Por Miquel Amorós. 1 de agosto de 2024
¿Es una doctrina, una ideología, un método, una rama del socialismo, una línea de conducta, una teoría política? La respuesta, en principio, es fácil: anarquismo es lo que piensan y hacen los anarquistas, y, en general, los que se definen como enemigos de toda autoridad e imposición. Aquellos que por diversos caminos, muchos realmente antagónicos, persiguen la “anarquía”, es decir, una sociedad sin gobierno, un modo de convivencia social ajeno a las disposiciones autoritarias. El anarquismo no sería más que la manera de realizar esa anarquía, que el geógrafo Reclús calificó de “la más alta expresión del orden.” ¿En qué consiste? Son múltiples y contradictorias las estrategias para alcanzar un ideal aposentado en una negación del que existen varias versiones, por lo cual, se podría hablar con más propiedad, de anarquismos, como por ejemplo hace Tomás Ibáñez. Si además tenemos en cuenta la situación histórico-social contemporánea, donde el anarquismo ya no es gran cosa, apenas un signo de identidad juvenil y semi-académico que guarda muy poca relación con épocas pasadas más gloriosas y se mantiene al abrigo de cualquier crítica seria y objetiva, las definiciones podrían prolongarse al infinito. Anarquismo sería entonces una especie de saco lleno de fórmulas dispares etiquetadas como anarquistas. Las puertas quedan abiertas a cualquier deriva, bien sea reformista, individualista, católica, comunista, nacionalista, contemplativa, mística, conspirativa, vanguardista, etc. Sobre el atolondramiento buenrollista en los medios libertarios consecuente con tal diversidad podíamos concluir igual que el autor o los autores del folleto “De la miseria en el medio estudiantil” (1966) sobre los componentes de la Fédération Anarchiste: “Esa gente lo tolera efectivamente todo, puesto que se toleran entre sí”. El panorama no es halagüeño, pues en los tiempos que corren la comprensión de los fenómenos sociales y las ideologías que los acompañan depende mucho de pensarlos adecuadamente, o sea, desde la perspectiva que proporciona el conocimiento histórico. Aún hoy, el anarquismo no carece de intelectuales honestos y competentes aptos para la tarea. Sin embargo, la característica más común de los anarquismos posmodernos, los que navegan en la posverdad y repudian la coherencia, es el rechazo de dicho conocimiento. Es más, según tal tipo de anarquismo, el pasado ha de ser intervenido desde el presente, en tanto que baúl de recursos estéticos, en consonancia con la normativa lúdica, la gramática transgénero y los hábitos gastronómicos que impone la moda. El compromiso, por lo demás, es efímero. En fin, hete aquí, con la voluntariosa excepción de algunos núcleos sindicalistas, al anarquismo reducido a fenómeno de feria de libro. Nosotros, que bogamos en dirección contraria, intentaremos explicar esa constante aspiración a una organización social sin gobierno, luego sin Estado, sin autoridad separada, remitiéndonos a sus orígenes allá donde se encuentran, en los sectores radicales de las revoluciones populares del siglo XIX.
En principio, habremos de superar la manía de algunos ideólogos anarquistas, empezando por Kropotkin, Reclus, Rocker y el historiador Nettlau, de descubrir ancestros en todos los momentos de la historia y en todos los lugares. Bajo ese punto de vista el anarquismo no sería una idea nueva, sino algo tan antiguo como la humanidad, perenne, eterno, inscrito en el ser biológico de la especie humana. Anarquistas serían pues Diógenes el cínico y Zenón el Estoico, Lao Tse, Epicuro, Rabelais, Montaigne o Tolstoi. Trazos libertarios se encontrarían en las comunas medievales, en los Diggers ingleses, en el liberalismo filosófico de Spencer y Locke, en la obra política de Stuart Mill y William Godwin, en cualquier alteración del orden establecido… No tenemos nada que objetar a ello, pero denunciamos el intento latente en este planteamiento anti-histórico de fabricar una ideología interclasista, y negar al movimiento obrero su papel decisivo en la génesis de las ideas anarquistas. Eso tenía efectos desastrosos en la práctica antiautoritaria. Los promotores y defensores de esta tesis trataban de trascender la realidad social no mediante intervenciones prácticas en la esfera político-social, sino a través de la propaganda, mediante