El 16 de julio, gracias a un reportaje de OPB, la televisión pública de Oregón, se dio a conocer la historia de Mark Pettibone. Cuando Pettibone se estaba yendo de una manifestación -que la OPB describió como tranquila-, le advirtieron de que había hombres vestidos de camuflaje que estaban llevándose a manifestantes en vehículos de incógnito. Poco después, cuatro o cinco hombres de camuflaje empujaron al propio Pettibone a un vehículo y se lo llevaron.
Para aquellos/as familiarizados/as con lo que estaba ocurriendo en Portland, nada de esto era nuevo. A principios de mes, Trump había desplegado a los Marshalls y las Patrullas Fronterizas de EEUU (ambos cuerpos dependientes del Departamento de Seguridad Nacional), supuestamente para proteger los juzgados de pequeños actos de vandalismo. En realidad, estaban allí para reprimir las protestas. Ya había habido noticias, e incluso un escalofriante video, de hombres de camuflaje secuestrando a manifestantes en las calles. A pesar de que en los uniformes se podía leer la palabra «policía», los hombres no indicaron en ningún momento para qué cuerpo trabajaban.
La historia de Pettibone ayudó a dar a conocer la aterradora situación de Portland a nivel nacional. La expresión «policía secreta de Trump» empezó a ser usada no solo entre activistas, sino también por parte de algunos/as senadores/as.
Lejos de avergonzarse, la reacción pública de Trump, miembros de su Administración y algunos medios de comunicación de la derecha fue la de excusar la criminalidad policial y elogiar abiertamente las tácticas empleadas. Quizá lo más inquietante es que lo defendieron como un modelo exportable a otras ciudades.
La policía secreta de Trump
Las amenazas se volvieron ciertas el 22 de julio, cuando Trump anunció que la policía federal se dirigiría a Chicago (Illinois) y Albuquerque (Nuevo México).
A diferencia de los despliegues de Portland, ordenados bajo el pretexto de defender los juzgados y edificios federales, estos últimos formaron parte de la estrategia más amplia de Trump de pintar las ciudades como plagadas de delincuencia y justificar así la intervención federal. Los despliegues son una extensión de la «Operación Legend», una iniciativa del Departamento de Justicia liderada por el Fiscal General William Barr para enviar policía federal a ayudar a la policía local en la lucha contra una supuesta «repentina oleada de delitos violentos». El programa ya está en marcha en Kansas City (Missouri), donde lleva el nombre de LeGend Taliferro, un niño de cuatro años asesinado por un disparo de bala en la misma ciudad.
No es solo Kansas City la que está presenciando una afluencia de agentes federales. A principios de julio se enviaron agentes de la patrulla fronteriza a Seattle (Washington) para hacer frente a las protestas. En Washington, DC, que se encuentra en una especie de estatus colonial respecto al gobierno federal al no pertenecer a ninguno de los estados federados, se desplegó gran cantidad de agentes federales sin identificación para intimidar a los/as manifestantes. Entre otras cosas disolvieron una manifestación pacífica para que Trump pudiera continuar con su sesión fotográfica frente a una iglesia, biblia en mano. Aunque la administración Trump anunció que retiraría a los agentes federales de Portland, la Casa Blanca dijo que la operación Legend se expandiría a Cleveland, Detroit y Milwaukee.
Pero esto no es todo. En diciembre de 2019, el Departamento de Justicia anunció la «Operación Persecución Implacable». Esta iniciativa, liderada por William Barr, está diseñada para «incrementar el número de agentes federales en Detroit, Memphis, Baltimore, Kansas City, Cleveland, Milwaukee y Albuquerque«. La relación exacta entre la «Operación Persecución implacable» y «Operación Legend» sigue sin estar clara.
Por supuesto, es imposible hablar de represión política en Estados Unidos sin mencionar al FBI. El FBI, que es al mismo tiempo un cuerpo de inteligencia y policial, cuenta con una amplia historia de represión de la disidencia que continúa hasta el día de hoy. La policía local de todo el país está participando en las Fuerzas Especiales Conjuntas contra el Terrorismo del FBI, que Barr se ha comprometido a utilizar para reprimir las protestas. Barr también ha anunciado la creación de un nuevo grupo de trabajo del FBI sobre «extremismo violento contra el gobierno» que tiene al movimiento Antifa en el punto de mira.
El estado policial estadounidense, al igual que las brutales políticas de austeridad de las que va acompañado, han sucedido bajo el gobierno de ambos partidos. Sin embargo, aunque Trump está continuando con esta política, lo está haciendo apoyándose en algunos de los sectores más oscuros de la extrema derecha.
Movilizando a las bases
Escuchando a los/as periodistas de derechas, pareciera que la nación está sitiada por un enemigo interno. Anarquistas, marxistas, agitadores de extrema izquierda y otros “anti-americanos” merodean por las calles de las ciudades estadounidenses amenazando no solo la ley y el orden, sino también la cultura, las instituciones y el gobierno de Estados Unidos. El derribo de estatuas es el comienzo del colapso literal de la civilización. Los gobiernos locales liderados por los demócratas, lejos de tratar de sofocar esta posible revolución, son cómplices activos de ella. Al mismo tiempo, estas mismas ciudades están sumidas en crímenes violentos y por lo tanto, se requieren las audaces intervenciones de Trump, no solo contra los criminales, sino también contra los políticos y electores.
Ambas narrativas (las ciudades son invadidas por manifestantes y las ciudades son zonas de guerra de crímenes violentos) demonizan las grandes áreas urbanas donde reside la mayor parte de la población de EEUU. Con pocas excepciones, nadie en estas ciudades parece estar pidiendo la ayuda de Trump. De hecho, Trump parece alardear abiertamente de que está enviando agentes federales sin el consentimiento de los ayuntamientos.
