diluyendo en un mar de vídeos y de lo que los/as convocantes habían calificado como “imágenes-bomba”.
Sin olvidar a los/as más de 60 heridos/as y 35 detenidos/as de aquellos días, lo cierto es que de algún modo el 25-S queda en la memoria como una movilización en la que los métodos, y el debate sobre los mismos, sustituyeron casi por completo a los mensajes y los fines.
Los/as antidisturbios, eso sí, se llevaron una condecoración.
La cuestión estratégica
Como se puede prever que los próximos recortes nos seguirán dando razones para salir a la calle, y el creciente paro nos va a dejar mucho tiempo libre para manifestarnos, creemos que es necesario pararse a analizar las posibilidades de estas movilizaciones, lo que tienen de nuevo y de viejo y cómo ambas cosas se pueden cohesionar para no convertirse en una catarsis colectiva que sustituya a la verdadera acción social. Especialmente de cara a la próxima huelga general, conviene recordar que las protestas son una demostración de que se está llevando a cabo una lucha, y no son de utilidad si carecen de objetivo y suplantan a la lucha en sí misma. La participación en asambleas populares, el apoyo mutuo ante los desahucios, la insumisión frente la discriminación sanitaria y, en definitiva, el posicionamiento diario y directo ante las injusticias, son la muestra efectiva de que se está construyendo un tejido social destinado a enfrentarnos colectivamente a los abusos que se están cometiendo. Las huelgas, los sabotajes, los enfrentamientos en manifestaciones, etc. son también herramientas que pueden servirnos para ganar terreno y medirnos con el adversario, demostrar que somos muchas/os, que estamos enfadadas/os y que no se lo vamos a poner tan fácil; pero si estas acciones carecen de concreción pueden llevarnos al desgaste.
Aún asumiendo que en unas pocas páginas no se puede abarcar el asunto en toda su complejidad, y que la objetividad total es imposible, vamos a intentar recoger diferentes posturas para fundamentar un debate que nos aleje de la división interna y nos pueda ser útil en el futuro.
Para empezar, hay que asumir que estamos asistiendo a un tipo de protestas que tienen un gran poder de convocatoria, pero no se caracterizan porque los asistentes tengan un objetivo común. Guste o no, entre esos miles de personas hay demócratas que sólo quieren un cambio de gobierno, reformistas que buscan modificar el sistema electoral o la constitución, republicanos que quieren que caiga la monarquía, anarquistas que cuestionamos el sistema desde sus cimientos, e incluso partidos que buscan sacar tajada de la situación y fascistas que ansían ser la versión española del griego “Amanecer Dorado”. El número de asistentes no se corresponde con el número de personas que comparte un mismo fin. La convocatoria actúa como catalizador del malestar social, pero las pautas y los objetivos dados por los convocantes no satisfacen las expectativas de muchos de los asistentes. Lo que nos une a muchos/as es que nos rebelamos ante una injusticia, y ansiamos parar lo que otros nos están haciendo.
Dicho de otro modo, lo que hace que las movilizaciones estén siendo multitudinarias no es el objetivo común, sino la solidaridad ante un enemigo común. Por simplificar, y porque realmente creemos que posicionarse es algo básico antes de emprender una lucha, vamos a referirnos a ese enemigo como ellos/as y al resto como nosotros/as.
Ellos/as saben perfectamente quiénes son y lo que quieren, pero nosotros/as no lo tenemos tan claro. Esa es nuestra desventaja. De algún modo se ha extendido la idea de que las clases sociales ya no existen, y que somos todos/as ciudadanos/as con las mismas posibilidades y necesidades. Al margen de esta victoria lingüística, la realidad sigue siendo que vivimos en una sociedad de clases y que alimentamos un sistema pensado para que los/as ricos/as sean cada vez más ricos/as y, como consecuencia, los/as pobres cada vez más pobres (de un tiempo a esta parte ya ni siquiera se molestan en intentar ocultarlo). Los partidos políticos, sean del tinte y del tamaño que sean, cuando alcanzan el poder, están al servicio de ese sistema capitalista. Legislan y distribuyen de modo que no resulte alterado. Los medios de comunicación son empresas que, como tales, también nutren y se nutren del beneficio económico y político, por lo que no hacen un servicio al público, sino a los intereses de sus propietarios. Y, por último, las fuerzas de seguridad son es ese brazo armado que necesitan para proteger las leyes que ellos/as han creado para blindar su estatus (no se puede cambiar el sistema porque el sistema dice que la ley dice que no se puede cambiar el sistema…).