un intenso esfuerzo de educación de masas que pudiera suscitar una evolución gradual de la mentalidad popular hacia niveles de conciencia elevados. Para los propagandistas educacionistas, sobre todo para los más inmovilistas y apoltronados, -pongamos por ejemplo Abad de Santillán- el anarquismo era simplemente “un anhelo humanista”, la denominación nueva de “una actitud y una concepción humanista básica”, una doctrina no específica ni concreta, un vago ideal ético que siempre había existido, que se daba en cualquier clase social y que –añadía Federica Montseny- había encontrado en la Península Ibérica la tradición, el temperamento racial y el amor fiero por la libertad en mayor abundancia que en ninguna otra parte. En el prólogo a un libro del estatalista Fidel Miró, decía Santillán con calculada ambigüedad que “el anarquismo pretende la defensa, la dignidad y la libertad del hombre en todas las circunstancias, en todos los sistemas políticos, de ayer, hoy y mañana […] no está ligado a ningún tipo de construcción política, ni propone sistema que los sustituya”. Así pues, no era un proyecto homogéneo sino plural, híbrido, sobre cuyos fundamentos, fines y estrategias de realización, si hemos de creer al sospechoso Gaston Leval, que proponía dar una “base científica” al anarquismo. reforzando el realismo “constructivo” en política y economía, no existía acuerdo alguno “en los teóricos más capaces de este ramo” (“Precisiones del Anarquismo”, 1937.) Las especulaciones de los mayores referentes del anarquismo ortodoxo en la España de 1936 desembocaban en los tópicos del liberalismo político, lo cual es comprensible tal como ilustró la extrema adaptabilidad de sus convicciones a los principios y las instituciones burguesas republicanas.
Rudolf Rocker veía en el anarquismo la confluencia de dos corrientes intelectuales propulsadas por la Revolución Francesa: el socialismo y el liberalismo. Señalemos que una era proletaria, la otra, burguesa. No obstante, dicha confluencia no constituía un sistema social fijo sino “una tendencia clara del desarrollo de la humanidad que […] aspira a que todas las fuerzas sociales se desenvuelvan libremente en la vida” (“El anarcosindicalismo. Teoría y práctica.”)
Albert Libertad, el editor de la revista individualista “L’Anarchie”, no se conformaba con eso: “Para nosotros, el anarquista es quien ha vencido en él las formas subjetivas de la autoridad: religión, patria, familia, respeto humano o lo que se quiera, y que no acepta nada que no haya pasado por el tamiz de su razón tanto como sus conocimientos le permitan.” La anarquía no podía ser más que “la filosofía del libre examen, la que no impone nada por la autoridad, y que busca probar todo por el razonamiento y la experiencia.”
Para Sebastián Faure, la anarquía “como ideal social y como realización efectiva, responde a un modus vivendi en el cual, desembarazado de toda sujeción legal y colectiva que tenga a su servicio la fuerza pública, el individuo no tendrá más obligaciones que las que le imponga su propia conciencia.” Su compadre Janvion declaraba que el anarquismo era “la negación absoluta de la autoridad del hombre sobre el hombre”; Emma Goldman llegó más lejos consagrando al individuo como medida de todas las cosas: “El anarquismo es la única filosofía que devuelve al hombre la conciencia de sí mismo, la cual mantiene que Dios, el Estado y la Sociedad no existen, que son promesas vacías y sin valor, ya que pueden ser logradas solo a través de la subordinación del hombre.” Aunque de manera abstracta, aludìa a temas como la producción y el reparto, sin concretar. En su librito “Anarquismo. Lo que significa realmente” decía: “Anarquismo es la filosofía de un nuevo orden social basado en la libertad sin restricción, la teoría de que todos los gobiernos descansan sobre la violencia y por lo tanto son equívocos y peligrosos, al igual que innecesarios […] Representa un orden social basado en la agrupación libre de individuos con el objetivo de producir riqueza social, un orden que garantizará el libre acceso a la tierra y el pleno goce de las necesidades de la vida…” Soledad Gustavo afirmó escuetamente que la anarquía era “la genuina expresión de la libertad total” y Federica, que no olvidaba a su público obrero, puntualizó lo dicho por su madre: “el anarquismo