La reforma laboral aprobada por el Gobierno de PSOE y Unidas Podemos permite un atentado “contra los valores en los que se basa el modelo constitucional y ataca las bases del Estado Social de Derecho”. Además, consiente una alteración sustancial del “modelo democrático de relaciones laborales que hemos ido construyendo entre todos a lo largo de las últimas tres décadas, con altas dosis de consenso y diálogo social” y un atentado contra la Constitución en materias “como el papel institucional reconocido a las organizaciones sindicales y empresariales, el derecho a la libertad sindical, el derecho a la negociación colectiva, el derecho al trabajo, el derecho a la tutela constitucional frente a tratamientos discriminatorios y a la tutela judicial efectiva”.
Estas no son palabras de los sindicatos (los de verdad, los formados y gestionados por las y los trabajadores) que se oponen a la reforma laboral suscrita por el Gobierno sino del recurso de inconstitucionalidad presentado por el PSOE e Izquierda Unida contra la reforma laboral del PP en 2012.
Dado que la nueva norma firmada no altera en gran medida la anterior, sus palabras están completamente vigentes.
¿Derogación o nueva reforma?
El mes pasado, cuando aún no se conocía qué contenido tendría la nueva normativa aprobada por el Gobierno, hacíamos un repaso de las veces que PSOE y Unidas Podemos habían prometido derogar la reforma laboral realizada por el PP en 2012 y mostrábamos pocas esperanzas en que esto ocurriera. Por fin, dos años después del pacto de investidura entre las dos formaciones políticas, nace el Real Decreto de medidas urgentes para la reforma laboral, la garantía de la estabilidad en el empleo y la transformación del mercado de trabajo con el que ambos partidos dan por cumplida su promesa.
Con el texto encima de la mesa podemos tratar de responder algunas de las preguntas que nos hemos hecho durante este tiempo:
¿Se ha derogado la reforma laboral? Rotundamente, no.
¿Se han derogado, al menos, los aspectos más lesivos de la reforma laboral? Pues depende de para quién. Para los trabajadores, no. Para los sindicatos mayoritarios, que habían perdido poder de negociación en el ámbito de los convenios colectivos, tal vez sí.
Recordando la reforma de 2012…
Cuando en 2012 se contestaba a la reforma extremadamente agresiva, según palabras de Luis de Guindos, ministro de Economía en ese momento, con una huelga general y con recursos al Tribunal Constitucional, se denunciaba que el nuevo marco legal suponía un ataque contra la clase trabajadora al reducir las protecciones contra el despido y devaluar las condiciones de trabajo y los salarios.
A este resultado, el Partido Popular pretendía llegar por varias vías. Para facilitar el despido, por un lado, se ampliaron las causas que permitían realizar despidos por causas objetivas (con indemnizaciones de 20 días de salario por año de trabajo), algo que ya había realizado el PSOE dos años antes. Con anterioridad a la reforma de 2012, además del requisito de que existiesen pérdidas o caídas de ingresos, la empresa debía demostrar que practicando los despidos la situación económica de ésta iba a mejorar. Tras la reforma, bastaba con que hubiera una disminución de ventas (no necesariamente pérdidas económicas) para realizar un despido objetivo o un Expediente de Regulación de Empleo (ERE). Además de permitir que los despidos estuviesen justificados por casi cualquier motivo, la nueva legislación hacía mucho más fácil la tramitación de despidos colectivos, acortando los tiempos de negociación y eliminando los controles de la administración sobre éstos.
Por otro lado, el coste del despido improcedente, es decir, el fraudulento, se abarataba enormemente con dos cambios. El primero, la reducción de la cuantía de la indemnización: ésta pasó de costar 45 días por año trabajado a 33, lo que supuso una reducción de más del 25%. El segundo, la eliminación de los salarios de tramitación, esto es, los salarios que la empresa debía pagar desde que se realizara un despido hasta que un Juzgado declarara que éste era improcedente.
