El 15 de mayo de 2011, miles de personas nos manifestamos bajo el lema “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros” por el centro de Madrid. Cerca de una veintena de personas fueron detenidas en esa manifestación y otra veintena decidió acampar en la Puerta del Sol para exigir su liberación. Tras un brutal desalojo de las personas que pernoctaron en la plaza, cientos de personas volvieron a acampar al día siguiente, y miles más se acabaron encontrando allí en el tercer día. Así nació el movimiento 15-M. Y durante los siguientes meses se organizaron asambleas abiertas en la plaza y en distintos barrios, así como movilizaciones y acciones de protesta, y también ensayos de autoorganización que apuntaban a formas diferentes de entender y de hacer.
Las reivindicaciones del movimiento, mayoritariamente reformistas, apuntaban a toda clase de problemas acuciantes: la codicia de los banqueros, los recortes sociales, la falta de empatía de los dirigentes políticos, el bipartidismo fomentado por la Ley Electoral, la crisis de la vivienda, etc. El poder que adquirió el 15-M a finales del 2011 propició la caída del gobierno socialista de Zapatero y Rubalcaba, espoleó a los sindicatos para convocar dos huelgas generales en 2012, fomentó cambios legislativos para todos los gustos y desencadenó la irrupción de la denominada “nueva política” (la cual, actualmente, resulta absolutamente indistinguible de la “vieja”) en las instituciones. Grandes acciones de maquillaje que, con el paso del tiempo, se ha evidenciado que no eran más que retoques estéticos para no cambiar nada.
En cualquier caso, todos los estamentos de poder salieron escaldados de la feroz crítica de los movimientos sociales hace nueve años. Bueno, casi todos. Porque, por alguna razón difícil de comprender, los jueces se libraron de este ensañamiento. Quizás se deba a que el judicial se trata de un poder más invisible (pocos juicios se televisan, a diferencia de lo que sucede con las sesiones del Congreso), o a que en los inicios del 15-M se lograron varias victorias judiciales (llegando incluso varios jueces a paralizar desahucios por considerar que nuestras leyes civiles eran excesivas), pero lo cierto es que los movimientos sociales no apuntaron en su momento a un poder judicial extremadamente politizado, post-franquista y de naturaleza conservadora (puesto que el rol de un juez nunca puede ser cuestionar la Ley). Y, en consecuencia, la judicatura se ha convertido en el único estamento del Régimen del 78 que no ha pasado por el proceso de “renovación” estética.
Con el transcurso de los años, sin embargo, las críticas al poder judicial han comenzado a acrecentarse. Numerosas condenas a activistas, acusaciones por terrorismo infundadas, casos de torturas ignoradas, el recorte de derechos y la extrema politización nos han conducido a una situación de (justificada) desconfianza hacia los jueces. El papel del Tribunal Supremo en casos como el de las cláusulas suelo (la Sala de lo Civil las declaró nulas y, tras un toque de atención de su Presidente, rectificó y las dio por buenas), el juicio del Procés o en el de la legitimación de la exclusión sanitaria para extranjeras, quizás haya sido el más cuestionado, por encontrarse transparentemente al servicio de poderes económicos y no de los derechos fundamentales.
Que nuestro sistema judicial sea tan facha (marcado, además, por el hecho de que ningún juez franquista perdió su puesto durante la Transición) ha llevado a algunas personas de izquierdas a depositar sus esperanzas en instituciones europeas como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (47 Estados miembros) y la Unión Europea (27 Estados). Y es que organismos supraestatales que hablan en clave de derechos humanos y que dicen cosas tan básicas como que insultar a un jefe de Estado no debería considerarse delito, o que las denuncias por torturas deberían ser investigadas, parecen más garantistas que un poder judicial patrio, viejo, rancio y caduco.
Y el efecto contrario se produce también entre el facherío español. Después de varios varapalos al Reino de España, como el que se produjo cuando el Tribunal de Justicia de la UE falló a finales de diciembre de 2019 a favor de reconocer a Oriol Junqueras su condición de eurodiputado, la derecha más rancia empezó a promover (sin ningún tipo de discurso) la idea de un “Spexit” (salida de España de la UE).