es una doctrina basada en la libertad del hombre, en el pacto o libre acuerdo de este con sus semejantes, y en la organización de una sociedad en la que no deben existir clases ni intereses privados, ni leyes coercitivas de ninguna especie” (“¿Qué es el anarquismo?”) Vista la práctica federiquista de la idea, José Peirats se preguntaba en su pequeño diccionario del anarquismo si la anarquía “¿es una idea encuadrable en el recetario político revolucionario o es una masa vaporosa que se diluye al tratar de aprehenderla?” Temía que no fuera más que “un principio diluido”, una consigna etérea, y no, como decía su apreciada Emma, “la conclusión a la que han llegado multitud de hombres y mujeres resueltos por las observaciones detalladas de las tendencias de la sociedad moderna”, o en palabras de Eliseo Reclus, “el fin práctico, buscado activamente por multitudes de hombres unidos colaborando resueltamente en el nacimiento de una sociedad donde no haya amos…”
A pesar del innegable papel crucial de las masas anarquistas en las revoluciones del siglo pasado, por más que rebusquemos en la literatura anarquista clásica, pocas serán las referencias que encontremos a la revolución como medio para transformar la sociedad. Por las implicaciones violentas que forzosamente contienen, entraban en contradicción con los postulados pacifistas de la ideología, que, no lo olvidemos, a menudo es presentada como un ideal ético, no impositivo; o como una rebelión moral (Malatesta), una subjetividad liberada (Libertad), “una conducta dentro de cualquier régimen” (Alaiz)… Los alardes revolucionarios eran propios de los hombres de acción, cuyo paradigma es Bakunin, más interesados en derrotar al bando opresor de la reacción que en edificar una utopía operando desde el escritorio según pautas impolutas. Estos concebían la acción fundamentalmente como lucha, combate, confrontación, no como pedagogía y experimento. No obstante, el epíteto de “anarquista” fue usado históricamente para calificar lo que las facciones conservadoras suponían excesos revolucionarios. Durante la Revolución Inglesa, aparece por primera vez usado peyorativamente contra los “Niveladores” y cualquiera que alterase el orden establecido y no reconociera al poder dominante, particularmente a la jerarquía eclesiástica (era sinónimo de radical, ateo o anabaptista.) En la Revolución Francesa, los republicanos moderados llamaban anarquistas a todos los que querían proseguir el proceso revolucionario en lugar de detenerlo, tanto a los jacobinos, como a los enragés y hebertistas. En fín, quien primero se definió como anarquista, en sentido positivo, fue Pierre-Joseph Proudhon en su célebre obra “¿Qué es la propiedad?” y llamó anarquía a “la ausencia de amos y de soberanos, la forma de gobierno a la que nos aproximamos.” También fue el primero en reivindicar a la clase obrera como fuerza social autónoma, opuesta a la burguesía. En otros asuntos fue mucho menos innovador. Poco después, Anselme Bellegarrigue en su Manifiesto de 1850 afirmó que “la anarquía es el orden, el Estado es la guerra civil.” Nettlau nos dio a conocer a otros revolucionarios activos desde mediado siglo XIX partidarios de un socialismo sin jefes: Joseph Déjacque, Coeurderoy, Pisacane, Cesar De Paepe, Eugene Varlin, Ramón de la Sagra…, que bien podríamos considerar anarquistas aunque ellos no empleasen ese término. Por consiguiente, no andaremos errados al definir el anarquismo como una corriente antiautoritaria del socialismo revolucionario, producto intelectual de la incipiente lucha de clases típica de la sociedad capitalista en las primeras fases de la industrialización.
En la correspondencia de Proudhon hallamos el enunciado del ideal más completo: “Anarquía es una forma de gobierno o constitución donde la conciencia pública o privada, moldeada por el desarrollo de la ciencia y el derecho, es suficiente por sí sola para mantener el orden y garantizar todas las libertades; en donde consecuentemente el principio de autoridad, las instituciones de policía, los medios de prevención o de represión, el funcionariado, los impuestos, etc., se encuentran reducidos a su expresión mínima; en donde con mayor razón, las formas monárquicas y la alta centralización desaparecen y son reemplazadas por instituciones federativas y costumbres comunitarias.”
