Espartaco

Autor: Howard Fast. Edita: Edhasa (2003). Escrito en 1951. 499 páginas

Espartaco no es una «novela histórica», sus páginas no recogen una exhibición de las glorias y desventuras del personaje que lideró la rebelión que a punto estuvo de tumbar a Roma. Tampoco tiene mucho que ver con la película —altamente recomendable — de Stanley Kubrick, donde toda la narración gira en torno al propio Espartaco y las batallas que libró. El libro de Fast es una coartada para mostrar cuál es el verdadero motor que permite lo que se ha denominado el progreso de la civilización: la existencia de amos y esclavos. Resulta sorprendente que una obra como esta, que además exige cierto esfuerzo por parte del lector, fuera un auténtico best seller traducido a 56 idiomas; de hecho es muy difícil pensar que hoy pudiera darse un fenómeno semejante dentro del emponzoñado panorama editorial.

Concebida en la cárcel mientras el autor pasaba unos meses víctima de la caza de brujas norteamericana, Espartaco no tiene una estructura lineal, sino que entrelaza las visiones de romanos y esclavos. La figura del sublevado funciona como una hoguera que ilumina los rincones más oscuros de una Roma podrida hasta la médula. La exaltación de la vida y la amistad que propugna Espartaco chocan de frente con la banalidad de quienes buscan en el circo y su espectáculo de muerte un aliciente existencial. Una historia de antagonismos que puede desplazarse sin problemas hasta nuestros días, pues las descripciones que se hacen de las relaciones de poder y los mecanismos de opresión (y de lo que quizás sea más importante: de las justificaciones que se realizan para legitimarlos, no obstante, el esclavo en Roma era definido como una «herramienta que habla») no son algo que pertenezca de forma exclusiva a este periodo histórico, sino que operan en las cabezas de los hombres desde que la explotación es el fundamento de todo grupo social. Para acabar, diremos que el último párrafo del libro es un certero insulto a estos tiempos insulsos, llenos de novelas que pocas veces dicen nada que tenga que ver con nuestras vidas. Frente a todos esos fuegos de artificio que no dejan poso alguno tras sus pasos: la honestidad no edulcorada de un panfleto escrito por alguien que cree en sus propias palabras.

Os dejamos con uno de los diálogos más brillantes de la toda la obra, especialmente oportuno para estos tiempos que corren:

—De modo que usted cree que nunca tendré éxito en la política, ¿verdad?

—No. Yo no diría eso. ¿Ha pensado usted alguna vez en la política? ¿Qué es la política?

—Me imagino que es muchas cosas. Ninguna de ellas muy limpia.

—Tan limpia o sucia como cualquier otra cosa. He pasado mi vida siendo político.

Graco pensó: «No le gusto. Le ataco y me contraataca. ¿Por qué será tan difícil para mí aceptar el hecho de que no les gusto a algunos?».

—He oído decir que su gran virtud —le dijo Cicerón a su obeso interlocutor— es una enorme memoria para los nombres. ¿Es cierto que usted puede recordar los nombres de cien mil personas?

—Otra ilusión acerca de la política. Apenas si conozco a cien personas por su nombre.

—He oído decir que Aníbal recordaba los nombres de todos los soldados de su ejército.

—Sí. Y a Espartaco le atribuiremos una memoria similar. No podemos admitir que nadie alcance la victoria porque sea mejor que nosotros. ¿Por qué le gustan tanto a usted las grandes y pequeñas mentiras de la historia?

—¿Es que son todas mentiras?

—La mayoría —dijo Graco en un rugido—. La historia es una explicación basada en la astucia y la codicia. Por eso, nunca es una explicación honesta. Por ese motivo lo interrogué sobre la política. Alguien dijo en Villa Salaria que en el ejército de Espartaco no había política. Allí no podía haberla.

—Ya que usted es un político —dijo Cicerón sonriendo—, ¿por qué no me dice qué es un político?

—Un farsante —respondió Graco secamente.

—Por lo menos usted es franco.

—Es mi única virtud y es extremadamente valiosa. En un político la gente la confunde con la honestidad. Como usted sabe, vivimos en una república. Y esto quiere decir que hay mucha gente que no tiene nada y un puñado que tiene mucho. Y los que tienen mucho tienen que ser defendidos y protegidos por los que no tienen nada. No solamente eso, sino que los que tienen mucho tienen que cuidar sus propiedades y, en consecuencia, los que nada tienen deben estar dispuestos a morir por las propiedades de gente como usted y como yo y como nuestro buen anfitrión Antonio Cayo. Además, la gente como nosotros tiene muchos esclavos. Esos esclavos no nos quieren. No debemos caer en la ilusión de que los esclavos aman a sus amos.

No nos aman y, por ende, los esclavos no nos protegerán de los esclavos. De modo que mucha, mucha gente que no posee esclavos debe estar dispuesta a morir para que nosotros tengamos nuestros esclavos. Roma mantiene en las armas a un cuarto de millón de hombres.