Así que, simplificando, de un lado están los/as propietarios/as de los medios de producción, inversores, especuladores, etc; los/as políticos/as; los medios de comunicación de masas; y las fuerzas de seguridad. Sus armas básicas son la propagación del miedo, el monopolio de la violencia y la impunidad.
Del otro lado estamos nosotros/as: los/as que producimos y consumimos. La clase trabajadora de toda la vida que se está quedando sin trabajo, y la clase media de hace poco que se está quedando sin capacidad adquisitiva. Gente que se define como “recién despertada” se ve luchando por sus necesidades básicas mano a mano con quienes llevan años padeciendo las mismas injusticias y movilizándose por sus derechos.
Una dificultad inicial radica en reconocerse como iguales. La solidaridad sería la principal arma a tener en cuenta para evitar esa división interna con la que el poder dinamita los movimientos sociales. Actualmente, esta división se fundamenta en gran parte en las diferencias estratégicas. Y aquí entra en juego otra baza del enemigo: la manipulación de la historia. Convenientemente, se oculta a la memoria colectiva los capítulos de las luchas populares que pudieran ser útiles para aprender sobre el funcionamiento y la efectividad de ciertas formas de lucha. Por otro lado, se ensalzan aquellos hechos que fomentan la docilidad o la inocuidad del pueblo. Así, es normal escuchar como modelo a seguir una Revolución de los Claveles pensando que de verdad se hizo con flores en lugar de con armas, o las luchas no violentas de Mandela o Ghandi, obviando el grupo armado al que pertenecía el primero o las expropiaciones, huelgas salvajes y descarrilamientos de trenes que se asocian a la causa del segundo.
Pacifismo, no-violencia y fetichismo de la violencia
El pacifismo, tal y como fue ideado, es el conjunto de doctrinas políticas que están en contra de la guerra entre naciones. Tienen su origen en el internacionalismo obrero y en la idea de que las guerras son un producto de las luchas de poder entre los/as explotadores/as, que se valen de los/as oprimidos/as para llevarlas a cabo. En síntesis, se basaría en el famoso slogan “ni lucha/guerra entre pueblos, ni paz entre clases”.
No actuar ante una situación de violencia no te convierte en pacifista, al contrario. Del mismo modo, contener la respuesta ante una agresión, favorece al agresor. Esto es lo que se hace, por ejemplo, cuando en una manifestación se insta a toda costa a no responder los ataques de los antidisturbios.
Por otro lado, la no-violencia como estrategia tampoco consiste a priori en negar la confrontación del conflicto y poner la otra mejilla, sino en buscar una fuerza de lucha creativa. Para que esto influya en un cambio, debe ser efectiva. En principio, se basa en la idea de que es moralmente inaceptable hacer daño, aunque sea útil para conseguir un fin; sin embargo, pierde efectividad cuando se extrapola del daño personal a cualquier transformación abrupta de la realidad (rotura de objetos, huelga, irrupción en un lugar, etc.) Es decir, cuando se traduce en “pasividad”. Incendiar un contenedor y utilizarlo como barricada para contener a la policía, puede servir en un momento dado para evitar decenas de heridos/as y detenidos/as, sin necesidad de hacer daño a nadie. Por el contrario, sentarse y dejarse aporrear, huir cuando están pegando a otras/os, o pararse a hacer una foto en lugar de ayudarles, puede causar más sufrimiento físico y emocional.