La Asociación Internacional de Trabajadores fue un hito en la organización del proletariado, pues le dotó de objetivos no solo económicos, sino políticos. Los enfrentamientos entre las distintas facciones que la componían provocaron su declive. Durante el breve e intenso periodo de la AIT, Bakunin supo convertir el infradesarrollado socialismo libertario en una teoría política coherente y revolucionaria. Los vientos soplaban a favor de la revolución social; Bakunin, en posesión de un bagaje extraordinario de conocimientos históricos y filosóficos, no hizo más que traducirlos en ideas prácticas. La clase obrera era el sujeto de la revolución, y por lo tanto, el ariete del antiautoritarismo, por lo que necesitaba perfilar unas líneas estratégicas diferenciadas del reformismo socialdemócrata característico de la tendencia marxista. El concepto de anarquía retomaba el sentido originario de alboroto destructor bajo una óptica creativa, Para Bakunin, era “la manifestación sin restricciones de la vida liberada de los pueblos, de donde han de salir la libertad, la justicia, el orden nuevo y la fuerza misma de la revolución.” Así pues, anarquía era el estallido incontrolado de las pasiones populares venciendo los obstáculos de la ignorancia, la sumisión y la explotación, a las que los agitadores presentes en su seno orientarían hacia la destrucción de todas las instituciones existentes. En el Congreso de Saint Imier de 1872 se votaría una proposición suya: “La destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado.” Al revés que los ideólogos posteriores, no se interesaba en describir la nueva sociedad en sus distintas facetas, fruto del ingreso de todos los trabajadores en la Internacional. Sería “una sociedad natural que apoyaría y reforzaría la vida de todos” y consistiría en “una organización nueva que no tuviera otra base que los intereses, las necesidades y las inclinaciones naturales de los pueblos, ni otro principio que la federación libre de los individuos en las comunas, de las comunas en las provincias, de las provincias en las naciones, en fin, de estas en los Estados Unidos de Europa primero, y más tarde, del mundo entero.”(Programa de Los Hermanos Internacionales.)
Las escisiones y expulsiones en la Internacional, la derrota de La Comuna de París, el aplastamiento de las revueltas internacionalistas en España, el fracaso de la insurrección campesina en Italia y las persecuciones subsiguientes quebraron el empuje del movimiento obrero, que quedó reducido a pequeños círculos dedicados principalmente a la difusión de las ideas. En ello destacaron Kropotkin, Reclus, Malatesta y sus compañeros. La muerte de Bakunin significó la casi desaparición de su legado teórico. Ninguno de sus seguidores leyó jamás a Hegel, Fitche, Feuerbach o Comte, y pocos se entretuvieron con Babeuf, Weitling o Proudhon. En ese periodo posrevolucionario se generalizó el término “anarquista” y se confeccionó propiamente una ideología separada, exterior a las clases oprimidas, a las que se había de aleccionar mediante la propaganda doctrinal y la ejemplaridad del comportamiento. No constituía propiamente un sistema en el caso del marxismo. Además, la subida al santoral de Godwin, Tolstoi, Thoreau y Stirner -autores nada partidarios de las revoluciones- añadieron elementos conflictivos a la reflexión ideológica. Se desarrollaron corrientes subalternas a menudo enfrentadas e incompatibles: las que anteponían la sociedad futura al presente, el comunismo (a cada cual según sus necesidades) al colectivismo (a cada cual según su trabajo), el comunalismo al individualismo, la organización a la espontaneidad, la reflexión a la acción, el pacifismo a la violencia, la propaganda a la expropiación o el atentado, la legalidad a la clandestinidad, el partido político a la asociación económica, etc. Era tal la confusión que un intelectual próximo, Octave Mirbeau, hizo constar que “los anarquistas tienen las espaldas anchas; al igual que el papel, lo aguantan todo.” Para otros, indiferentes a la sustancia tanto como a la acción, todo era anarquismo. Lo principal era la finalidad; los medios, con frecuencia contradictorios con ella, eran secundarios. Tárrida del Mármol se sacó de la manga lo del “anarquismo sin adjetivos”, con lo cual la expresión verídica del movimiento proletario revolucionario reflejada en la obra de Bakunin y la Internacional antiautoritaria, sería sacrificada en el altar de las interpretaciones doctrinarias, nebulosas y sectarias de la realidad. El anarquismo como ideal de sociedad emancipada y a la vez método de acción, simple variante del socialismo revolucionario, no parecía ser suficiente. Gustav Landauer quiso volver a la base al escribir: “Anarquismo es la finalidad que perseguimos, la ausencia de dominación y de Estado; la libertad del individuo. Socialismo es el medio mediante el cual queremos alcanzar y asegurar esa libertad.” En cambio, el príncipe Kropotkin se propuso ordenar el corpus teórico anarquista, buscarle una base filosófica distinta de la bakuniniana, dotarle de raíces biológicas, fijar el comunismo libertario como objetivo final y propagar un optimismo cientifista que arraigó más que ninguna otra cosa en las masas oprimidas. Fue el autor más leído y más influyente en la historia del anarquismo.