Esos soldados deben estar dispuestos a marchar a tierras extrañas, marchar hasta quedar exhaustos, vivir sumidos en la suciedad y la miseria, revolcarse en la sangre, para que nosotros podamos vivir confortablemente y podamos incrementar nuestras fortunas personales. Los campesinos que murieron luchando contra los esclavos se encontraban en el ejército, en primer lugar, porque habían sido desalojados de sus tierras por los latifundios. Las casas de campo atendidas por esclavos los convirtieron en miserables sin tierras y ellos murieron para mantener intactas estas casas de campo. Por lo que nos vemos tentados a asegurar que todo esto es una reductio ad absurdum. Porque usted debe considerar lo siguiente, mi querido Cicerón: ¿qué perderían los valerosos soldados romanos si los esclavos vencen?

En verdad, ellos los necesitarían desesperadamente, ya que no hay suficientes esclavos para trabajar adecuadamente las tierras. Habría tierras de sobra para todos y nuestros legionarios lograrían aquello con que sueñan, su parcela de tierra y una pequeña casita. No obstante, marchan a destruir sus propios sueños, para que dieciséis esclavos transporten a un viejo cerdo obeso como yo en una cómoda litera. ¿Niega usted la verdad de todo lo que he dicho?

—Creo que si lo que usted dice lo dijera un individuo cualquiera en el Foro, tendríamos que crucificarlo.

—Cicerón, Cicerón —dijo riendo Graco—, ¿se trata de una amenaza? Soy demasiado obeso, pesado y viejo para ser crucificado. ¿Y por qué se pone usted tan nervioso ante la verdad? Es necesario mentirles a los otros. Pero ¿es necesario que nosotros creamos en nuestras propias mentiras?

—Tal como usted lo plantea. Usted simplemente omite la cuestión fundamental: un hombre es igual a otro o distinto a otro? Hay una falacia en su breve discurso. Usted parte del supuesto de que los hombres son tan iguales entre sí como las peras que hay en una canasta.

Yo no. Hay una élite, un grupo de hombres superiores. Si los dioses los hicieron así o fueron las circunstancias, no es cuestión para ponerse a discutirla. Pero hay hombres aptos para mandar y como son aptos para mandar, mandan. Y debido a que el resto son como ganado, se comportan como ganado. Ya ve; usted ofrece una tesis, pero lo difícil es explicarla. Usted ofrece un cuadro de la sociedad, pero si la verdad fuera tan ilógica como su cuadro, toda la estructura se desmoronaría en un día. Lo que usted no logra es explicar qué es lo que mantiene unido a este ilógico rompecabezas.

—Sí que lo logro —respondió Graco—. Yo lo mantengo unido.

—¿Usted? ¿Usted solo?

—Cicerón, ¿cree usted realmente que soy un idiota? He vivido una larga y azarosa vida y aún me mantengo en la cúspide. Usted me preguntó antes qué era un político. El político es el centro de esta casa de locos. El patricio no puede hacerlo por sí mismo. En primer lugar, piensa en la misma forma que usted, y los ciudadanos romanos no gustan que se los considere como ganado. Y, no lo son, cosa que algún día usted comprenderá. En segundo lugar, el patricio nada sabe sobre los ciudadanos. Si se la dejara a su cargo, la estructura se desmoronaría en un día. Por eso él acude a gente como yo.

El no podría vivir sin nosotros. Nosotros volvemos racional lo irracional. Nosotros convencemos al pueblo de que la mejor forma de realizarse en la vida es morir por los ricos.

Nosotros convencemos a los ricos de que tienen que ceder parte de sus riquezas para conservar el resto. Somos magos. Creamos una ilusión y la ilusión es infalible. Nosotros le decimos al pueblo: vosotros sois el poder. Vuestro voto es la fuente del poderío y la gloria de Roma. Vosotros sois el único pueblo libre del mundo. No hay nada más precioso que vuestra libertad, nada más admirable que vuestra civilización. Y vosotros la controláis; vosotros sois el poder. Y entonces ellos votan por nuestros candidatos. Lloran cuando nos derrotan. Ríen de alegría ante nuestras victorias. Y se sienten orgullosos y superiores porque no son esclavos.

No importa lo bajo que caigan; si duermen en cloacas; si permanecen sentados en los asientos públicos en las carreras y en el circo las veinticuatro horas del día; si estrangulan a sus hijos al nacer; si viven de la caridad pública y si nunca mueven un dedo, en toda su vida, para cumplir una jornada de trabajo. Están sucios, pero, cada vez que ven a un esclavo, su ego se eleva y se sienten llenos de orgullo y de poder. Entonces saben que son ciudadanos romanos y todo el mundo los envidia. Y en eso consiste mi arte, Cicerón. Nunca subestime la política.


[Nota: en el 2005, El País publicó este título dentro de su Colección Novela Histórica —número 17—, por lo que suele encontrarse en librerías de segunda mano a un precio asequible]

 

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