Actualmente, las estrategias pacíficas están ligadas a una fuerte dependencia de la imagen o la credibilidad del movimiento, en ocasiones supeditando su efectividad real al número de “followers”, “me gusta” o de asistentes. Si bien es en parte lógico intentar que se tenga una imagen social buena de un movimiento, lo cierto es que esta imagen está a merced de la manipulación de los hechos que hagan los medios. Aunque las nuevas redes pretendan cambiar esto, sigue habiendo una gran parte de la sociedad que sigue la actualidad a través de los canales convencionales. La credibilidad de un movimiento puede depender más de sus victorias y de su coherencia (la propaganda por el hecho) que de la imagen que pretenda dar de sí mismo.
Con esto no queremos decir que deban ignorarse sistemáticamente las pautas de la organización ni hacer de la violencia un fetiche, encontrando en los destrozos y desafíos a la UIP la única razón de ser de una manifestación. Tampoco justificamos que ningún grupo pretenda erigirse en vanguardia, introduciendo la violencia en la ecuación sin hacer un esfuerzo para que ésta sea comprendida. Enfrentarse a la policía, de por sí, se explica por la necesidad de desahogar la frustración y la impotencia ante lo establecido; pero creemos que es necesario dosificar estas contiendas y dotarlas de un carácter estratégico, destinado a protegernos, proteger a otros/as o alcanzar ciertos objetivos.
Los antidisturbios están mejor preparados física y materialmente y tienen a la ley de su parte. Aparte de los/as detenidos/as y heridos/as, se desvía de la atención del verdadero problema. Si bien la policía está al servicio del enemigo, y hay pruebas suficientes de la dudosa calidad “humana” de la mayoría de sus miembros, son un ente que actúa a instancias de otro ente superior (la delegación del Gobierno es el organismo que ordena las cargas), que no responde tanto a las llamadas “provocaciones” o a al carácter con que hayan sido concebidas las movilizaciones, sino a las directrices que les sean dadas. El objetivo final de una lucha no debería ser sólo desahogar la ira existente hacia ellos/as, sino rebasarlos para poder enfrentarnos a quienes los utilizan como parapeto.
Las/os infiltradas/os
Siempre ha habido agentes infiltrados/as en las manifestaciones y siempre los habrá. La prudencia, el mantenerse junto a personas conocidas durante las cargas, etc. son factores a tener en cuenta; pero no estaremos más seguros/as creando estereotipos y fomentando la paranoia, señalando a cualquiera que nos parezca sospechoso/a, y mucho menos entregando a compañeros/as a la policía. Muchas personas se cubren el rostro por razones de seguridad, intimidad, porque ya han sido detenidas en otras ocasiones, etc. No por ello son infiltrados/as ni tienen que estar sometidos/as a un juicio colectivo.
No es fácil, pero si los medios no se confunden con los fines, diferentes tácticas pueden hacerse convivir, y darán mejores resultados cuanta mayor comprensión haya de los objetivos y los medios disponibles; cuanto mayor debate y planificación; cuanta mayor puesta en práctica en el día a día de nuestras ideas. En cualquier caso hay una lucha en marcha, de eso nadie tiene duda, aunque no haya encontrado aún la manera de asimilar toda su fuerza colectiva. Se hace camino al andar…
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Interesante reflexión que, bajo mi opinión, apunta hacia el nudo que nos puede detener: la predominancia de los medios ante los fines. Ojo: no defiendo que los medios no importen, sí y mucho, pero no hay que olvidar cual es el objetivo.
Aunque en cada momento, debería marcarse un objetivo de índole más inmediato (señalar a los responsables del latrocinio, desmontar las mentira, etc) que a su vez den paso a un objetivo menos inmediato pero que no hay que olvidar (dimisión, cambio del sistema, etc).
También considero importante tener claro que los objetivos han de ser realistas y alcanzables, si no, nos quedaríamos sólo en los medios (el camino).
Siendo coherentes con esto: no podemos conformarnos sólo con la lucha ¿no?, el «camino» debe llegar a un destino….
Se agradece mucho la aportación de vuestra reflexión.
Un saludo.
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