Es otra historia más de las de siempre. De aquellas en las que los/as políticos/as de turno hacen una promesa, generan unas expectativas y venden una idea disparatada como una cuestión de sentido común. Nuestra clase dirigente, en su constante complejo de inferioridad respecto de las clases dirigentes del resto de países europeos, se subió hace ya décadas al carro de la construcción, el asfalto y el hormigón como motor económico del país. Cuando construir, lo que fuera y como fuera pero siempre a lo grande, era sinónimo de progreso, y todos/as sabemos que el progreso siempre es bueno, oponerse en el momento en el que esas ideas florecían era ir contra el avance social y económico. En aquellos tiempos de Aznar y finales de los 90, se empezó a desarrollar en profundidad el sistema de autopistas radiales y de peaje. En su mayoría como formas de acceso a Madrid y bajo la excusa de aliviar los grandes atascos. El resultado tras más de una década es la quiebra y rescate por parte del Estado de hasta 8 autopistas, por un valor de 5500 millones de euros. Para quienes no tenemos costumbre de trabajar con cifras de tanta altura, la diferencia de gasto estatal en educación entre el año 2009 y el año 2013, cuando los recortes fueron más graves, la cantidad recortada fue de alrededor de 8900 millones de euros.
Lo que mal empieza mal acaba
Debemos tener siempre una cuestión en la cabeza a la hora de hablar de los fracasos en las grandes obras públicas: el objetivo de las construcciones nunca es el resolver problemas o cubrir necesidades, el objetivo es el negocio económico y por ello los/as responsables nunca pierden. Al capricho de hacer de Madrid (6 millones de habitantes) una ciudad con tantos accesos por carretera como París (12 millones) debemos sumarle los condicionantes mediante los cuales cualquier gran obra pública significa negocio sin riesgos para las grandes empresas, sin olvidarnos nunca de las condiciones impuestas por la Unión Europea orientadas siempre a satisfacer las necesidades del gran capital. En este caso estas generalidades se materializan en los criterios de convergencia de Maastricht y la constante obsesión por reducir el déficit público, estas obligaciones de la UE fomentaron que la construcción de estas autopistas fueran concedidas a las grandes empresas constructoras, así como su gestión posterior y los beneficios que de su explotación se sacaran, siempre y cuando la titularidad de la obra fuera del Estado. Está fórmula incluía una cláusula que hacía que responsabilidad patrimonial corriese a cargo de la Administración, es decir, que en caso de quiebra el Estado se hace responsable de la factura final. Esto, como no podía ser de otra forma, incentivaba que estas grandes empresas tomaran más riesgos de los comunes a la hora de llevar a cabo el negocio. Total, si sale mal paga el Estado y si sale bien el beneficio se lo quedan las empresas.
Al cúmulo de hechos que han llevado a la quiebra debemos sumarle dos cuestiones más. Por un lado tenemos que todos los estudios encargados por el Estado para ver la necesidad real de estas autopistas y su viabilidad se equivocaron. Qué sorpresa. El tráfico registrado en estas carreteras al final ha resultado ser solo un 30% del previsto. Otro punto de gran negocio y pésima previsión fue la cuestión de las expropiaciones de tierras por donde pasarían las nuevas carreteras. Aquí el sobrecoste fue del orden de 2000 millones de euros, que fueron a parar a los bolsillos de grandes terratenientes, constructoras y familias con apellidos de los que llevan muchos años mandando y acumulando capital sin que por ello sean personajes reconocidos públicamente.
El desarrollismo: la ideología del asfalto
Estos hechos de las autopistas de peaje no son cuestiones aisladas. El pago por parte del Estado de los malos negocios del capital privado no es ninguna novedad si no una práctica común. Así como la función del Estado mas como un agente que provee de negocios diseñados al placer de las grandes empresas que de una organización para la satisfacción de las necesidades sociales de las capas más desfavorecidas. Tampoco podemos hablar de autopistas sin remarcar la tremenda presencia en los grandes negocios de las grandes empresas constructoras, que al final están detrás de todo aquello que reporte ingentes beneficios. Sin olvidar jamás a que intereses ideológicos responde la permanente, y aparente, necesidad de construir y urbanizar cada vez más territorio. Sucede lo mismo que con los trenes de alta velocidad (AVE). Son infraestructuras cuyo objetivo principal es la interconexión de la forma más rápida posible los distintos núcleos poblacionales con las grandes urbes financieras. El desarrollismo es esa cuestión ideológica que, adaptándose a una economía cada vez más financiarizada, necesita de explotar nuevos nichos que hasta el momento permanecían desvalorizados. Para ello se refuerza la idea de la necesidad de avanzar y crecer económicamente, y esto solo puede hacerse con flexibilidad laboral, transacciones rápidas, trayectos rápidos y con hacer de todo terreno sin explotar un nuevo espacio de donde extraer beneficios. Porque al fin y al cabo el beneficio (económico de las élites) es lo que cuenta y mueve el mundo.