Kropotkin remodeló el anarquismo como filosofía materialista, cientifista, evolucionista, atea y progresista, culminándolo con una ética que no llegó a terminar. Los filósofos ingleses y los hallazgos de la ciencia del siglo XVIII, y naturalmente Darwin, le proporcionaron el material sobre el que construyó su edificio ideológico, donde el progreso científico adquirió rango de fuerza determinante en lugar de la lucha de clases. En su folleto “La ciencia moderna y el anarquismo” decía: “Representa el anarquismo un ensayo de aplicación de las generalizaciones obtenidas por el método deductivo-inductivo de las ciencias naturales a la apreciación de la naturaleza de las instituciones humanas, así como también la predicción sobre la base de estas apreciaciones, de los aspectos probables en la marcha futura de la humanidad hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad.” En otra parte, insistía en lo mismo: “el anarquismo es una concepción del universo basada en la interpretación mecánica de los fenómenos que abrazan toda la naturaleza, sin excluir la vida en la sociedad.” En su artículo para la Enciclopedia Británica se atuvo a lo clásico y definió al anarquismo como “un principio o teoría de la vida y la conducta que concibe una sociedad sin gobierno, en la que se obtiene la armonía no por sometimiento a la ley, ni obediencia a la autoridad, sino por acuerdos libres establecidos entre los diferentes grupos, territoriales y profesionales, libremente realizados para la producción y el consumo, y para satisfacción de la infinita variedad de necesidades y aspiraciones de un ser civilizado.”
Carlo Cafiero, compañero de Bakunin, tenía un concepto de anarquísmo más dinámico: “La anarquía, en la actualidad, es una fuerza de ataque; si, es la guerra a la autoridad, al poder del Estado. En la sociedad futura, la anarquía será la garantía, el obstáculo a la vuelta de cualquier autoridad y de cualquier orden, de cualquier Estado.” Anarquía y comunismo iban unidos, como la exigencia de libertad y la demanda de igualdad (“Anarquía y comunismo”, 1880.) A pesar de ello, la distinción metafísica entre el comunismo libertario y la anarquía propiamente dicha de algunos doctrinarios obligó a nuevas precisiones. Para Carlos Malato, un discípulo, la anarquía era el complemento del comunismo, “un estado en el que la jerarquía gubernamental sea reemplazada por la libre asociación de los individuos y de las agrupaciones; la ley imperiosa para todos y de duración ilimitada, por el contrato voluntario; la hegemonía de la fortuna y del rango, por la universalización y el bienestar y la equivalencia de las funciones, y por último, la moral presente, de hipócrita ferocidad, por una moral superior que dimanará naturalmente del nuevo orden de cosas” (“Filosofía del Anarquismo.”) Nótese la ausencia de cualquier indicación de la manera de llegar a este paraíso de la libertad, la forma con la que la acción cotidiana, no ya la perspectiva revolucionaria, eran soslayadas. Agitadores como Pelloutier y Pouget se dieron perfecta cuenta del peligro de la indefinición metodológica concerniente a la lucha diaria e invitaron a los anarquistas a entrar en los sindicatos.
