Director: Hayao Miyazaki. Estudio Ghibli. Japón, julio de 1997. 134 mins.
“La vida es sufrimiento. Es dura. El mundo está maldito. Pero, aun así, encuentras razones para seguir viviendo” – Osa
El pasado mes de julio se cumplieron 25 años del estreno de esta mítica película de animación japonesa que puso al Estudio Ghibli en el mapa. La princesa Mononoke nos lleva a una versión fantástica del Japón medieval del período Muromachi (1336-1573) y se centra en la lucha entre los guardianes sobrenaturales (dioses) de un bosque y los humanos que saquean sus recursos naturales. La historia es narrada desde el punto de vista del príncipe Ashitaka ,el último príncipe de la tribu de los emishi, que debe librarse de una maldición que empeora si se deja arrastrar por la ira, y Shan, la hija adoptiva de la diosa lobo Moro, que lucha por proteger el bosque del avance de una mina.
Sin embargo, casi nadie en la película es absolutamente “buena” o “mala”; todas tienen matices positivos y negativos. Por ejemplo, los humanos que habitan la ciudad del hierro, liderada por Lady Eboshi (que encarna la figura de una mujer fuerte y determinada), han construido una sociedad bastante igualitaria que acoge a leprosos, prostitutas y cualquier paria. Aparecen minorías vulnerabilizadas que rara vez aparecen en películas japonesas.
Se trata de una historia con un fuerte mensaje ecologista y contra el extractivismo. La avaricia de los humanos destruye los bosques y el entorno natural y las balas de sus armas de fuego propagan maldiciones que contagian a los animales y dioses que habitan en él.
Al mismo tiempo, tanto los animales y dioses del bosque, como los humanos de la ciudad del huerro, deben enfrentarse a los samuráis de Lord Asano (que encarna todos los males de la masculinidad tóxica e hiperviolenta), enviados por el mismísimo Emperador para capturar la cabeza del Espíritu del Bosque, el único dios que puede acabar con la maldición de Ashitaka y con la guerra.
Finalmente, el Espíritu del Bosque termina por purificarlo todo (en una metáfora de cómo la naturaleza se puede recuperar) y Lady Eboshi, de forma casi panfletaria, se compromete con el desarrollo sostenible (en una metáfora del decrecimiento).
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