El Reino Unido vive estos días una serie de huelgas como no se habían visto en décadas, en buena medida espoleadas por el incremento del coste de la vida, Cuando todavía no se han apagado los ecos de los paros en transporte, enfermería, conductores de ambulancias, agentes de aduanas o correos, nuevos sectores se van sumando a las movilizaciones: enseñanza, funcionarios, ferroviarios… Y el primer ministro, Rishi Sunak, se ve impotente para contener la ola de conflictos laborales que sacude el país.
No deja de ser paradójico en una persona aupada al cargo como la última esperanza tory para calmar las aguas en Reino Unido, después del fugaz paso de Liz Truss por el 10 de Downing Street —45 días duró su mandato—, una política que se miraba en el espejo de Margaret Thatcher y que, al igual que esta, acabó teniendo que dimitir por una controvertida propuesta de rebajar la carga fiscal a los más ricos: el paquete económico que, según ella, impulsaría la economía del país incluía eliminar la tasa del 45% del impuesto sobre la renta que pagan las personas que ganan más de 150.000 libras al año. El paquete económico llevó a tal grado de turbulencias en los mercados financieros, que hizo que la libra cayera frente al dólar a mínimos históricos y Truss fuera obligada a dimitir por su partido.
Sí, Liz Truss imitaba a Thatcher hasta en las razones que la llevaron a dejar el cargo. Si bien es cierto, y es lo que nos importa ahora, que lo que desalojó a la “Dama de hierro” del poder no fueron los mercados sino una revuelta popular que llevó el caos a las calles británicas durante casi un año.
Hagamos memoria: Thatcher había llegado a Primera Ministra con un ambicioso plan político para revertir lo que ella entendía como un precipitado declive nacional del Reino Unido. Para ello se centró en la desregularización del sector financiero, la flexibilización salvaje del mercado laboral, la privatización de empresas públicas y la reducción del poder de los sindicatos, ligados tradicionalmente al Partido laborista. Y tras la aventura militar en Las Malvinas en 1982, que le había granjeado una enorme popularidad y facilitado la reelección en el cargo por segunda vez, la victoria frente a los mineros en la dura huelga de 1984-85, con la que consiguió doblegar al poderoso sindicato National Union of Mineworkers (NUM), acabó de apuntalarla en el cargo. El pueblo británico tenía Thatcher para rato… O eso parecía.
Al menos hasta que se le ocurrió introducir un proyecto de reforma de la fiscalidad local con el que venía soñando hacía tiempo, e implantar el Community Charge, conocido popularmente como poll tax, un tributo local que obligaba a los ciudadanos a contribuir por igual, independientemente de su nivel de ingresos u otras circunstancias-. Ya en su tercera legislatura y con una soberbia desmedida, estaba convencida de que era el momento adecuado para ello. Con el impuesto, Thatcher buscaba además, un doble objetivo: la contribución económica de todo beneficiario de los servicios municipales y a la vez tener un arma con la que desalojar del poder local a los laboristas, más proclives a ofrecer servicios públicos y, por tanto, más onerosos.
La noticia causó un enorme malestar y y en noviembre de 1989, Militant (tendencia trostkista dentro del Partido Laborista) lanzaba la Federación anti-poll tax, y junto a otros grupos como la 3D Network (Don’t Register, Don’t Pay, Don’t Collect) y grupos anarquistas de diverso pelaje como Class War y otros, se lanzaban a coordinar acciones a nivel nacional contra el impuesto, y ya durante los primeros meses de 1990 se llevaron a cabo más de 6.000 actividades contra el impuesto por todo el país. Las acciones iban además acompañadas de grandes manifestaciones que reunieron a miles de personas: el 6 de marzo, una marcha en Bristol de cerca de 5.000 asistentes derivó en duros enfrentamientos con la policía, que acabaron con 26 detenidos y numerosos heridos. Al día siguiente, la policía cargó a porrazos contra quienes se manifestaban en Hackney y la marcha acabó en disturbios con la rotura de numerosos escaparates y la detención de medio centenar de personas. Las manifestaciones fueron extendiéndose por todo el país y la revuelta creciendo en intensidad a medida que los ayuntamientos debatían sobre la implantación del impuesto, llegando incluso a producirse el asalto de algunos de ellos. El eslogan “Can’t Pay, Won’t Pay” (No se puede pagar, no se paga) se convirtió en una realidad en las zonas de clase trabajadora de toda Gran Bretaña con miles de personas negándose a cumplimentar los formularios o a pagar el impuesto.
Las movilizaciones alcanzaron su cénit con la revuelta en el centro de Londres el 31 de marzo, con una manifestación en Trafalgar Square que contó con cerca de 100.000 participantes, y acabó con los desórdenes más graves en la capital desde hacía un siglo, con cientos de personas heridas y decenas de arrestados.
Ante el cariz que había tomado la revuelta, buena parte de la izquierda condenó los disturbios y acusó a los grupos anarquistas de estar detrás de ellos. De hecho, Steve Nally, miembro del Partido Socialista y secretario de la Federación Anti-Poll Tax, declararía que iban a llevar a cabo una investigación y darían los nombres de los implicados. Por suerte, otros como el Partido Socialista de los Trabajadores (SWP), al que algunos medios de comunicación culparon de la violencia, se negaron a condenar a los manifestantes y acusaron a la policía de provocar los hechos. Y de hecho, la Campaña en defensa de los acusados de Trafalgar Square, pudo conseguir más de 50 horas de grabaciones que demostraban que la policía había fabricado o inflado muchos de los cargos, lo que influyó en la absolución de buena parte de los encausados.
En todo caso, lo cierto es que la calle se había levantado con una fuerza y una violencia pocas veces vista en las ciudades británicas, y el mensaje le había llegado nítido al Partido Conservador, que acabó forzando la dimisión de Margaret Thatcher seis meses después y encargando a Michael Heseltine el diseño de un nuevo impuesto para reemplazar al Poll tax, cuya abolición era anunciada el 21 de marzo de 1991.
La obcecación de implantar el Community Charge finalmente había propiciado la muerte política de Margaret Thatcher, la omnipotente Primera Ministra y, ya de paso, dejaba para la posteridad un recordatorio de la capacidad de la rabia colectiva frente a la arrogancia de la casta dirigente.