Hace unas pocas semanas llegó a nuestras manos (virtuales) el siguiente artículo de la revista barcelonesa Una Posició. Un acercamiento a nuestro quehacer en el mundo del trabajo, desde la posición de proletarios/as, en un momento histórico en el que los puestos de trabajo precarios, la temporalidad y las subcontratas se entrelazan con un movimiento obrero en gran medida debilitado y sin rumbo. Creemos que las siguientes líneas suponen una interesante aportación al debate de cómo podemos potenciar las luchas en el ámbito laboral, cómo adaptarnos a las nuevas condiciones con afán no sólo de dar la cara, sino de poder pasar a la ofensiva más pronto que tarde. Para leer el resto de artículos de la revista (tanto de este nuevo número como del anterior) os dejamos el enlace a su web: www.unaposicio.org
¿Qué nos ha pasado?
Las últimas décadas han supuesto un muy duro golpe en lo que respecta a las luchas laborales y las condiciones de vida de las trabajadoras. La balanza entre las rentas de trabajo y las rentas de capital se ha inclinado claramente hacia estas últimas, aumentando indiscutiblemente las desigualdades. Desigualdades ya insultantes antes de la estocada de la crisis, pero que hoy ya muestran sin ninguna clase de vergüenza la falta de ética absoluta de ricos, empresarios e inversores a la hora de repartirse el pastel de los beneficios. Desigualdades que se acentúan frente a la dificultad de la gente de organizarse para plantar cara y poner freno a la guerra que las clases dominantes han desencadenado, y que golpea fuerte en nuestro territorio y en todo el planeta.
Desde los movimientos autónomos, en los años noventa y primera década de los 2000, gran parte de nuestra tarea ha sido mantener espacios de disidencia en los que desarrollar nuestra actividad social, formativa, cultural o simplemente de ocio. Diferentes luchas tocaron de lleno la vida cotidiana. El feminismo y su capacidad de llevar al día a día otra manera de entender las relaciones, las luchas y la vida en definitiva, expulsando en buena parte aquel rastro patriarcal que se respiraba en ciertos ambientes radicales. También la okupación y el movimiento por la vivienda se centraron en algo tan básico como es el lugar donde vives, en contraposición a la mercantilización de la vivienda, la especulación y la gentrificación de los barrios. Así, podemos decir que fueron estas quizá las luchas con más trayectoria e incidencia política de las últimas décadas, una vez acabada la batalla de la insumisión.
Eso sí, por el mundo del trabajo se pasó de puntillas. Cuando las ETT empezaron a enseñar sus orejas, se dio una movilización contundente, que vinculó a los diferentes movimientos populares, pero que ciertamente quedó aislada, no consiguió el apoyo de otros sectores sociales ni de sus organizaciones y no tuvo continuidad. De esta manera, muchas jóvenes de la época acabamos trabajando para esas traficantes de trabajadoras, sin más remedio que aceptar las pésimas condiciones que nos ofrecían. Una situación que hoy ha empeorado claramente. Por otro lado, una parte del movimiento optó por articular una crítica global al trabajo asalariado, adoptando lemas como «abajo el trabajo», y proponiendo alternativas inasumibles por la mayoría —como reciclar, okupar, vivir de ayudas, robar…—, el recorrido de las cuales no alcanzó a salir del gueto.
Mientras tanto, los sindicatos alternativos imponían a la hora de organizarse unas prácticas y unas formas que a muchas nos resultaban pesadas o burocráticas. Y con un cierto hermetismo se oponían a las propuestas de apertura y cambio que hacían las trabajadoras más jóvenes. No existió un relevo generacional de aquellas que durante los años de la Transacción mostraron los dientes en el trabajo, no ya contra el patrón y la policía, sino también contra los que entendían la lucha obrera como un grifo que podía abrirse y cerrarse según las necesidades de las cúpulas sindicales. Ejemplos de luchas obreras que llevaron el asamblearismo y la horizontalidad hasta las últimas consecuencias fueron la huelga de la Camy (1969), la de Roca (1976) o las huelgas de los estibadores (1980-1982). Pero esta falta de traspaso generacional y la comodidad en época de vacas gordas —podíamos ir trampeando aquí y allá, cambiando de trabajo y de ETT sin muchos problemas— hicieron que abandonáramos este frente. Otro gallo nos cantaría hoy si las trabajadoras hubiéramos hecho músculo para el enfrentamiento.
Economía y trabajo ahora
Muchas somos las que pensamos que hoy en día el poder político es, en definitiva, un títere del poder económico. Los «favores» entre gobernantes y empresariado son vox populi; algo tan repugnante como la corrupción es parte inherente al sistema y las puertas giratorias forman parte de la cotidianidad de las cúpulas políticas y patronales, cada día de forma más descarada. Y las clases populares, indignadas frente a estas evidencias, se sienten impotentes a la hora de plantarles cara.
La política estatal no puede hacer frente al poder económico porque, en definitiva, es un engranaje del mismo mecanismo, las salidas «rupturistas» sólo proponen cambiar algunas cosas para que el capitalismo siga funcionando. Es necesario, entonces, que el mundo laboral sea una punta de lanza con la que escenificar esta lucha entre el poder económico (el capital) y el poder popular (las clases oprimidas).