En la mente de Trump y de la extrema derecha, hay grandes capas de la población que suponen una amenaza. Defender a Estados Unidos significa atacar a mucha de su gente. Los ataques de Trump contra los gobiernos locales de estas ciudades, pintándolas como radicales y desplegando agentes federales para burlarse de ellas, son una puesta en escena en la que finge tomar medidas enérgicas contra sus supuestos oponentes políticos, cuando en realidad la mayoría de ellos son realmente centristas plenamente cómplices de la violencia policial. El objetivo de Trump es movilizar a sus bases que, en su mayor parte, ni siquiera están ubicadas en estas ciudades.
Entonces, ¿por qué es este un mensaje tan potente?
Como señala el jurista Jonathan Simon en su artículo «Gobernando a través del crimen», las políticas de tolerancia cero con el crimen a menudo se venden basándose en la idea de que cuantos menos derechos tienen los “criminales”, más tienen las víctimas o la policía. Cualquier derecho obtenido por un criminal (o alguien acusado de un crimen) es un derecho que se les quita a sus víctimas según esta lógica.
Esta mentalidad tiene implicaciones peligrosas. Los derechos procesales, por su propia naturaleza, están diseñados para proteger a los/as ciudadanos/as inocentes del poder estatal. Evitar que una persona inocente sea agredida o asesinada al azar por la policía no es una victoria para quienes violan la ley. Sin embargo, si se piensa que algunas personas son intrínsecamente criminales, que por su propia naturaleza merecen que sus derechos sean vulnerados, entonces el panorama cambia.
La derecha ha utilizado durante mucho tiempo esta lógica para lanzar proclamas populistas. Ahora es Trump quién está partiendo de la misma tradición con la esperanza de movilizar a sus bases.
Dos visiones diferentes
La actual crisis en Estados Unidos tiene algunos antecedentes históricos. En la década de 1960, las revueltas urbanas atravesaron el país. Cuando se nombró una comisión nacional, conocida popularmente como la Comisión Kerner, para estudiar la causa de estos “desórdenes públicos”, concluyeron que la falta de oportunidades económicas, la brutalidad policial y la supremacía blanca habían desencadenado las revueltas. La violencia policial, lejos de ser un factor que asegurara la paz social, era a menudo la chispa que incitaba a los levantamientos urbanos o los intensificaba una vez que estaban en marcha.
Hubo otro organismo que también trataba de desentrañar las causas del descontento social: el Comité de Actividades Anti-Estadounidenses (HUAC por sus siglas en inglés). En 1968, publicó un informe titulado «Defensores de la guerra de guerrillas en los Estados Unidos», uno de los documentos más disparatados jamás publicados por un organismo oficial estadounidense. El informe arremetía contra todos, desde el «comunista convicto» Nelson Mandela hasta la Brigada Abraham Lincoln, e insinuaba que el activista por la autodefensa negra Robert Williams buscaba convertirse en rey de Estados Unidos.
Refiriéndose a los disturbios que estallaron en Harlem, Cleveland y Watts, el informe minimizaba la existencia de la brutalidad policial al mismo tiempo que criticaba a quienes la denunciaban, acusándoles de incitar los disturbios. La HUAC afirmaba que los disturbios fueron en parte planificados de antemano por «comunistas y nacionalistas negros». Los autores afirmaban que Vietnam del Norte había estado entrenando guerrilleros estadounidenses en Cuba.
En una sección final, el informe dio una descripción escalofriante de lo que se podría hacer para responder a la «guerra de guerrillas». “El gueto tendría que estar aislado del resto de la ciudad” y dentro del área acordonada, se suspenderían las libertades civiles, se impondrían toques de queda y “cualquier persona que se encontrara sin la identificación adecuada sería arrestada inmediatamente”. La HUAC tanteó la idea de invocar la Ley de Detención de Emergencia de 1950, una ley de la era McCarthy que permitía que los elementos subversivos locales fueran internados en campos de concentración. (La indignación ante esta sugerencia y una campaña de la Liga de Ciudadanos Japoneses Americanos llevaron a la derogación de la Ley de Detención de Emergencia en 1971).
La Comisión Kerner y el informe de la HUAC representaron dos visiones muy diferentes. Las crisis del capitalismo estadounidense, la violencia policial desenfrenada y la supremacía blanca todavía están con nosotros/as hoy. Y todavía nos enfrentamos a duras decisiones sobre cómo deseamos afrontarlas.
Donald Trump ha optado claramente por operar en la tradición de la HUAC: el problema no es la violencia policial, sino quienes la condenan. Las fuerzas del orden deben recibir un apoyo acrítico y luz verde a acciones represivas indiscriminadas. Grandes sectores de la población deben perder sus derechos políticos. El gobierno debe entrar en guerra con sus enemigos internos para defender a los/as «verdaderos/as estadounidenses».
Trump ha sido un líder autoritario bastante incompetente. A menudo ha sugerido ideas extravagantes que no ha llevado a cabo. Su retórica beligerante en torno al despliegue de fuerzas federales es en gran parte un reclamo para movilizar a sus bases en época electoral. A pesar del odio que nos pueda producir, es importante recordar que la policía federal no es la única fuente de violencia policial. Las policías locales, que a menudo operan bajo gobiernos liberales, han estado involucradas en brutalidades similares y han actuado como fuerzas de ocupación en muchos barrios.
Pero la decisión de Trump de ir a la guerra contra las ciudades de Estados Unidos, incluso si es solo una guerra retórica para movilizar a sus bases, es preocupante. Y sus intentos de desplegar agentes federales en comunidades que ya se enfrentan habitualmente a la violencia policial, deben recibir una oposición enérgica.
Artículo de Chip Gibbons, traducido de Jacobin Magazine
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