Autor: David Antona González. La Felguera Editores, Colección Narrativas del Desorden, 144 páginas
Recientemente publicada, La balada del metro sin puertas es una pequeña novela difícil de clasificar (y mejor así). Fragmentada e hipnótica, el autor nos arroja minuciosas descripciones de escenas y emociones vividas en un pasado que resulta desalentadoramente familiar. No hay trama ni sucesión de acontecimientos, tan solo paradas en mitad de un trasiego al que hemos acabado por creer el estado natural del ser humano. En sus páginas no habita nada que pudiera servir a los fines del orden dominante, y quizá esa sea la razón por la cual el texto ha visto la luz en una editorial ajena a los negocios y sus rigores.
El protagonista pasea su mirada por las violencias del mundo moderno. La del trabajo en las fábricas de automóviles («Ya no le era posible ver un coche como un simple producto manufacturado, aséptico y funcional. Sabía que detrás de esa materia lisa, de su trabada estructura, de sus líneas y su perfección formal, se escondía el sufrimiento de toda una cohorte de esclavos condenados a ejecutar, día tras día, una serie de gestos mecánicos, siempre los mismos, de operaciones cuyo significado ellos mismos desconocían») o la de la ciudad expandiendo el cemento hacia el campo («Habían construido sus viviendas ellos mismos, de forma lenta, parsimoniosa; y ahora, al final de sus vidas, temían ser desalojados desde que los tentáculos de la gran urbe empezaron a extenderse, amenazando con tomar posesión de este y de otros enclaves que habían subsistido milagrosamente a pocos kilómetros de la capital»). Resulta ilustrativo jugar mientras se lee a elaborar descripciones semejantes de nuestra vida cotidiana, de nuestros lugares de trabajo o de la destrucción de territorios que una vez conocimos; se establece entonces una suerte de parentesco, de afinidad emocional entre quienes a lo largo de los años siempre quisieron saber dónde han escondido la vida (y tomar las medidas oportunas al respecto).
Es este un libro raro. Hermoso en cierto sentido. Una invitación a detenerse en mitad de la frenética ida y venida de imágenes. No hay que buscar nada concreto en él. Solo perderse en sus páginas, como quien pasea a la deriva por una ciudad que nunca ha visitado y sin embargo conoce bien.