Hablamos de Miguel Hernández, y la bruma del litoral levantino engulle al poeta de interior. Le remoja los pies en un ancho charco desleal que inunda la Vega Baja del Segura de vez en cuando.
El río, siempre temiendo la crecida del río. Y desde la montaña, la Cruz de la Muela salvaguardando a la diócesis de Orihuela.
A veces, tengo que hacer un ejercicio de reconciliación con el joven muchacho que escribió autos sacramentales como Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras.
He de digerir ese pasado de clérigo para después abrazar y elogiar obras teatrales como Los hijos de la piedra o El labrador de más aire, que me transmiten su justa consciencia de clase obrera.
Entonces, pensando en mis impresiones del poeta, me deslumbra su fogonazo veloz de vida, repleta de claros y oscuros.
Y oigo tintinear, en tosca melodía, los cencerros de sus cabras refrescándose en el abrevadero, al pastor recostado con su cuartilla en la mano, escribiendo poemas y ensayos, o quizás alguna carta para alguno de sus poetas admirados.
Le veo azuzado por la humilde ambición de la gente de provincia. Viajando repetidas veces a la capital en busca de la suerte que, a veces, no se encuentra en las angostas calles de la infancia.
Avanza ligero a pie cambiado de unas primeras e imberbes convicciones católicas, desvestido de fe. A rebufo de un sueño de armoniosa libertad, golpeada por los sublevados del bando nacional, un 18 de julio de 1936.
España está en guerra y Miguel se alista como voluntario en el Quinto Regimiento del Ejército republicano, atendiendo así al llanto de los vientres de aquellos hijos que aún están por nacer.
Recita a oídos abiertos en las trincheras para columpiar los ánimos y las esperanzas de milicianos y milicianas.
Una vez acabada y perdida la guerra para la República, de vuelta a casa, Orihuela le delata con el dedo y le acusa con la boca pérfida… ¡Miguel es rojo!
Es apresado en su intento de huida a Portugal y entregado a las autoridades franquistas. Condenado a pena de muerte, conmutada por una condena de 30 años y un día.
El régimen de Franco pretende evitar otro escándalo como el de Federico García Lorca.
Tras dos años de trasiego por distintas prisiones, algunas de sus amistades influyentes consiguen que le trasladen al reformatorio de adultos de Alicante.
Encarcelado en su tierra, cerca de los suyos.
¿Cuántos pasos serían los que medirían tu celda, juntando talón de un pie y punta del otro? A cuentas de las soledades de un hombre preso.
Secando en el pulmón tu pena de arena, árida.
Por aquel secarral se marcha el poeta del pueblo, por aquella vereda.
Miguel Hernández Gilabert muere en la enfermería de la prisión franquista de Alicante, sin ser atendido de la tuberculosis que padecía, el 28 de marzo de 1942, con 31 años.
Hay asesinatos pausados que se comenten derramando gota a gota de nuestras sangres.
Por Tanietta Santos