Parece el mundo al revés. Hace diez años la izquierda radical era la que era crítica con la UE, mientras que para el centro-izquierda y la derecha, a pesar de que no eran especialmente eurófilas, la Unión se encontraba fuera de toda contestación. Ahora el discurso euroescéptico se encuentra monopolizado por la derecha (el “Brexit” es un ejemplo de ello) y, evidentemente, se promueve por las razones indebidas (primordialmente, porque consideran que su política migratoria es demasiado blanda).
Sin embargo, no debemos perder la perspectiva de que la UE (y el resto de instituciones europeas) han sido, ante todo, una alianza de cariz fundamentalmente económico. Su dimensión político-democrática ha tenido, en cambio, un relieve secundario. De resultas, es más honesto hablar de una Europa de los mercaderes para dar cuenta de un proyecto que ha tenido avances rápidos en lo que al libre comercio se refiere y muy pocos avances en lo que al reconocimiento de derechos fundamentales se refiere. Para ampliar más esta perspectiva, recomendamos la lectura del ensayo Crítica de la Unión Europea, por Carlos Taibo (Catarata, 2006).
El ejemplo más reciente de que las instituciones europeas (como cualquier otra) se encuentran al servicio de los poderes económicos y políticos lo encontramos en la reciente sentencia del TEDH, de 13 de febrero, en que se avalaron las devoluciones en caliente que lleva a cabo España en la frontera de Ceuta y Melilla. La expulsión directa en la frontera, sin seguir el procedimiento legal, se encuentra justificado porque los migrantes “eligieron no utilizar los procedimientos legales que existen para entrar en España” y, por tanto, “es consecuencia de su propia conducta”, establece.
En definitiva, un juez es un juez y, por definición, se encuentra al servicio del mantenimiento de un sistema socioeconómico injusto. Y eso es así en Madrid, Barcelona, Ámsterdam y Bruselas.
Y, en cuanto a la Unión Europea, no olvidemos que su solución a la crisis de los refugiados ha sido encerrar y hacinar a personas en campos de concentración. Al fin y al cabo, su ADN fundacional fue la de abrir un mercado común al carbón y al acero y potenciar el sector privado, no preocuparse por dramas humanitarios o los derechos de la clase trabajadora.
Nos despedimos con estas palabras de Gerardo Tecé en CTXT: «En las últimas jornadas, las políticas de la UE han pasado de ser inhumanas por omisión a serlo por acción. Las pocas imágenes que llegan desde la frontera entre Turquía y Grecia son, cada minuto que pasa, más insoportables para quien conserve algo de estómago. Grupos de extrema derecha atacan a los refugiados que llegan a las costas griegas. También atacan a las ONG que tratan de ayudar a estos refugiados y atacan por supuesto a los periodistas que tratan de contarlo. Lo hacen con impunidad. La policía griega no interviene. Quizá porque tiene tareas más importantes de las que ocuparse. Por ejemplo, la tarea de observar cómo un bebé muere ahogado frente a sus narices o cómo estos grupos fascistas hacen su trabajo. También tienen las autoridades griegas tareas más activas, como la de tratar de lanzar gases lacrimógenos contra familias enteras, hacer naufragar embarcaciones con personas a bordo o, incluso, disparar contra estas personas. Ayer, al menos una persona fue asesinada cuando llegaba a Europa –qué cosas– huyendo de la guerra. Mientras todo esto ocurre, la misma UE que hace unos años puso su bota y su ira sobre el cuello de la Grecia que se resistía a los salvajes recortes, ahora le muestra su apoyo en el asunto migratorio. Lo ha hecho por boca de Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, antes conocido como el hombre al que la tensión en Cataluña le resultaba insoportable. La alta política debe de ser esto.
Si el mundo fuera justo, todos esos líderes europeos que llevan años vulnerando los derechos humanos por acción u omisión tendrían que dar explicaciones ante un tribunal. Por desgracia, parece que el mundo es otra cosa: eso que pasa en la isla de Lesbos«.
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