Un ejemplo para entenderlo mejor: si antes de la reforma cobrabas mil euros al mes, llevabas un año en la empresa y ésta te despedía, si ganabas un juicio por despido que tardaba seis meses en salir, cobrarías 1.500 euros de indemnización y 6.000 de salarios de tramitación. Tras la reforma, en el mismo supuesto, cobrarías únicamente 1.100 euros de indemnización, teniendo en cuenta además que sería más difícil ganar el juicio. Por tanto, quitarse de en medio a un trabajador molesto, que se niega a hacer horas extra o a currar los festivos, pasó de costar 7.500 euros a solo 1.100.
Otro detalle que siempre hay que tener en cuenta y que a veces se pasa por alto: una indemnización de despido no debe verse únicamente como la cantidad que cobra una trabajadora despedida, sino también y, principalmente, como un freno a los despidos, dado que una indemnización de despido alta disuadirá a las empresas de hacer despidos.
Como adelantábamos, la devaluación de los salarios y de las condiciones de trabajo era el segundo gran objetivo de la reforma laboral del PP. Esta se perseguía, y se logró, con distintas modificaciones legislativas. La primera, y retomando lo que analizábamos anteriormente, de una manera indirecta: el brutal abaratamiento y facilitación del despido permitió quitarse de en medio a trabajadores con mayor antigüedad y salario a un bajo coste y sustituirlos por otros con un menor salario. Las escasas indemnizaciones pagadas eran amortizadas rápidamente gracias al ahorro en salarios de las nuevas contrataciones.
La reducción de salarios se alcanzó con la modificación del artículo 41 del Estatuto de los Trabajadores, que regula las modificaciones de condiciones de trabajo. Se favorecieron las modificaciones que afectaban a la jornada, a los horarios, turnos, funciones, etc., y se permitió la reducción de los salarios de manera unilateral por parte de la empresa.
Por último, y dando otra vuelta más de tuerca a la reforma laboral del PSOE de 2010, permitió que los convenios colectivos firmados en el seno de las empresas pudieran establecer salarios inferiores a los que se negociaran en los niveles superiores de negociación y permitía que éstos caducaran si no se renegociaban. Para entender la importancia de este cambio, nos sirve recordar la lucha de los huelguistas del metal de Cádiz, que hace pocos meses pusieron patas arriba la provincia en el marco de la negociación del convenio colectivo de su sector: se demostró que eso de que la fuerza del obrero es la solidaridad no es una consigna vacía y que la movilización de todo un sector (a pesar de la traición de CCOO y UGT) podía arrancar más mejoras que la lucha aislada en una sola empresa.
También indirectamente, aunque no de casualidad, se consiguió a través del miedo generado entre los trabajadores. Teniendo siempre presente la amenaza del despido, ¿quién iba a plantear una subida salarial?
Además, la reforma supuso una reducción de los importes que abona el Fondo de Garantía Salarial (FOGASA) en casos de quiebra de empresas y extendió los contratos de formación y de prácticas, que generan una mayor precariedad e ínfimos salarios entre la juventud.
…. y analizando la de 2021
¿Y de todo esto qué se ha eliminado? Pues prácticamente nada. Como decíamos al inicio, el pacto alcanzado por los sindicatos mayoritarios solo ha revertido la reforma laboral en lo que afectaba a la negociación de los convenios colectivos, volviendo a la prioridad del convenio sectorial (aunque con bastantes limitaciones) sobre el de empresa. Por tanto, la reforma laboral extremadamente agresiva ha salido ilesa del Gobierno más progresista de la historia y además, con el aval de las empresas de servicios jurídicos CCOO y UGT (el nombre de sindicatos les viene grande).
Y con esto, la patronal se descojona. Como señala el comunicado de CNT, Una estafa a favor de la Patronal: “No nos debe extrañar que la CEOE haya saludado la nueva reforma laboral pactada porque -en su opinión- «consolida el modelo laboral actual» al mantener «intactos los mecanismos de flexibilidad interna que garantizan la adaptabilidad de las empresas»”.
Una vez visto el alcance de la nueva normativa, podemos ratificar lo que adelantábamos, no ha habido derogación de la reforma laboral el PP de 2012 y tampoco de los aspectos más lesivos. Pero entonces, ¿qué cambia con el tantas veces nombrado Real Decreto? Pues como en toda la normativa laboral de este Gobierno, introduce cambios, pero éstos no son ni mucho menos tan importantes ni positivos como éste, con la ministra de Trabajo a la cabeza, intenta vendernos.
