Autor: Éric Vuillard. Tusquets Editores. Colección andanzas. 141pg. 2018
“Nunca se cae dos veces en el mismo abismo. Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y pavor”
Una novela histórica corta, o un ensayo político novelado. La verdad que no sabría exactamente cómo definir esta obra. Sin más, estamos ante un texto corto, que no te dura entre las manos más de dos tardes, pero que te deja un sabor amargo. La realidad es jodida, por muy bonita que nos la pinten, y más nos vale saber de dónde venimos para entender hacia dónde y junto a quién caminamos.
La novela arranca en una fría mañana de febrero de 1933, al borde del río Spree, en los últimos días del Reichstag antes de que fuera pasto de las llamas. El parlamento alemán se halla poblado de siniestros personajes, y esa mañana, el recientemente nombrado canciller Hitler recibe a 24 funestos visitantes. Los grandes industriales alemanes se reúnen con los nuevos amos del Imperio, los dueños de Krupp AG, Opel, Siemens, Telefunken, Bayer, Allianz… pactan un sustancioso apoyo económico al NSDAP de cara a las elecciones de marzo de ese mismo año. Orden, trabajo, represión sindical y pingües beneficios a cambio de ayuda para hacerse con el control total del gobierno.
Pero no serán estos los únicos perversos protagonistas de esta novela. También desfilarán de la mano de los nazis, aristócratas miembros del gobierno británico, como Lord Halifax, o el mismísimo primer ministro Neville Chamberlain; y nos colaremos en las poco afables conversaciones previas a la expansión del Reich hacia el este entre Hitler y el católico dictador austriaco Schuschnigg.
140 páginas de verdades incómodas, al menos para muchos, de caretas que se caen. Al final la Historia no trata a todos por igual, vencidos y vencedores son colocados en distintos niveles. Se olvidan complicidades, se pasan por alto comportamientos criminales, y mientras unos son demonizados, los otros pasan a los anales de nuestros libros como libertadores.
Pero incluso dentro del bando de los vencidos, no parece que todos perdieran por igual. La supuesta desnazificación que acompañó al final de la guerra fue una gran obra teatral, la soga fue el destino de unos cuantos gerifaltes nazis, pero quien más y quién menos pasó a trabajar para los vencedores. Sus pecados se borraron, su utilidad en la nueva guerra fría les exoneró por completo. Los 24 grandes empresarios con los que nos cruzamos aquella fría mañana, aquellos que hicieron negocio con la guerra y la muerte, aquellos que usaron mano de obra esclava en sus fábricas, no sólo no perdieron, sino que años después siguieron siendo el pilar económico de Alemania y de la recién creada Unión Europea. Sus productos son, hoy en día, parte de nuestra realidad cotidiana, y nadie recuerda sus crímenes. Las personas pasan, pero lo grandes capitales permanecen. Muchas más sogas habrían hecho falta.