Hoy en día, las estadísticas nos indican que de cada cuatro nuevos puestos de trabajo, tres son precarios, temporales y/o están por debajo de la media salarial del Estado español. En los ambientes anticapitalistas, la precariedad es un hecho incontestable. Somos un reflejo de la sociedad. Somos pobres y aún podemos serlo más si no paramos los planes que los de arriba tienen preparados para nosotras. Somos pobres incluso las que trabajamos, mientras ellos se llenan los bolsillos con nuestro sudor. Y, nos guste o no, la gran mayoría de nosotras ha de trabajar para poder cubrir sus necesidades, para vivir —entendiendo «trabajar» por ser una asalariada, una falsa autónoma, una autónoma o cualquiera de las variables existentes a la hora de buscarse la vida—. El hecho es que no vivimos de rentas, necesitamos trabajar.
Es por eso que el tema tiene la importancia que tiene. No estamos buscando volver a la centralidad obrera de años pasados, pero sí volver a tomarnos el tema en serio y buscar las herramientas que más nos convengan para hacerles frente.
Revuelta precaria
Desde la huelga de trabajadoras de la Fnac, hasta los despidos de Mercadona, desde la huelga de cadenas de comida rápida en Estados Unidos, hasta las huelgas textiles de Bangladesh, pasando por la revuelta de las escaleras, la precariedad se impone en todo el planeta como contrapeso del low cost en la balanza del beneficio empresarial. El tercer mundo se acerca diariamente a más capas de las clases populares, incluyendo a las personas con empleo.
La estructura clásica sindical de comité de empresa no es suficiente frente al modelo de dispersión, atomización e inseguridad que generan los trabajos precarios. Sobre todo en el sector de servicios y en las subcontratadas.
El poder de nuestra clase, la de las trabajadoras, está dividido en dos bloques: el poder estructural y el poder asociativo. El primero es aquel que pueden ostentar diferentes grupos de obreras para detener la producción o la economía en algunos sectores —por ejemplo, las controladoras aéreas, en que seis mil trabajadoras pueden para el tránsito aéreo de todo el Estado español—. El sindicalismo pactista y amarillo suele tener gran interés en estos sectores, pero cada día, por culpa de la externalización, la subcontratación y la tecnologización —la sustitución de trabajadoras por máquinas o computadoras—, esta fuerza se ve más diluida y no es por casualidad.
En segundo lugar, el poder asociativo de la clase trabajadora es la habilidad de organización y de incidencia en la realidad de las obreras. Este está dividido en tres frentes: el sindical, el social y el ideológico. El sindical es la fuerza de los sindicatos, el número de personas afiliadas, y la capacidad de movilización en las empresas. El segundo, y que como movimientos políticos de barrio queremos levantar es el social, que consiste en intentar concienciar y movilizar al entorno social, un claro ejemplo de lo cual sería el apoyo que recibió la huelga de Movistar. Y el tercero es el poder ideológico, la capacidad de explicar y rebatir los argumentos del empresario, la patronal o de los poderes políticos, y sus medios de comunicación, que justifican la explotación.
Hoy, a causa de la precariedad, la movilidad y la temporalidad continua en los puestos de trabajo, el sindicalismo y las luchas laborales tienen que adquirir otro carácter, mucho más social, en el que tanto los mismos sindicatos, como los grupos de apoyo en los barrios, o las comisiones laborales autoorganizadas deben actuar de apoyo «parasindicalista», para recuperar la fuerza que tenían las trabajadoras, no sólo en las empresas, sino también en el barrio, el pueblo, en la familia o en el bar; en definitiva, en todos los ámbitos de socialización. Así la fuerza no sólo se podrá demostrar por el número de obreras en huelga —que evidentemente es imprescindible—, sino también por el apoyo que se les da en los barrios, por la adhesión social general, porque a día de hoy no sólo estamos explotadas como trabajadoras, sino también como mujeres, como consumidoras, y juntas y bien coordinadas, podemos hacer más daño que nunca.
Una experiencia inspiradora fueron los comités de solidaridad de París durante los años 2001-2003. Mediante la organización de grupos de personas solidarias se daba apoyo externo a luchas de sectores laborales muy frágiles, a través del refuerzo y extensión de piquetes, recogiendo fondos para las cajas de resistencia y buscando ayuda legal cuando los sindicatos no respondían. Su tarea no era suplantar a las huelguistas ni dirigir la lucha, ni siquiera sustituir a los sindicatos. Cumplían con un objetivo mucho más importante: ayudaban a llevar la huelga más allá, cuando las trabajadoras lo creían necesario.