Malatesta escogió una vía intermedia que además de la huelga, contara con la insurrección, y además del sindicato, tuviera en cuenta otros factores de lucha. En las páginas de “La Protesta” (Buenos Aires) se refirió a la sociedad del porvenir como “una sociedad racionalmente organizada en la que ninguno tiene los medios de someter y oprimir a los demás.” Y definió el anarquismo como “el método para alcanzar la anarquía por la vía de la libertad, sin gobierno, sin que nadie –incluso alguien provisto de buenas intenciones- imponga a los demás su voluntad.” Lo derivaba de un único principio: el amor a la humanidad. De acuerdo con la concepción humanista malatestiana, se era anarquista por sentimiento más que por convicción razonada, por consiguiente, la filosofía y la ciencia tenían poco que ver. Tampoco el desarrollo histórico o las condiciones económicas. Era una cuestión de voluntad. Cualquiera podía ser anarquista fuesen cuales fuesen sus creencias filosóficas o sus conocimientos científicos; bastaba con querer serlo. Él mismo se declaraba anarcocomunista. En lo relativo a la anarquía, en el folleto del mismo nombre la describía como “el estado de un pueblo que se rige sin autoridad constituida”, “una sociedad de hombres libres e iguales fundada sobre la armonía de los intereses y el concurso voluntario de todos, a fin de satisfacer las necesidades sociales.” A lo largo de su vida, Malatesta tuvo que hablar mucho del ideal, de la anarquía, “una sociedad fundada en el libre acuerdo, donde cada individuo pudiera lograr el máximo desarrollo posible”, a la que no distinguía del comunismo libertario: “la organización de la vida social por obra de libres asociaciones y federaciones de productores y consumidores.” En sus últimos escritos corroboró lo que venía diciendo a lo largo de su vida: “anarquía es un modo de convivencia social en el que los seres humanos viven como hermanos, sin que nadie oprima o explote a los demás y todos tengan a su disposición los medios que la civilización de la época otorga para alcanzar el más alto nivel de desarrollo moral y material.” Contrariamente a la mayoría de propagadores del ideal, Malatesta insistía en que la manera de alcanzar la anarquía pasaba por la organización de los anarquistas alrededor de un programa, recurriendo al arsenal revolucionario para abolir el Estado y “toda organización política fundada en la autoridad”. Los medios debían estar en consonancia con los fines. Si estos eran revolucionarios, aquellos también habrían de serlo.
La militancia anarquista en los sindicatos desplazó la acción colectiva hacia la esfera de la economía, ahuyentándose aún más de la política. La siembra del ideal entre los explotados tuvo un hijo espiritual: el sindicalismo revolucionario. La Carta de Amiens de 1906, su partida de nacimiento, consagraba la función primordial del sindicalismo, no solo en la lucha por las mejoras laborales, sino en la preparación “para la emancipación integral, que solo puede lograrse a través de la expropiación capitalista; aboga este por la huelga general como medio de acción y concidera que el sindicato, hoy grupo de resistencia, será en el futuro el grupo de producción y distribución, base de la organización social.” Con el fin de no prestarse a equívocos, uno de los principales teóricos de esta clase de sindicalismo, opuesto al sindicalismo político y reformista, Pierre Besnard, se refería al sindicato como “la forma orgánica que adquiere la Anarquía para luchar contra el capitalismo.” En España, país donde el movimiento obrero más se había vinculado al anarquismo, Salvador Seguí concretaba que el sindicato era “el arma, el instrumento del anarquismo para llevar a la práctica lo más inmediato de su doctrina.” Así pues, era más congruente hablar de anarcosindicalismo, según Rocker, otro teórico y fundador de la AIT de 1923, como “el resultado de la fusión del anarquismo y la acción sindical revolucionaria.” Tras la adhesión de Kropotkin y otros quince al bando aliado en la Primera Guerra Mundial, a los anarquistas no les quedó otra que exacerbar su antimilitarismo, y la confederación sindical era la organización de masas más idónea para sacar del hoyo metafísico y guerrero a las ideologías anarquistas. Objetivos económicos concretos como la abolición de los monopolios, la expropiación de la tierra y los medios de producción, el trabajo colectivo, la distribución socialista, la supresión del salario y del dinero, etc. desplazaron progesivamente a la retórica liberal y a los lugares comunes del individualismo en la propaganda “de la idea.” Desgraciadamente, otros temas como la influencia Magonista en el campesinado mejicano, el Consejo Obrero como organización de clase en la revolución alemana, el aplastamiento del anarquismo en Rusia -particularmente la derrota del movimiento insurreccional Machknovista– o las escisiones bolchevizantes en el movimiento obrero anarquista de América Latina, tuvieron muy poca presencia en la prensa libertaria y sindicalista. El anarquismo pudo sobrevivir como movimiento gracias a su conexión con los trabajadores, pero salvo en España, no logró la fuerza suficiente para resistir al empuje del fascismo.