Al igual que con las modificaciones legislativas anteriores no se prohibió el despido por estar enfermo, sino que se eliminó un tipo de despido que, sin dejar de ser una barbaridad, era bastante residual, puesto que las empresas ya podían despedir buscando maneras más sencillas y barata, e igual que durante la pandemia no se prohibieron los despidos sino que, algunos de ellos, se convirtieron en improcedentes suponiendo un ligero encarecimiento de éstos pero no un freno a la avalancha de ceses que hubo durante y tras la declaración del estado de alarma, la reforma laboral actual es principalmente márketing.
La parte más publicitada y la más importante, junto con la vuelta a la prioridad limitada del convenio de empresa, es la que afecta a los contratos temporales. Desde los partidos del Gobierno se nos vende como un cambio radical que acabará con la precariedad y temporalidad escandalosa en el empleo que afecta al 26% de las y los trabajadores. La realidad, como siempre, se empeña en negar la ilusión de los socialdemócratas, y a poco que se examine el nuevo texto se da una cuenta de que poco ha cambiado.
Resumidamente, con anterioridad a la reforma, existían tres formas de contratación temporal: el contrato de interinidad, para la sustitución de otros trabajadores por bajas, excedencias, etc., el de obra o servicio determinado y el eventual, para atender a acumulación de tareas.
Hay que partir de la base de que estos contratos temporales, legalmente, son una excepción a la regla, que es el contrato indefinido. Es decir, solo se pueden hacer contratos de duración determinada si existen causas de temporalidad que lo justifiquen. Si no, la contratación es indefinida. Por ello, un altísimo porcentaje de los contratos temporales son fraudulentos y, por ejemplo, en los diez primeros meses de 2021 la Inspección de Trabajo detectó más de 267.000 contratos temporales fraudulentos demostrando que el problema de la temporalidad no estaba tanto en el texto legal sino en su cumplimiento.
Pues bien, la nueva reforma elimina el contrato por obra y servicio, un contrato que con las recientes sentencias del Tribunal Supremo ya corría el riesgo de desaparecer de forma natural, y mantiene el eventual, el contrato que es el mayor coladero de fraude en la temporalidad. Si bien es cierto que limita la duración máxima de estos contratos hasta seis o doce meses, dependiendo de qué se negocie en convenio colectivo, estamos ante el problema de siempre: con un despido libre y barato, las consecuencias del incumplimiento empresarial son prácticamente nulas puesto que a la empresa le da igual dejar de tener contratos temporales si puede despedir a los indefinidos por poco dinero.
Dejando al margen los escasos cambios en la nueva regulación de los contratos de formación y de prácticas (recordemos que este tipo de contratación le supuso una huelga general al PSOE en 1988) y la extensión del contrato fijo discontinuo en el que se le permite meter mano a las ETT (cuya legalización también le supuso al PSOE otra huelga en 1994), la aplicación del salario de los convenios de ámbito superior al de empresa supone el cambio más importante. El problema es que CCOO y UGT están haciendo que este cambio, el más beneficioso de esta reforma laboral, quede prácticamente en papel mojado, dado que los salarios que se están negociando en muchos sectores (peluquerías, gimnasios, enseñanza, etc.) son extremadamente bajos y se igualan al salario mínimo interprofesional, por lo que la única medida beneficiosa está siendo dejada casi sin efecto por ellos.
Hace casi diez años, analizando las reformas de entonces, decíamos “que la reducción de derechos, unido a las cada vez menores oportunidades de sacar algo positivo de la vía judicial, nos puede ayudar a huir de negociaciones, juzgados, elecciones sindicales… y retomar los caminos que como proletarias nos son propios, la autoorganización de las propias trabajadoras a través de las asambleas en los puestos de trabajo y las luchas basadas en la acción directa y el apoyo mutuo. Para eso, podemos aprovechar el enorme (y merecido) desprestigio que en estos momentos están teniendo las grandes centrales sindicales para, poco a poco, recuperar ese papel activo que por haberlo dejado en manos extrañas nos ha conducido a la situación actual”. A ello, que está todo por hacer.
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