El sindicalismo
El sindicato es la unión de trabajadoras para tratar aquello que les incumbe. Si reducimos a su esencia el sindicato, este es un espacio de apoyo mutuo y solidaridad entre iguales; no debemos olvidarlo. Pero la vergonzosa trayectoria que han seguido los sindicatos mayoritarios durante las últimas décadas como garantes de la paz social, como firmantes de diferentes recortes de derechos laborales, ha hecho que la confianza hacia el sindicalismo en general haya caído en picado. Si sumamos a eso la campaña de descrédito y criminalización que los gobiernos liberales han desencadenado, desde los tiempos de Thatcher hasta la campaña de desprestigio del PP, previa a las reformas laborales, obtenemos un sindicalismo bastante tocado. Si nos centramos en el sindicalismo revolucionario o alternativo, a pesar de sus esfuerzos para diferenciarse de los mayoritarios, sufre también este desmérito generalizado.
También, una gran parte de la gente, hoy en día, está altamente despolitizada, y por tanto ve los sindicatos como algo antiguo, organizaciones que en un pasado fueron útiles, pero que ahora han perdido todo atractivo. Otros es posible que los identifiquen más con un partido político, incluso se los ha llegado a llamar «casta», porque nadie olvida que algunos nombres de sindicalistas de CCOO y UGT salieron en la lista de las tarjetas black.
Frente a este panorama, la lucha laboral y la afiliación sindical se vuelven difíciles de entender para los sectores precarios. Esta desconexión es culpa, básicamente, del desarraigo y la falta de vínculos en las empresas, del desconocimiento de ejemplos de lucha y de las herramientas que la pueden facilitar —los sindicatos—, el miedo o la idea generalizada de que «no se puede hacer nada», así como del modelo de comités de empresa, que para una gran parte de los sectores más precarizados de la clase trabajadora ha quedado obsoleto a causa de la temporalidad.
Otras herramientas
Para romper este aislamiento social que sufren muchas de las trabajadoras, desde los movimientos políticos y sociales tenemos que hacer lo necesario para devolver las luchas laborales al ámbito territorial, reintegrar el sindicalismo en nuestros pueblos y barrios, pues es allí donde las trabajadoras precarias y temporales encuentran ese arraigo y apoyo social. Debemos establecer unas bases para hacer perder el miedo a los abusos en el mundo laboral; tenemos que sentirnos apoyadas y seguras si lanzamos una protesta. Es actuando en los barrios, y en las empresas por descontado, como podremos afianzar un proyecto más completo, de defensa de los derechos de las trabajadoras, de autoorganización y de instauración de una conciencia de clase.
Hablamos de crear espacios en los que la gente pueda asesorarse en temas laborales de forma gratuita y fácil. Hablamos de fomentar espacios de encuentro donde generar empatía, solidaridad y apoyo mutuo entre precarias, como por ejemplo redes de apoyo mutuo laboral o sindicatos de barrio.
Todo eso como refuerzo de la lucha sindical que ya se está llevando a cabo, porque no hablamos de suplantar al sindicalismo clásico, sino de complementarlo, ofreciendo herramientas para el empoderamiento y organización del sector más castigado de los asalariados, y por tanto el más susceptible de luchar por una mejora de sus condiciones de vida.
Al mismo tiempo, si creamos vínculos de confianza fuertes entre la gente de los barrios y pueblos, si trabajamos duro y hacemos que nos sintamos seguras y protegidas entre nosotras, podremos ampliar los campos de lucha, traspasando lo que es laboral, y facilitando la extensión a otros conflictos, como podrían ser la vivienda, el consumo, la pobreza energética, la gentrificación…
Reciprocidad
Si conseguimos poner en marcha propuestas como estas, aumentaremos los vínculos entre sindicatos y movimientos sociales, y poco a poco se irá gestando una nueva conciencia común, que hará crecer los lazos de solidaridad, tan necesarios para enfrentar ataques que el capitalismo lanza contra las clases populares.
Como ejemplo tenemos la solidaridad del movimiento popular de algunos barrios hacia la huelga indefinida de Movistar, en la que pancartas de adhesión lucían en diferentes puntos, en los que se llevaron a cabo diferentes actos para difundir la huelga y recoger dinero para la caja de resistencia, en la que los sabotajes a las líneas y tiendas fueron muy visibles y en los que la expulsión de los rompehuelgas se realizó sin vacilaciones, en un claro ejemplo de solidaridad.
Resumiendo
Es necesario dejar de mirar la lucha laboral en términos burocráticos y jurídicos, y llevarla al ámbito cotidiano y social. Hay que cambiar la perspectiva del hecho laboral, porque ya no es sólo cosa de obreras y grandes empresas, hay que reconducirlo a la pequeña y mediana empresa, a las tareas no productivas pero indispensables, como los cuidados. Es necesario situar la conciliación laboral y familiar en el lugar que le corresponde, como eje para las mejoras laborales. Hay que pensar en la reducción de jornada para una vida mejor. Hay que redefinir las luchas y ponerlas en el contexto actual. Hay que hacer músculo para pasar a la ofensiva, y no siempre responder a las agresiones. Quizá va llegando el momento de mirar al empresario a los ojos y descubrir sus debilidades; de agarrarlo entre todas por la camisa y sacudirlo un poco y, quizás así, comenzará a ver cuál es la otra cara de la explotación laboral. Como decía un panfleto que volaba por Vallcarca durante la huelga general del 29M de 2012, «si sólo entienden de beneficios, que sepan lo que son las pérdidas».