En la década del veinte del siglo pasado reinaba una guerra encubierta entre los anarquistas sindicalistas, comunistas e individualistas que bloqueaba todo intento de organización específica. El remedio que propusieron los exilados makhnovistas, la “plataforma Archinov”, fue peor que la enfermedad. Una organización semejante a un partido político inspiraba muchos recelos para abrirse camino en los grupos anarquistas. Sébastien Faure propuso una organización “de síntesis”, con lo cual las cosas quedaban como estaban. Fue más bien un pacto de no agresión, una edulcoración del ambiente enrarecido estilo anarquismo “sin adjetivos.” Su definición de anarquismo estuvo a la altura de su propuesta: “es la expresión más alta y más pura de la reacción del individuo contra la opresión política, económica y moral que hacen pesar sobre él todas las instituciones autoritarias, y por otra parte, la afirmación más firme y precisa del derecho de todo individuo a su desarrollo integral por la satisfacción de las necesidades en todos los terrenos.” (“La Síntesis anarquista.”) Pero las discusiones más o menos banales nunca abandonaron el medio libertario. Las polémicas en torno a la legalidad y el pacifismo fueron constantes. Los conflictos bizantinos entre los puristas del comunismo y los “liberales exasperados” (Georges Darien dixit) tampoco dejaron de producirse. La ideología tendía sus trampas. A menudo se formaban capillas, se insistía en detalles secundarios y aspectos periféricos, se apostasiaba el yo en reuniones que se prolongaban hasta el aburrimiento, se enarbolaban principios con intención paralizante, se boicoteaba la organización tildándola de opresora, se calificaba de autoritario cualquier acuerdo vinculante y de inútil cualquier reflexión histórica…. Demasiado embrollo mental, demasiado narcisismo, demasiados dogmas doctrinales y fórmulas vacías, que por los años treinta llevaban el anarquismo al naufragio. En realidad, ese tipo de anarquismo detestaba la acción y se contentaba con simulacros. Tendría que aparecer Camilo Berneri para denunciar (en “L’Adunata dei Refratari”) lo que llamó “cretinismo anarquista” y dedicarse a tratar críticamente la realidad social con el fin volver inteligible la época -anarquismo incluido-, condición previa para intentar cambiarla. Lógicamente se ocupó poco de la posteridad, (“la anarquía es religión” llegó a decir) y más de dar respuestas reales a problemas concretos, chocaran o no con la ortodoxia. Habló provocadoramente de un “Estado libertario” al mostrar la anarquía real como una estructura administrativa federal totalmente descentralizada. Sus trabajos, trataron siempre de problemas precisos o cuestiones teóricas urgentes, nunca o casi nunca de principios o finalidades. Por desgracia, no hubo muchos como él. El asesinato de Berneri en mayo del 37 privó al anarquismo de su mente más lúcida.
La guerra civil española fue a la vez el punto álgido del anarquismo (las milicias, los comités antifascistas, la socialización) y el abismo por el que se precipitó (la idea de que las conquistas revolucionarias se defendían mejor dando marcha atrás). Muchas vacas sagradas callaron, incluso se mostraron comprensivas con el “circunstancialismo” de la burocracia dirigente de la CNT-FAI. La verdadera escisión del anarquismo sucedió entre incondicionales de la política colaboracionista de la dirección comiteril y los solidarios críticos con los libertarios españoles. Tras la victoria de Franco, la ideología no podía regresar al ruedo ibérico como si nada si sus adeptos no hacían antes inventario de la revolución fallida y del monstruoso anarquismo de Estado que alumbraron las capitulaciones de 1936-37. No lo hicieron y todavía hoy se siguen pagando las consecuencias. A pesar de los pesares, el agotamiento histórico del anarquismo, tal como podía concebirse en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, no ha significado la muerte del ideal, sino la imposibilidad de su reformulación pasadista. Por ejemplo, la confianza kropotkiniana en la ciencia y la fe en progreso moral son inasumibles. El sindicalismo a la antigua ha quedado fuera de juego. Las visiones futuristas del anarquismo de otras épocas resultan hoy tremendamente pueriles. Al disolverse el movimiento obrero tradicional y penetrar el capital en todos los rincones de la vida, el anarquismo resurge, menos como ideología posmoderna que como estado de ánimo difuso, volcándose en el feminismo, el medio laboral, la ruralidad, el antidesarrollismo, la cultura popular y la enseñanza alternativa. En esos terrenos tendrá que coordinarse, hallar las nuevas modalidades prácticas de combate anticapitalista y confeccionar las armas teóricas para confrontar la reacción identitaria, con sus ideas nefastas sobre el poder y la verdad, el género y el sexo, la religión y la raza, el lenguaje y la comida; con su esencialización de las diferencias, su antiuniversalismo, su relativismo, sus enemigos ficticios, su tecnofilia… A no ser que prefiera revolcarse en la basura que le ofrecen los credos irracionales y sectarios que, para colmo del confusionismo, también se denominan anarquistas aunque no lo sean.